La antropóloga y economista colombiana Mara Viveros Vigoya dice que no nació feminista afrolatinoamericana sino que devino feminista afrolatinoamericana, porque “se trata de un posicionamiento y de un proyecto colectivo”. Los inicios de ese proceso se remontan al año 1981, cuando participó en el Primer Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, que tuvo lugar en Bogotá.
Ese evento también marcó un antes y un después en la agenda de los feminismos latinoamericanos y definió –entre muchas otras cosas– fijar el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Sin embargo, aunque planteó la necesidad de que el feminismo esté inserto en su realidad política y social, no incluyó la discusión sobre las desigualdades raciales que estructuraban esa realidad. De hecho, la académica recuerda que ni siquiera se mencionó la diversidad étnico-racial en el continente.
Cuatro décadas después, Viveros Vigoya –que tiene un máster en Estudios Latinoamericanos y fue directora de la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia– reconoce que la situación es distinta. Pero el proceso desde entonces fue lento y está en constante transformación.
La referente colombiana fue la oradora principal de la mesa que cerró las Jornadas de Debate Feminista organizadas este mes por Cotidiano Mujer y Encuentro de Feministas Diversas en Montevideo. La presentación, que fue transmitida en vivo de manera virtual, expuso las formas que fue adoptando el vínculo entre los feminismos de América Latina y las luchas antirracistas desde los años 80. Se tituló “Los feminismos latinoamericanos interpelados e incomodados por el racismo”.
La exposición estuvo dividida en tres momentos concretos: “la sororidad feminista latinoamericana y el silenciamiento del racismo”; “la eclosión de los feminismos surgidos de experiencias de etnicidad y racismo”; y “el giro antirracista de los feminismos latinoamericanos”.
La situación de las mujeres racializadas: una realidad aparte
En el primer tramo de la charla, Viveros Vigoya contó cómo surgió la temática étnico-racial en los encuentros feministas de América Latina y el Caribe. Recordó que los grupos de mujeres que emergieron en la región desde los años 70 buscaban principalmente “politizar esferas de la vida que antes se consideraban parte del mundo privado” para ampliar la definición y la forma tradicional de hacer política. Eso explica por qué cobraron protagonismo los debates sobre temas como el aborto, la sexualidad, la anticoncepción o, en general, la salud de las mujeres.
“Durante largo tiempo, la identidad étnico-racial se pensó como un asunto exclusivo de las mujeres negras o indígenas y como una identidad subordinada a la identidad de género”.
Aquel primer encuentro de feministas latinoamericanas y caribeñas en Bogotá recogió esa agenda. La académica dijo que en ese momento “algunas voces rechazaron la escasa asistencia de mujeres trabajadoras, campesinas y mujeres de escasos recursos, pero pocas mencionaron la ausencia de la temática étnico-racial en la agenda política del feminismo”. “Durante largo tiempo, la identidad étnico-racial se pensó como un asunto exclusivo de las mujeres negras o indígenas y como una identidad subordinada a la identidad de género, que fue percibida y además emitida como la identidad prioritaria de las mujeres”, cuestionó.
El escenario era diferente en Brasil, donde el pensamiento feminista que surgió en los años 70 y 80 ya incluía la articulación entre clase, género y raza para explicar las desigualdades. Viveros Vigoya nombró el texto Racismo y sexismo en la cultura brasileña, de Lélia González, publicado en 1984, como “uno de los trabajos emblemáticos” en este terreno, ya que puso en el centro del análisis “el hecho de que las mujeres negras brasileñas sufrieron discriminación racial, social y sexual”.
La colombiana consideró que este aporte puede entenderse como un “precursor latinoamericano del análisis interseccional” y destacó el concepto de “amerifricanidad” introducido por González, “que busca tomar distancia de la idea subyacente de aquel nombre ‘América Latina’, una denominación que subraya la naturaleza de la región, es decir sus vínculos con Europa, y oculta o ignora la participación de los pueblos originarios y de origen africano en su conformación”.
