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Instalación de arte interactiva de Lorenzo y Simona Perrone, creadores de LibriBianchi, titulada “Sólo la cultura puede detener la guerra”, en la Piazza Reale de Milán, Italia, el 23 de febrero.

Foto: Piero Cruciatti, AFP

El complejo militar-intelectual

8 minutos de lectura
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Los que eligen la guerra que conviene pelear.

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La guerra en Ucrania muestra una vez más el rol central atribuido por los medios al complejo militar-intelectual. “¿Qué hará Putin?”, “¿Está enfermo?”: preguntas planteadas una y otra vez a “expertos” que poco saben del tema y alimentan continuamente el belicismo. La inflación semántica lleva décadas demonizando y santificando bandos en conflicto.

Domingo 1º de abril de 2018. La guerra civil hace estragos en Libia desde el derrocamiento de Muamar al Gadafi. En gira promocional para su libro La guerre sans l’aimer (“La guerra sin quererla”), Bernard-Henri Lévy se expresa ese día en France Inter sobre la intervención occidental: “Mejor si algo tuve que ver”. La afirmación traduce la triple ambigüedad de su autor: belicista pero no combatiente; propagandista del intervencionismo occidental en “guerras justas” incluso si el remedio resulta peor que la enfermedad; impermeabilidad a la crítica –al punto de que se podría hablar de “intelectual de teflón”– sobre el cual los desmentidos resbalan sin pegarse. Por su longevidad y su peso mediático, BHL (como se conoce en Francia a este filósofo crítico con el Mayo del 68) no es sino la parte más visible de una nebulosa de pensadores neoconservadores, expertos, universitarios, humanitarios, personalidades políticas, militantes comunitarios, periodistas y, más recientemente, militares jubilados que cumplen un rol clave en los medios de comunicación en el desencadenamiento de los conflictos contemporáneos: elegir la guerra que conviene llevar a cabo, designar al “malo”, interpelar al político para denunciar la inacción occidental, demostrar la “pertinencia” de ciertas causas ignorando a la vez su dimensión estratégica.1 Este complejo militar-intelectual ocupa un lugar creciente en los debates estratégicos desde hace unos treinta años.

Su ascenso se benefició del triple sismo de los años 1980 y 1990. En primer lugar, la muerte del tercermundismo que ponía sus esperanzas revolucionarias en las élites recién nacidas de la descolonización y, de manera más general, de los países del sur. Luego, la necrosis mortal de la Unión Soviética (la Catastroika en 1991) y la conversión capitalista de China borraron del mapa a los dos grandes contramodelos que cuestionaban la sociedad de mercado. Por último, la victoria relámpago de la Guerra del Golfo en enero de 1991: menos de 120 horas de operaciones en el terreno le bastaron al Ejército estadounidense y a sus aliados para acabar con el que era presentado como el cuarto ejército mundial (nadie supo nunca cuál era el tercero).

Este acontecimiento de alcance planetario confirma la superioridad absoluta de los ejércitos occidentales e instala el espectáculo de la guerra difundido en directo por los canales de información que se multiplican en ese entonces como un arma táctica de primerísimo orden. Para las grandes potencias, la mediatización se revela como la herramienta indispensable para salir del anonimato y concentrar la atención universal sobre una crisis entre las cien que se desarrollan simultáneamente en la Tierra. Es tarea de los intelectuales y expertos elegir un conflicto a desarrollar y, una vez desencadenadas las operaciones, elevarlo al rango de “buena guerra”. Y satanizar al enemigo por medio de imágenes simples y comparaciones comprensibles: el “Milosevic” de Sudán (Omar al Bashir), los “combatientes de la libertad” para los muyahidines afganos, el “carnicero de Damasco” (Bashar al Assad)... También se trata de dar a conocer o darle credibilidad al o a los dirigentes de los bandos del bien: el comandante Masud en Afganistán, Alija Izetbegovic en Bosnia, el Consejo Nacional de Transición libio.

La interpelación de los responsables siempre se opera con la misma argumentación: “No podemos no...”, proferido con un tono serio simultáneamente en las redes sociales y (para el caso francés) en el estudio de uno de los cuatro canales de información continua con los que cuenta Francia (LCI, CNews, BFM, France Info).2 Su multiplicación desde el lanzamiento de LCI en 1994 creó una formidable aspiradora mediática para una variedad de especialistas conocidos por su notoriedad: es la aparición en la televisión la que hace al experto, más que el conocimiento del tema. En vistas de todos aquellos que desfilan ante las cámaras desde el inicio de la invasión rusa, Francia no sabía que contaba con tantos ucraniólogos...

