“Es un testimonio vivo de la amplitud y la fuerza de los estudios feministas en la región”, expresó Niki Johnson, cocoordinadora del Centro de Estudios Interdisciplinarios Feministas (Ceifem) de la Universidad de la República, ante un Paraninfo colmado de personas que aguardaban el inicio del primer Congreso Latinoamericano de Estudios Feministas del Sur, “In[ter]disciplinadæs”, organizado por el Ceifem esta semana.
La conferencia de apertura estuvo a cargo de la profesora del Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad de Brasilia y politóloga especializada en estudios de género Flávia Biroli, quien, bajo el título “El futuro de las democracias: una mirada feminista desde el Sur”, habló sobre los efectos de los feminismos latinoamericanos en los procesos de construcción democrática de la región y el orden sociopolítico que el movimiento desafía en la actualidad.
La primera parte de su intervención estuvo dedicada a los legados de las luchas feministas en América Latina con el objetivo de reconocer sus impactos concretos en la calidad y el alcance de nuestras democracias. En ese sentido, reconoció tres “líneas de fuerza” que identifican al pensamiento feminista en relación con otros campos de reflexión crítica y que atraviesan diferentes abordajes en el campo de los estudios de género.
El vínculo entre lo público y lo privado
La primera línea de fuerza plantea que “las fronteras entre lo público y lo privado son porosas y que la democracia debe responder en ambos ámbitos”. Biroli señaló que leyes y decisiones presupuestarias, usualmente ubicadas en el terreno “característicamente político”, inciden de forma directa en las alternativas de las personas en su vida cotidiana. Un ejemplo son las políticas de cuidado, cuya existencia o ausencia “están en la base” de decisiones consideradas privadas y que afectan de forma desigual a las mujeres. Y aunque históricamente el cuidado fue entendido como un asunto personal, sus efectos sobre la reproducción social, la organización colectiva y los patrones de justicia muestran que no es así.
Para la politóloga, al desafiar las formas patriarcales de organización, los feminismos ensancharon el campo de lo político. Al colocar “los cuerpos, los afectos y el trabajo doméstico y de cuidado en el debate público”, forzaron una revisión del rol del Estado y de los límites de lo aceptable en una sociedad democrática.
Sin embargo, esa ampliación de lo político también complejizó el vínculo entre el movimiento feminista y el Estado porque, según qué experiencias y necesidades se vuelvan visibles, las demandas pueden orientarse a ampliar o limitar la intervención estatal. Por eso, explicó la investigadora, la relación entre el movimiento feminista y los estados en América Latina está marcada por “paradojas” que se expresan en denuncias al Estado como violador de los derechos de las mujeres –sobre todo de las pobres, indígenas, negras y percibidas como sexualmente disidentes– y, al mismo tiempo, en demandas para que el Estado garantice esos derechos. Para la politóloga, dos ejemplos “emblemáticos” de estas tensiones son las luchas contra la violencia basada en género y por el derecho al aborto.
En el caso de la violencia de género, Biroli destacó el rol de los feminismos latinoamericanos en el impulso de leyes integrales y, al mismo tiempo, su papel en demandar una respuesta del Estado frente a esas violencias y exigir su transformación para que esté en condiciones reales de garantizar derechos.
En cuanto al aborto, “históricamente tratado como un problema moral, religioso o de salud pública”, señaló que los feminismos en la región lo redefinieron como “un problema de justicia reproductiva, de democracia, de ciudadanía”. Eso implicó no sólo cuestionar la legislación punitiva que criminaliza a las mujeres y a quienes trabajan en el sistema de salud, sino también “las estructuras que restringen la autonomía corporal, perpetúan las desigualdades socioeconómicas y raciales en el acceso a servicios de salud e imponen proyectos de maternidad obligatoria, especialmente sobre los cuerpos de mujeres pobres, negras, indígenas y muy jóvenes”.
Desigualdades múltiples y mujeres voceras
La segunda línea de fuerza que presentó Biroli señala que “las desigualdades, en su multidimensionalidad, son realidades y métricas ineludibles para evaluar el grado y la calidad de las democracias”. Desde una perspectiva feminista, la democracia no se sostiene “a pesar de las desigualdades”, sino que estas revelan sus déficits, sus promesas incumplidas y su propia ambivalencia, planteó.
