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Foto: Sin datos de autor / Universidad de Brasilia

Aceptación de la incerteza

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La contratapa de este número, como es habitual, tiene el cuestionario inspirado en la obra de Eduardo Galeano. En este caso lo responde la pensadora feminista Rita Segato. Al contestarlo, sin embargo, amplió sus observaciones de tal modo que, para no perder la riqueza de su pensamiento, se hace necesaria esta posdata a la mayor parte de sus respuestas. Una excepción que algún día puede convertirse en regla.

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¿Qué le hace reír sin parar?

A medida que el tiempo va pasando, y yo voy envejeciendo, me estoy volviendo muy comediante, me río mucho más que cuando era más joven. A veces me río de una frase mía que suelo repetir: sería cómico si no fuera trágico. Entonces hay opciones muy trágicas, como una, por ejemplo, que estamos viendo en este mismo instante en Argentina. Que es política concreta, es lo que estaba viendo en la televisión hace un minuto Patricia Bullrich uniéndose a quien la insultó de la peor forma: Javier Milei. Me dio mucha risa. Hace algunos años, cuando comencé a volver a Argentina, después de 44 años de haber estado yendo y viniendo, pero fuera de Argentina, entonces, cuando empecé a volver, la Universidad de San Martín me ofreció una cátedra. Una noche estaba cenando con amigos y me llaman de la Universidad para preguntarme qué nombre le pondríamos a la cátedra, y a mí no se me ocurría nada. Entonces un periodista argentino, Reynaldo Sietecase, grita desde el otro extremo de la mesa: “Cátedra Rita Segato de pensamiento incómodo”. Al principio me ofendí “¿Por qué decís así?”, le dije. “Porque cuando vos pensás, molestás”, me contestó. Y esa fue una vez que me reí mucho, mucho, mucho. Después de que se me fue la ofensa, me reí.

¿Y llorar?

En este momento he llorado muchísimo por Gaza, por ejemplo. Por la indefensión del pueblo palestino. Lloro mucho también por los animalitos, por la crueldad. La crueldad es un tema que me persigue y me hace llorar, siempre.

¿Qué sueño recuerda con más intensidad?

Me pasó algo antes de ayer [la entrevista se hizo el 24 de octubre]. Acá, en este lugar donde estoy en Jujuy, en la quebrada de Humahuaca, se duerme la siesta. El día de la primera vuelta de las elecciones argentinas me acosté después del almuerzo y dormí una siesta. Me acosté con una gran preocupación porque realmente todo indicaba, o muchas cosas indicaban, que el candidato enloquecido, furioso, maligno, vende patria, que es Javier Milei, iba a ganar ya desde entonces. Dormí muy profundamente, una siesta muy larga y en el medio de la siesta serían las cuatro de la tarde, una voz me dijo, ganó [Sergio] Massa. No fue un sueño realmente, no puedo entender qué pasó, pero cuando me desperté estaba convencida de que ese era el resultado de la elección, y ni siquiera habían empezado los cómputos. No sé cómo entra esto en una “entrevista Galeano”, pero creo que pasó algo que me pasa a veces, que es una conexión difícil de explicar, un poco telepática con la realidad. No es un sueño sino un extracto de realidad que [en ese momento] era verdadero.

¿En qué momento se sintió más viva?

Durante épocas muy difíciles de mi vida he tomado antidepresivos. Por ejemplo, en los últimos años de la vida de mi mamá. Más recientemente, cuando fue el impeachment a Dilma Rousseff, volví al psiquiatra porque me empecé a sentir muy confundida y deprimida. Entonces el psiquiatra me dijo algo que es realmente una clave de mi persona, dio en el clavo, me dijo que todo, absolutamente cualquier cosa que haga, la hago con total intensidad. Eso es exacto. Por eso me agoto de la forma en que me agoto. Cuando hago una cosa la hago entregándome completamente. Entonces esa pregunta, a mí lo que me hace responderle es esto: siempre estoy en la plenitud de mí cuando hago algo.

¿Qué cocina para sus amigos?

Estando en Caracas, en ese momento me había ido de Argentina y estaba en Venezuela, era 1975, fui al mercado por primera vez. Entro a la parte de verduras, agarro una cosa que era verde, era una verdura evidentemente, la tomo en mis manos y le pregunto a alguien que estaba al lado mío: “Señora ¿cómo se prepara esto?”. Y la señora me dice: ¡pero es una lechuga! El día que yo me casé, en mi primer matrimonio, no sabía si un huevo frito se hacía con agua o con aceite. No lo sabía. Esa soy yo cocinando.

Un libro que no haya leído impunemente.