A diferencia de sus grandes ancestros (André Malraux o Régis Debray), los intelectuales mediáticos rechazan tomar las armas. A un corresponsal que le hizo la observación en Twitter (27 de febrero) de que “Ernest Hemingway y Georges Orwell habían cambiado sus máquinas de escribir por un fusil”, el filósofo Raphaël Enthoven contestó: “Una guerra se gana cuando cada uno está en su mejor lugar y yo soy (lamentablemente) más eficaz con un teclado que con una ametralladora”. Su desconocimiento de los asuntos militares es equivalente a su convicción de ser finos estrategas: un general, exjefe de Estado Mayor de la Fuerza Aérea, le relató al autor de estas líneas cómo Bernard-Henri Lévy le había explicado cuál era el camino a seguir en Libia (¡ese militar había enfrentado a las fuerzas libias en la Franja de Auzú en Chad!).

También, contrariamente a sus predecesores, los actores del complejo militar-intelectual se dedican menos a popularizar su concepción del mundo que a denunciar horrores: “Una masacre, un genocidio, una violación flagrante de los derechos humanos, si somos alertados sobre esto, si tenemos los medios para impedirlo y no hacemos nada; entonces perdemos el alma. De eso se trata, la injerencia” (L’Express, 9 de noviembre de 2011). Bernard-Henri Lévy, el autor de esta declaración, anunció al menos cuatro genocidios –en Nigeria, en Kosovo, en Darfur, en Libia–. Pero esta inquietud moral de la inmediatez da pie a operaciones de intoxicación. La falsa fosa común de Timisoara (diciembre de 1990), durante la revolución rumana, muestra hasta qué punto se manipulan las emociones para apresurar la caída de un régimen, favorecer un separatismo, legitimar una intervención. Así, la mediatización de una masacre (real o imaginaria) que obliga a los dirigentes internacionales a actuar precipitadamente se convirtió en una figura recurrente de las guerras modernas: el bombardeo del mercado de Sarajevo en agosto de 1995 que desencadena la intervención aérea en Bosnia; la matanza en el mercado de Racak en Kosovo en enero de 1999 (probablemente un montaje) que precipita la guerra de la Organización del Tratado del Atlántico Norte contra Yugoslavia. Por el contrario, una masacre invisible en la televisión no indigna a nadie. Durante la invasión estadounidense de Panamá en diciembre de 1989, contemporánea de la revolución rumana, el Ejército estadounidense les prohibió a los periodistas filmar las escenas de guerra, en un conflicto que causó dos veces más muertos (alrededor de 2.000, en su mayoría civiles) que la caída de Nicolae Ceausescu. Y nadie habló de “genocidio panameño” ni de “fosas comunes” como sí se habló en el caso de Rumania... El ocultamiento de la guerra saudí en Yemen desde 2015, un conflicto no elegido por el complejo militar-intelectual como digno de compromiso, ilustra perfectamente los límites ideológicos de la postura moral.

A este polo más visible del complejo militar-intelectual dominado por prominentes personalidades, se opone el mundo menos visible de los “buzones de sugerencias”. El paisaje francés de las fundaciones estratégicas3 está dominado por el Instituto Francés de Relaciones Internacionales (IFRI), creado en 1979 por Thierry de Montbrial, economista liberal y atlantista. Publica folletos, el anuario Ramses y la revista Politique étrangère. De menor tamaño, el Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS) fue fundado en 1991 por Pascal Boniface, exasesor de los ministros socialistas de Defensa y del Interior. Edita la Revue Internationale et Stratégique (trimestral) y L’Année Stratégique. Si bien la Fundación para la Investigación Estratégica (FRS), ampliamente financiada por el Estado, sigue una orientación francamente atlantista, el único think tank francés abiertamente neoconservador no tuvo más que una breve existencia: el Cercle de l’Oratoire, creado poco tiempo después de los atentados del 11 de setiembre de 2001 (11-S), publicó la revista Le Meilleur des Mondes que contaba entre sus autores a André Glucksmann, Thérèse Delpech, Pascal Bruckner, Romain Goupil, etcétera.

Pero, desde la Guerra Fría, la prospectiva estratégica es ampliamente estadounidense. Estados Unidos cuenta con el mayor número de think tanks, seguido por China.4 Cada cuatro años, el National Intelligence Council (NIC), que supervisa las diecisiete agencias de inteligencia, produce un informe sobre el mundo dentro de quince a veinte años, recibido con el mayor de los intereses por la comunidad estratégica mundial.

La Catastroika dejó en su estela a esta enorme maquinaria intelectual en estado de ingravidez. Desocupada, se dedicó a algunas predicciones dramáticas que es interesante recordar treinta años después. El concepto de “choque de civilizaciones”,5 popularizado por Samuel Huntington en 1996, dio lugar a un debate global (el libro del mismo título fue objeto de treinta y cinco traducciones). El autor funda sus análisis sobre la existencia de grandes áreas culturales y religiosas y, obviamente, señala a las zonas musulmana y asiática como estructuralmente amenazantes. En 2004, el geoestratega Thomas Barnett6 relacionaba globalización y estabilidad: todas las amenazas provenían de una especie de terra barbaris formada por los países no conectados a la globalización. Dejaba de lado a Arabia Saudita, país aliado y miembro de pleno derecho de la economía-mundo, del que surgieron los terroristas del 11-S. De hecho, los equipos republicanos que llegan al poder en 2000 no le dan una gran importancia a la amenaza de Al Qaeda.