Biroli apuntó que ya en la década del 70 activistas y académicas de la región hablaban de la “opresión conjugada de raza, clase y género y de sus efectos”. “El pensamiento y el activismo feminista latinoamericano fue interseccional mucho antes de que se adoptara el término”, subrayó, y señaló que este encuadre tuvo un impacto en políticas públicas no dirigidas directamente a mujeres.
Dentro de esta línea de fuerza, también destacó los aportes feministas en la representación política de las mujeres en los espacios de decisión y en la incidencia en las reglas electorales a través de la implementación de cuotas, que modificaron la correlación entre votos y resultados.
La tercera línea apunta a la centralidad de las experiencias de las mujeres. “La exclusión y marginalización de las mujeres exponen fallas de las democracias”, sostuvo. Pensar las democracias desde una perspectiva feminista también implica tomar como punto de partida sus vivencias, preocupaciones y necesidades “vocalizadas por ellas mismas”.
Para eso, es imprescindible garantizar su participación en todos los espacios donde se debaten y deciden asuntos que afectan a la comunidad. Biroli señaló que esto supone “validar como problema político lo que ocurre en la esfera privada, doméstica e íntima (línea de fuerza uno) y escuchar a las mujeres desde los márgenes, partiendo de las desigualdades y diferencias, sin tomar a un grupo de mujeres como si fueran todas las mujeres (línea de fuerza dos)”.
Al pensar en los feminismos latinoamericanos, esta orientación epistemológica se vincula con un énfasis en la “interdependencia” y las “solidaridades locales”, agregó. En este sentido, mencionó las políticas nacionales de cuidado desarrolladas en varios países de la región, con Uruguay como pionero, y las luchas de feministas indígenas que subrayan la relación entre cuerpo y territorialidad, como las mujeres amazónicas y rurales.
¿Qué orden sociopolítico desafiamos?
A fines de la década del 90 y comienzos de los 2000, la región atravesó una oleada de triunfos electorales de fuerzas progresistas que puso fin a décadas de hegemonía neoliberal. Ese nuevo escenario abrió nuevas oportunidades para que las fuerzas democratizantes volvieran a disputar el Estado y ampliaran sus márgenes de acción, aunque ese impulso no estuvo libre de “obstáculos y ambivalencias”, advirtió Biroli.
A pesar de las transformaciones posibles, durante los gobiernos de izquierda persistieron factores heredados como instituciones patriarcales, el peso de actores religiosos conservadores y los límites del neoliberalismo, que mantuvieron relaciones de poder asimétricas y facilitaron el avance antifeminista. “Sin embargo, sus configuraciones y su intensidad cambiaron en el ciclo más reciente, que ya no podemos caracterizar como de expansión democrática, sino de desdemocratización”, señaló.
Para Biroli, uno de los desafíos centrales es el avance de la “ideología de género como articulador político transnacional”. Explicó que se trata de un “marco movilizador” que reúne a actores conservadores diversos, muchos de ellos antes competidores. Si en el “ciclo anterior” la oposición religiosa conservadora se concentraba en temas puntuales como aborto, educación sexual o matrimonio igualitario, hoy la “ideología de género” funciona como un paraguas que conecta esas resistencias y las orienta hacia proyectos políticos convergentes.
El segundo punto que destacó la académica es el “encuadramiento anticolonial y antielitista”, que caracterizó como una “inversión estratégica” en la que movimientos conservadores se apropian del “lenguaje emancipatorio para legitimar jerarquías que presentan como naturales”. Desde ahí, construyen la idea de una “mayoría nacional” amenazada por minorías peligrosas y la política feminista es presentada como una agenda extranjera, con carácter transnacional, elitista y ajena a los intereses sociales.
Otro de los elementos centrales que señaló Biroli es “la captura del Estado y el desmantelamiento sistemático de las políticas de igualdad” en los países donde la extrema derecha llegó al gobierno. Mencionó como ejemplos al presidente de Argentina, Javier Milei, y al expresidente de Brasil Jair Bolsonaro. La investigadora sostuvo que estas fuerzas políticas operan a través de la deslegitimación discursiva y el “reencuadramiento” de políticas de género. A su vez, subrayó que no se trata sólo de “resistencias u obstrucciones” a las agendas feministas, sino “del uso deliberado del poder estatal para prevenir o revertir conquistas institucionales feministas” y, en un sentido más amplio, erosionar la democracia.