Ninguna etiqueta le calza, de modo que en su caso los rótulos no sirven para nada. No hay clasificación capaz de enmarcarlo. Menos aún contenerlo, dejarlo quieto. Narrador, poeta, ensayista, traductor, letrista, músico, cantante, tarotista, editor, cinéfilo, tuitero, docente, compilador. Tales son algunos de los rubros en los que interviene Julián Herbert Chávez (Acapulco, 1971) en el panorama cultural mexicano contemporáneo. En ese hábitat se mueve como pez en el agua, unas veces como anguila que baja a las profundidades, otras veces como salmón que sube a desovar su escritura en el último charco, que siempre es el primero.
Se define a sí mismo con rótulos que pueden sonar despreciativos, capaces de escandalizar a las mentes más políticamente correctas del México biempensante de hoy, y también a aquellas que pululan en el resto de América y en la Europa de las metrópolis: “Soy mestizo, lumpen, semirural, migrante”. También ha sido alcohólico y drogadicto, mal padre y buen padre, mal hijo y buen hijo. Y es, quizá a su pesar, un intelectual. Eso sí: a contracorriente. Puede citar con el mismo garbo a Lorenzo Santamaría que a Simone Weil. Ha traducido a Wystan Hugh Auden y a Alfred Tennyson, entre otros poetas. Es vocalista y primera guitarra en una banda de rock llamada Los tigres de Borges.
Él dice que es un aguafiestas, y que para serlo tiene que ir a la fiesta. Prefiere los arrabales al centro, a cualquier centro. Asegura ser heredero de “un pensamiento poético que no se fragua en las grandes ciudades”, así que vive en Saltillo, a 800 kilómetros de Ciudad de México, en un edificio viejo ubicado frente a una zapatería que antes era el cine Palacio, cuya fachada fue pintada en una acuarela por Edward Hopper en 1946.
Cuando Herbert escribe parece hacerlo con sangre. Su novela Canción de tumba es una biografía de su madre que es también una autobiografía del autor, un poema en prosa que es una crónica que es esa melodía sin acordes que es México, los otros Méxicos. “Nada: no queda más que pura puta y verijuda nada. En esta Suave Patria donde mi madre agoniza no queda un solo pliego de papel picado. Ni un buche de tequila que el perfume del marketing no haya corrompido. Ni siquiera una tristeza o una decencia o una bullanga que no traigan impreso, como hierro de ganado, el fantasma de un AK-47.”
Relata en ese libro la vida de su mamá, Guadalupe Chávez, una prostituta viajera que acaba sus días en una cama de hospital, con leucemia, al cuidado del “hijo cabrón” que fue el único capaz de seguirla durante años por la geografía mexicana. El hijo cabrón, el “perro rabioso”, es el propio Julián. El libro lo escribió a los pies de la moribunda y no ahorró en la descripción de miserias propias y ajenas a la hora de hacerlo.
Su literatura tiene como sello de origen un rasgo salvaje que desborda la escritura para cuestionar a quien lo lee. En sus crónicas, algunas sobre su vida de rockero decadente (“vocalista gordo y cursi”), él suele detenerse en detalles de apariencia trivial, pero que pintan con precisión el alma del asunto. Su poesía es de un lirismo seco que se parece mucho al desierto: “Nunca te enamores de la muerte, / su lujuria de doncella, / su sevicia de perro, / su tacto de comadrona”.
También el activismo cultural de Julián Herbert es admirable, porque impulsa y promueve aquello que parece ser marginal por designio del poder. Lo lejano, lo excluido, en ocasiones lo innombrable. Rescata autores, se embarca en proyectos colectivos, enlaza la música con otras expresiones artísticas, canta y hace cantar, sueña y hace soñar. Un todoterreno imprescindible.
Lo principal: Chili Hardcore (poesía, 1994). Cocaína (manual de usuario) (cuentos, 2007). Canción de tumba (novela, 2011). Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino (relatos, 2017). Ahora imagino cosas (crónicas, 2019).