En sus libros, en sus obras de teatro, en sus actuaciones y en las entrevistas para la prensa, Camila (La Falda, Córdoba, 1982) desarrolla una infrecuente “poética de la verdad”. No es una pose ni una estrategia de marketing. Es ella en estado puro. No esconde y tampoco alardea. Se limita a mostrar. Cuenta y dice, y lo hace con garra. Es una cronista de fraseo claro, que relata asuntos de sus azarosas vidas con una sencillez luminosa.
Cada párrafo suyo tiene muchas capas, y quien la lee va descubriéndolas de a poco y no sin sobresaltos: a veces uno puede atragantarse con una descripción, o enternecerse con sus recuerdos, o llorar sin saber por qué, o reírse a carcajadas de una monstruosidad. Una tras otra, las capas de lo que escribe Camila se van desprendiendo ante nuestros ojos, hasta que el corazón del texto por fin brota y uno descubre que ese corazón es uno mismo, el lector desnudo. Sus textos nos leen.
Hace muy poco la escritora fue arrastrada por el mainstream cultural –ese animal sin fronteras que se lo come todo– a partir de su novela Las malas (Tusquets, 2019), un libro bello sobre asuntos de horrible apariencia que tuvo un enorme éxito. Sin embargo, tal fulgor no ha cambiado su manera de contar, de estar y ser en este mundo. Camila es travesti. No es transexual ni transgénero ni no-binaria ni queer ni quir ni nada de eso. Ella, que nunca ha sido “políticamente correcta”, se define como “una travesti”. Una muchacha que, siendo un muchacho llamado Cristian Omar Sosa, se vistió de mujer en 1998 y salió a loquear por las calles de un pueblito cordobés de 5.000 habitantes. El infierno no tardó en llegar. Quince años y muchas lágrimas después, obtuvo el documento de identidad que acreditaba su nuevo nombre y su sexo. “Volví a nacer”, comentó.
Estudió en la Universidad de Córdoba, fue empleada doméstica, vendedora ambulante, prostituta en el parque Sarmiento, escribió y protagonizó un biodrama unipersonal, actuó en cine y en series de televisión, fue a Buenos Aires, se hizo conocida. Después se puso a contar la historia de unas travestis que se prostituyen en el parque Sarmiento, en Córdoba capital, y lo que salió fue una obra maestra.
Las malas resume, con un lenguaje que acaricia y muerde, ese universo que en la literatura casi siempre ha sido visitado de manera culposa, con metáforas romanticonas y personajes falsos. Así suele narrarse la prostitución trava. Camila comprendió, sin embargo, que su vida y las vidas de todas esas personas son mucho más que esperpento y palizas, y que allí hay una belleza y un deseo que merecen ser contados una y mil veces.
Su genio ya se había mostrado antes, pero pocos fueron capaces de verlo. En 2015 publicó en la editorial cordobesa Caballo Negro La novia de Sandro, un libro de poemas que es también un libro de cuentos y un ensayo sobre el amor, las mujeres y la muerte. Uno de los textos de ese breve volumen (80 páginas, reeditado por Tusquets en 2020) relata la pequeña gran aventura de una travesti que lleva por primera vez a su madre (ama de casa, 60 años) a la marcha del orgullo gay. Es un poema, un cuento y, sobre todo, una espléndida reflexión sobre las culturas con las que vivimos y convivimos. Otra vez las capas: alegría, purpurina, cerveza, amor y lágrimas. La madre.
Camila confiesa su cansancio, se declara pesimista y asume que el planeta está condenado a la catástrofe. Lo expresa con una frase que es un grito liviano, como de seda. “Van a desaparecer los pájaros”, dice. Ojalá que, después del fin del mundo, ella siga escribiendo.
Lo principal. Carnes tolendas (teatro, 2009). La novia de Sandro (poesía, 2015). Las malas (novela, 2019). Soy una tonta por quererte (cuentos, 2022).
Fernando Butazzoni.