Viveros Vigoya señaló que la “negligencia” del feminismo latinoamericano en relación con el racismo tuvo que ver con la “ideología del mestizaje” que prevaleció en la región hasta los años 90, y con el origen social y étnico-racial de la mayoría de las militantes feministas que cobraron importancia en esos años. “El movimiento feminista, al igual que muchos movimientos sociales en América Latina, fue configurado con prejuicios raciales que permearon tanto las relaciones interpersonales entre militantes como su agenda estratégica”, dijo la antropóloga, “y resultó más cómodo negar el racismo que podía existir en sus filas que problematizarlo, adoptar una actitud defensiva o enfrentarlo”.
Recién a partir de 1990, gracias a las feministas negras que asistieron a esos primeros encuentros, empezó a imponerse la necesidad de generar instancias para hablar de las especificidades del cruce entre raza, clase y género. El 19 de julio de 1992 marcó un mojón inicial, cuando 350 mujeres negras de 32 países se reunieron en República Dominicana para celebrar el Primer Encuentro de Mujeres Negras de América Latina y el Caribe. Ese espacio “permitió generar una agenda propia que puso de relieve las desigualdades que había en la región y la devaluación de los aportes de las mujeres negras a la conformación de las sociedades latinoamericanas”. Durante ese encuentro se creó la Red de Mujeres Afrolatinoamericanas y Afrocaribeñas, que está activa desde entonces.
Al año siguiente, la cuestión racial se volvió a dejar a un lado durante el sexto Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, organizado en El Salvador. Las mujeres indígenas y negras, ya más organizadas, lucharon por situarla en el centro de la agenda, y en el encuentro siguiente lideraron un taller sobre “el lado oscuro y discriminado del feminismo en el ser y hacer feminista”.
Durante la misma década, los movimientos étnico-raciales impulsaron demandas culturales y políticas que derivaron en reformas del Estado para reconocer el carácter multicultural de muchos países latinoamericanos. En ese nuevo contexto, explicó Viveros Vigoya, surgieron movimientos de mujeres construidos desde la defensa y la consolidación de una pertenencia étnica específica (indígena y afro, entre otras) “para los cuales apelar a la política de identidad fue un acto político de resistencia y algunas veces de transformación de la sociedad”.
Organizar las experiencias de etnicidad y racismo
Para profundizar en esta “eclosión” de organizaciones de mujeres indígenas y negras a partir de los años 90, Viveros Vigoya se refirió específicamente al caso colombiano.
La académica dijo que, en Colombia, muchos de esos movimientos encontraron en este proceso “la posibilidad de desarrollar un discurso y una práctica política con un enfoque de género situado étnico-racialmente”. Así, defendieron el reconocimiento de sus propias historias y la particularidad de sus experiencias de sexismo como mujeres negras o indígenas.
En materia de las demandas, hubo dos grandes posiciones. Algunas organizaciones “no formularon demandas de género e incluso, en ciertos casos, su lugar en relación con la transmisión de la lengua y la cultura reforzó su posición de subordinación como mujeres”. Por el contrario, otras “desarrollaron un discurso político y una práctica de género situados culturalmente, buscando conciliar una activa participación en la construcción de proyectos autonómicos con la tarea de transformar al interior de sus propias comunidades aquellos elementos de la tradición que consideraron opresivos y excluyentes para las mujeres”.
Al mismo tiempo que planteaban sus luchas, tanto el movimiento de mujeres indígena como el afro manifestaron reservas frente al feminismo, que era percibido como una “intromisión” en sus asuntos, “ya fuera que llegara a través de instituciones, de organizaciones no gubernamentales o de investigadoras e investigadores intelectuales”.
Viveros Vigoya aclaró que aunque el “giro multicultural” abrió espacios en América Latina para reconocer la diversidad cultural y los derechos de las poblaciones y las mujeres indígenas, el movimiento de mujeres negras prestó menos atención a las cuestiones de racismo y desigualdad racial, con excepción de lo que sucedió en Brasil, y se focalizó “en la defensa de sus territorios y en las búsquedas de reconocimiento cultural, abandonando en cierta medida las problemáticas laborales, educativas, de salud y de vivienda de la población negra urbana”.