Hay autores y libros que me han afectado, me han modificado de cierta forma, aunque ya no leo mucha literatura. Antes lo hacía, pero ahora la vida real ha superado completamente a la literatura. Por ejemplo Desgracia [1999], de [J.M.] Coetzee, es un libro que yo creo, estoy convencida, está basado en la historia de mi profesor orientador. No pude nunca comprobarlo ya que no conozco a Coetzee, salvo una vez que me lo crucé en un evento de la Universidad de San Martín, pero es un hombre muy tímido y no se lo pude preguntar. Desgracia cuenta una historia muy trágica de un hombre en África del Sur que hace una infracción amorosa con relación al apartheid, que fue también lo que le ocurrió al profesor que me orientó, ya fallecido, un antropólogo social y psicólogo que vivió y trabajó muchos años en África del Sur y tiene una historia semejante, que afectó profundamente su vida. Como Coetzee es sudafricano y como esta historia, en el momento en que sucedió, salió en todos los diarios, porque mi profesor tuvo una relación con una mujer de color, con una mujer hindú en África del Sur, y tuvo que optar entre irse inmediatamente del país, al día siguiente, o abdicar de su posición antiapartheid, o sea, públicamente decir que él renegaba de su posición política antiapartheid. Este hombre no quería divorciarse, no quería dejar a su familia, que era una familia bóer, pero este caso amoroso le obligó a separarse de su familia y volverse a Inglaterra, que era su país de origen, con su amante, o sea, con la mujer con la que él había infraccionado, cometido ese delito antiapartheid. Eligió esto antes de abdicar de su posición política. Un problema político psicológico donde todas esas dimensiones de la vida se mezclan en una misma biografía. Creo que ahí está ese profesor, esa persona que conocí y que era un tipo muy bien sucedido, de la elite británica, pero que tenía ese caos íntimo que le había causado esa situación. Es esa imposibilidad de optar, ¿no? Y haber tenido que optar por una posición del bien, digamos. Ese libro, Desgracia, evoca para mí esa figura de este orientador y luego tiene una figura en el medio que después se transforma en un libro separado, Las vidas de los animales, que es una profesora con la cual me identifico totalmente. Una profesora que se vuelve bastante famosa y que es una especialista en la literatura británica del siglo XVII, pero cada vez que la invitan a hablar, a dar una conferencia, habla de lo que se le da la gana. Es un personaje maravilloso. Con Ricardo Piglia tengo mi identificación también, un autor que crea esos retratos de la Argentina que conmueven profundamente. El año pasado yo di clases en la Universidad Princeton, y él había sido profesor de Princeton algunos años, creo que durante 12 o 14 años. Y me contaron algo que también me conmovió, algo que está en la estela, digamos, de lo que son sus libros sobre el ambiente argentino, el ambiente porteño. Piglia iba a su última clase en Princeton, la última clase del año, y llegaba con la valija hecha, ponía la valija al lado de la silla, daba la última clase y partía al aeropuerto inmediatamente. Creo que eso habla de un arraigo, creo que en su novela Respiración artificial [1980], pero también en lo otro que he leído de él, con una forma de escribir absolutamente sofisticada, habla profundamente de un arraigo. Y el pobrecito cuando finalmente lo consiguió, se jubiló y volvió, se enfermó al poco tiempo y falleció.

Una música.

Cuando volvía a la Argentina después de tantos años, yo pasé unos 36 años, con una breve interrupción en el medio, sin volver a este lugar donde hoy vivo, que es Tilcara en la quebrada de Humahuaca. Entonces cuando volví después de esos 36 años, llego, era pleno verano, y voy, como todo el mundo acá, a una peña donde hay música. Ahí conozco a una cantante de folclore argentina, tucumana, llamada Adriana Tula, que hoy es mi gran amiga. Me ve, sabe algo de mi historia, de mi larga ausencia y de mi regreso a mi país y a este universo, al que llegué cuando yo tenía 14 años, porque yo era adolescente cuando conocí y elegí este espacio. Ve que vuelvo tantos años después y me canta una canción, una zamba de Eduardo Falú y Jaime Dávalos, que se llama “Las golondrinas” [1963]: “Vuela, vuela, vuela, golondrina, vuelve del más allá, vuelve desde el fondo del olvido, cruzando el cielo, cruzando el mar”. Es una letra que también me retrata completamente, ¿no? Ese volver desde el fondo del olvido al país de uno, al espacio que uno elige. Y ella, con esa sensibilidad que a veces tenemos las mujeres, las amigas a primera vista, identifica inmediatamente que esa es mi canción.

Alguien o algo que dejar arder en el fuego.

¿Hasta morir? ¿Hasta consumirse?

