Claudio Invernizzi. Estuario; Montevideo, 2019. 309 páginas; 650 pesos.
El año que acaba de terminar se publicó la parte final de la trilogía de Puerto Vírgenes (Algo tan luminoso como una derrota) y en 2021 había aparecido la segunda (El pasado es un montón de cosas inconclusas). Es probable, entonces, que el mayor porcentaje de ocio que trae el verano al tiempo siempre escaso de los lectores otorgue una buena ocasión para acometer los tres libros. La tarea, más placentera que ardua, deberá comenzar, en todo caso, por La memoria obstinada de Puerto Vírgenes que marcó el regreso de un gran narrador que ya se había esbozado en la inolvidable La Pulseada (1989). Vuelve con mayor dominio de la técnica y sin perder una gota de aquella lozanía de los 30 años. Pinta su aldea y pinta su tiempo, con una historia que podría ser calificada de entrañable si el adjetivo no trajera el riesgo de opacar la tensión y el espesor que contiene.
Es una novela política y es una novela de espías (en el sentido de El fantasma de Harlot, 1991, de Norman Mailer, por ejemplo), pero también es una novela que aborda los pliegues del deseo y la melancolía de lo crepuscular. El fragmento del encuentro con el viejo titiritero es una lección de estructura sin que se noten las costuras del prodigio, y los capítulos sobre el padre son una joya de sensibilidad. Tiene, por último, la virtud de delinear con claridad algunos personajes que luego reaparecerán en el ciclo, lo que exorciza el inevitable sentimiento de pérdida que ocurre cuando se lee la última página de un buen libro.