Esto empezó a cambiar recién en la última década, debido a “las deficiencias políticas y la falta de autonomía del proyecto estatal multicultural”, “la regresión de los procesos y logros sociales y políticos que se habían obtenido en el marco del multiculturalismo”, y también “por la exacerbación de las desigualdades sociales y raciales y la violencia, que están ligadas al proyecto neoliberal”. Para la antropóloga, “el fracaso del proyecto multicultural renovó el interés público en la región por la temática del racismo, con repercusiones en la militancia antirracista de muchos movimientos sociales, incluidos los feminismos”.
El giro antirracista de los feminismos
En esa nueva coyuntura, “las ideas feministas latinoamericanas se han acumulado de manera más clara a la crítica del racismo, entre otras razones por la rápida circulación de una gran aceptación de la perspectiva interseccional”, aseguró Viveros Vigoya.
De acuerdo con la académica, la perspectiva interseccional latinoamericana busca el reconocimiento epistémico y político de las diferentes formas de conocer y vivir, que entiende la dominación patriarcal como “un modo de opresión vinculado inextricablemente a los procesos de modernidad y colonialidad y, por ende, a la producción de la raza y la clase como categorías clasificatorias”.
Por otra parte, dijo que es clave integrar al análisis el concepto de “blanquitud”, un tipo de “ordenamiento racial moderno” que funciona como “referente universal” a partir del cual se evalúa el resto de las designaciones de civilización, cultura e identidad. “Hablar de blanquitud en América Latina permitirá asignarle a cada una y a cada uno un lugar en las relaciones que establece el racismo y enfatizar su importancia para las vidas y las identidades de las personas en su conjunto. Igualmente posibilitará responder preguntas sobre cuáles son los procesos sociales mediante los cuales las mujeres y los hombres de élite son creados como agentes sociales que reproducen el racismo”, aseguró. “De esta manera podremos entender que la experiencia de la dominación de las mujeres de clase media en América Latina ejemplifica el entrecruzamiento de las categorías de sexo, clase y raza tanto como la de las mujeres racializadas”.
“La lucha feminista se ha transversalizado gracias a la teoría interseccional”.
Esa comprensión de las opresiones de clase, género, sexualidad, etnicidad y raza como un entramado indisociable y la necesidad de combatirlas conjuntamente, agregó la antropóloga, “es un punto de encuentro clave para muchas de las propuestas políticas feministas actuales”. En esa línea, “la lucha feminista se ha transversalizado gracias a la teoría interseccional”.
Por eso, hoy los feminismos se expresan en una pluralidad de proyectos “que relacionan la justicia social con la democracia de género, la sobrevivencia en los espacios urbanos y rurales con la oposición a modelos de desarrollo extractivista, el respeto por las identidades de género y sexuales no normativas con la defensa de la vida de líderes y lideresas sociales, la protección del territorio con la búsqueda de encuentro”.
También por eso, para las mujeres indígenas y negras que participan en movimientos feministas “las exigencias de justicia de género nunca están desligadas de la desigualdades sociales, económicas y raciales” ni pierden de vista “estos vínculos que entretejen pobreza, racismo y sexismo”.
Antes de terminar la exposición, Viveros Vigoya advirtió sobre la amenaza del “resurgimiento de un patriarcado blanco, misógino, homófobo y racista” para los derechos de mujeres, disidencias y grupos étnico-raciales en varios países. “Clase, sexo y raza son los ejes que articulan el laboratorio neoliberal e interseccional que ha sido puesto en marcha por gobiernos populistas como el de [el presidente de Brasil] Jair Bolsonaro”, alertó. Y mencionó el asesinato en 2018 de la concejala brasileña Marielle Franco –mujer negra, feminista, lesbiana, defensora de derechos humanos– como “el símbolo trágico de esta aplanada que ha buscado desdibujar la intención emancipadora de la interseccionalidad”.
“Este panorama adverso señala que las luchas feministas ya no pueden estar sólo centradas en el género ni hacerse sólo entre mujeres, sino que requieren comprender el carácter multidimensional, complejo e intrincado de la opresión y buscar múltiples alianzas”, aseguró la antropóloga. Al mismo tiempo, “plantea la necesidad de articular las luchas que están librando los feminismos nacidos de distintas experiencias, en sus diferentes contextos, y fortalecer la red de solidaridad”.