Hasta consumirse, hasta que no queden ni las cenizas.

Una gran amiga. Yo no he perdido, a lo largo de mi vida, amigos ni amigas. Todavía son muy pocos lo que se fueron porque partieron para la otra dimensión o lo que sea, pero he tenido el gran dolor de dejar arder hasta desaparecer a una amiga mía de la adolescencia. Eso no lo he hecho nunca en ninguna otra ocasión, pero al sentirme tan completamente incomprendida después de tantos años, ese fuego de amistad, yo creo que la amistad, como el amor, son pasiones, y en este momento lo que se me ocurre como respuesta es esta amiga, cuyo fuego de amistad se extinguió.

¿Con qué personaje histórico se tomaría un café?

Con San Martín. Él tenía dos o tres hermanitos, no me acuerdo cuántos eran los San Martines, una familia totalmente española. Y cuando él tenía, no sé si tres o cuatro años, era niñito y sus hermanos eran chiquitos también, se vuelven todos a España. Pero sólo uno después regresa [a América]. ¿Por qué? Porque no era blanco sino mestizo, porque San Martín tenía una madre indígena. Eso lo arraigaba y lo ataba a este territorio de una forma diferente. Ninguno de sus hermanos volvió, solamente él. A pesar de que era un oficial del ejército español, que luchó en las guerras contra los ejércitos napoleónicos, un día se vuelve. Yo lo interpreto de esa manera: el espejo. O sea: los cauces profundos de la raza latinoamericana.

¿Y con cuál se iría de copas?

Quizá en otro momento hubiera respondido diferente. Yo soy una persona convencida de que todas las revoluciones fracasaron, ninguna llegó a destino, y una de las cosas que intento analizar es por qué. Entonces todos esos héroes revolucionarios fracasaron, todos, sin excepción. Desde la Revolución francesa, que terminó en tres reinados. El fracaso de lo que llamamos revolución fue total. Entonces, ¿cómo se cambia la historia? Por caminos en los que no hay personajes históricos. Personajes que nos enseñen a intentar cambiar la historia de otra forma. Quizá sean mujeres.

¿Qué estatua quitaría para siempre?

La de [Julio Argentino] Roca. Para siempre. Es el elogio a la maldad, al error histórico. No sólo la destruiría, sino que le haría pis y caca encima. En cambio, la que más me gusta es la de Juana Azurduy, obra de Andrés Zerneri, frente al CCK, en Buenos Aires. Esa es mi estatua.

Galeano dijo que la receta perfecta del marxismo mágico es mitad razón, mitad pasión y una tercera mitad de misterio. ¿Qué tres personajes combinaría usted para sus propias ideas?

Además de María Galindo, una feminista que admiro sin reserva, Aníbal Quijano. Porque para mí es el pensador, no sólo el sociólogo, sino el pensador más importante. Como fui muy amiga de él en los últimos diez años de su vida, he sentido como que él fue una autorización para mi manera de estar. Porque nuestras universidades son totalmente eurocéntricas y nos enseñan a internalizar conceptos, categorías que se generaron en otro lugar. El profesor es un pequeño rey de ese pequeño reino que es la sala de aula, donde no nos va a enseñar que se puede pensar como uno quiera. Al encontrarlo a él, de alguna manera hubo una autorización para ser la Rita Segato que hoy soy, algo que siempre es necesario en la persona. A partir de ese momento yo me sentí mucho más libre para transitar las ideas y generar vocabulario, que es lo que yo hago en realidad, dar nombres, nombrar. Cuando el nombre que uno da le parece útil a la gente, lo va a usar para defender lo que tiene que ser defendido y para luchar contra lo que debe ser extinto. Entonces, esa libertad de nombrar, de poner un nombre que no existe, yo creo que me viene desde esa figura que lo ha hecho también.

¿Qué pecado prefiere?

Voy a decir el que no prefiero, el peor y que es un mal de nuestro tiempo: la envidia. Es un mal muy, muy tremendo la envidia. El menos maléfico es la pereza. Porque la pereza es una forma de insurrección también contra el productivismo, contra la competitividad. Contra todo eso nos insurgimos con la pereza.

¿Qué le diría a Dios?