La actividad principal de esas instituciones fue durante mucho tiempo la sovietología, disciplina austera que mantuvo largamente ocupadas a las revistas de política exterior estadounidenses.7 Foreign Affairs (1922), del Consejo para las Relaciones Internacionales (CFR), preconizaba una mayor implicación internacional de Estados Unidos contra la tendencia aislacionista triunfante de la época. Se convirtió rápidamente en una referencia sobre la Guerra Fría tras el artículo de 1947 de George Kennan sobre la contención (containment). A partir de 1970 sufrió la competencia de Foreign Policy, editada por el Fondo Carnegie para la Paz Internacional. The National Interest, fundada en 1985 por el neoconservador Irving Kristol, aboga por una política de poder fundada sobre el interés nacional. La difusión de Foreign Affairs es de alrededor de doscientos mil ejemplares, la de Foreign Policy de treinta y cinco mil, mientras que se venden entre cinco y ocho mil números de The National Interest. Su influencia se mide por la reproducción de sus argumentos en los medios masivos.

Este importante aparato de comunicación y de publicación internacional erige a los expertos estadounidenses en mercaderes de estrategia capaces de pensar el mundo para todo el mundo: la RAND, el Carnegie o la Brookings disponen de sucursales en Europa, en los países del Golfo y en China, y sus invitaciones a investigadores y diplomáticos extranjeros a veces son consideradas por los elegidos como una forma de santificación. Estas especificidades estadounidenses suscitaron un fetichismo hacia la forma anglosajona del think tank.8 A menudo, los investigadores europeos buscan la opinión de los estadounidenses acerca de una amenaza en vez de conversar directamente con los países a los que les compete el tema.

Tanto en Estados Unidos como en Europa, los “expertos” cumplen un rol esencial para nombrar la amenaza y, gracias a su prestigio social, para calificarla “científicamente”. Después del 11-S, la inflación semántica explotó, sostenida por una generación espontánea de expertos “internacionales”, presidentes de observatorios o de diversos centros o “expertos en inteligencia”, que predijeron una ola de atentados químicos, nucleares o bacteriológicos. Un año después del 11-S, sesenta y nueve títulos de obras en francés contenían el término “terrorista” y doce el nombre de “Ben Laden”. En Estados Unidos, se contaron ciento cuarenta títulos entre los cuales uno publicado... 19 días después de los atentados.

La operación de Al Qaeda en Estados Unidos incitó a ciertos expertos a una rápida reconversión. A la politóloga Thérèse Delpech, exdirectora de asuntos estratégicos del Comisariado de la Energía Atómica, se le encomienda, desde 2002, un estudio sobre “El terrorismo internacional y Europa”9 en el cual prevé, con la mayor seriedad, un terrorismo nuclear del que conoce perfectamente las dificultades de ejecución, pero que presenta la ventaja de llamar la atención. Por el contrario, apenas hace alusión al atentado con ántrax que golpea Nueva York poco después del ataque al World Trade Center –el veneno provenía de un laboratorio militar estadounidense–. Dos décadas después, sus previsiones sobre los riesgos de proliferación en el Medio Oriente árabe resultaron erróneas...

Pierre Conesa, ex alto funcionario francés, autor de la obra Vendre la guerre. Le complexe militaro-intellectuel, Éditions de l’Aube, mayo de 2022, del que este texto toma ciertos elementos. Traducción: Micaela Houston.


  1. Fabrice Weissman (dir.), À l’ombre des guerres justes; l’ordre international cannibale et l’action humanitaire, Flammarion, París, 2003. 

  2. Sophie Eustache, “Absence d’enquêtes et bagarres de plateau, les recettes de l’information en continu”, Le Monde diplomatique, París, abril de 2021. 

  3. Matthieu Chillaud, Les études stratégiques en France sous la Ve République; approche historiographique et analyse prosopographique, L’Harmattan, París, 2020. 

  4. Thierry Kellner, Thomas Bondiguel, “Chine: L’impact des think tanks chinois spécialisés en relations internationales sur la politique étrangère de Pékin”, diploweb.com, 9/6/10. 

  5. Samuel Huntington, El choque de civilizaciones, Paidós, Barcelona, 1997. 

  6. Thomas PM Barnett, The Pentagon’s new map; war and peace in the twenty-first century, Putman Publishing Group, Nueva York, 2004. 

  7. Renaud Corbeil, “L’influence des revues specialisées sur la pensée politique américaine à la fin de la guerre froide: la déconstruction de l’ennemi soviétique, 1987-1993”, en Bulletin d’histoire politique, Montreal, Vol. 28, Nº 1, otoño boreal de 2019. 

  8. Stéphane Cadiou, “Savoirs et action publique : un mariage de raison? L’expertise en chantier”, Horizons stratégiques, París, Nº 1, primavera boreal de 2006. 

  9. Thérèse Delpech, “Le terrorisme international et l’Europe”, Cahiers de Chaillot, París, Nº 56, diciembre de 2002. 

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