Que no sea tan egoísta. Ahí tengo una reflexión enorme que tiene que ver inclusive con el vivir aquí, donde hay un monoteísmo, con las iglesias coloniales, las procesiones a las vírgenes, etcétera. Pero también hay un cosmos pachaman. Entonces, en el mundo monoteísta, los tres monoteísmos son religiones de conversión, y convertirse quiere decir pasar a ser otra cosa y dejar todo lo demás atrás para eliminarlo de la vida de uno. Eso es conversión. Pero las religiones cosmológicas no son de conversión, entonces permiten algo que yo admiro sin límites, que es la lógica paraconsistente. O sea, en el cristianismo hay un Dios único, creador de todo lo que existe, Dios solitario que está ya atrás de todo lo que existe y si todo lo que existe se destruye él continuará existiendo porque él estaba antes. O sea, es un Dios egoísta. Y en ese mundo monoteísta, “si A es verdad, ‘no A’ es mentira”, o sea, si Dios es verdad, todos los otros dioses son mentira. En el mundo de las cosmologías, “si A es verdad, ‘no A’ también es verdad”. Entonces le digo a Dios que su visión es limitada, porque si él es verdad, los otros, los otros dioses, también son verdaderos.

¿En qué le gustaría reencarnar?

En perro tilcareño. Lo he pensado mucho. Ellos son felices, la gente los quiere. Les da de comer. Yo ahora vengo de comer en un restaurante, mi perro entra conmigo, va pidiendo en todas las mesas. Nadie se atreve a echarlo. En las noches, cuando vamos a lugares en que la gente canta, el perro va también. Si el cantor le gusta se queda y si no le gusta, se va. El perro tilcareño tiene tu propia sociabilidad. En Argentina, en general de Córdoba hacia el norte, uno ve eso. Yo he dado conferencias a veces en un gran auditorio de Córdoba y se me han subido dos perros a la escena. Nadie los sacó. Si les gusta la voz se quedan. Es raro eso. Yo no sabía nada de perros antes porque siempre tuve gatos, pero realmente el perro es un animal increíble.

¿Para qué le sirve a usted la utopía?

No uso más la palabra utopía. Porque la utopía fue completamente desvirtuada en los tiempos del activismo de mi generación, y de la generación anterior a la mía, donde se nos enseñó que existe un futuro obligatorio. Que uno puede hoy dibujar un futuro al cual le llama utopía y que uno va a tener que cumplir el camino hacia ese futuro, o si no, muere. Eso es una cosa vil, vil. Entonces, en lugar de utopía hablo de horizonte abierto. La historia, la vida está siempre en marcha, siempre en movimiento. El tiempo tiene una fluidez y nosotros vivimos en el tiempo hacia un futuro incierto. Adoro, amo, la aceptación de la incerteza.

¿Cuál es la peor palabra del sistema?

Poder. Por eso a veces hay ciertos movimientos que se supone que son insurgentes, pero que creen que es necesario tomar el poder para la insurgencia. No, no es por ahí mi pensamiento.

¿Qué vena sangra más de las que siguen abiertas?

Uy, sangra más que nunca. Justamente estamos en una época en que la apropiación territorial ha vuelto de nuevo. No es sólo dominación en el sentido de hegemonía, o sea, de dominar las opiniones, sino que yo siento que en esta época hay un interés, casi podríamos decir que una pulsión, por apropiarse de territorios físicos, de territorios absolutamente materiales, geográficos. Estamos frente a una garra apropiadora sobre los territorios de nuestro continente y de otros continentes también. Yo hoy digo que hablar de desigualdad como se hablaba en los años 1960 o 1970 ya no es tan completo, yo hoy digo que lo que mejor retrata la situación del presente es la palabra “dueñidad”. Estamos en una época de progresivo adueñamiento.

¿Qué pueden hacer los nadies para dejar de serlo?

Hay una inteligencia allá atrás de los grupos corporativos más poderosos, que está convencida de que la parte de la población mundial que es disfuncional al proyecto histórico del capital debe desaparecer. Entonces, lo primero es tener espejos, darse cuenta. Es por eso, por ejemplo, que el discurso, la razón humanitaria no tiene vigencia en los sectores que dominan el mundo en este momento. Para ellos no está vigente la razón, el argumento humanitario. Porque hay gente realmente sobrante, el capital ha dejado una enorme masa gigantesca de sobras de individuos de la especie. O sea, si la especie se rigiera por el capital en la fase en que nos encontramos, tiene una gigantesca, una gigantesca masa de sobrantes. ¿Cómo se resuelve eso? No sé, es un momento muy, muy, muy deprimente, muy crítico de la historia de la humanidad. Mi método, constantemente, cuando pienso en términos de feminismo, de mujeres, es que el poder tiene que darse cuenta de que cuando el Titanic se hundió, a pesar de que los clientes, los usuarios digamos, de la primera clase, se salvaron en número un poco mayor que en otras clases, el Titanic se hundió completo. Es necesario ofrecerle al poder un espejo. Un espejo tan preciso como para que pueda percibir su propia vulnerabilidad.

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