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Kamala Harris en el teatro Philip Chosky durante un evento de campaña en Pittsburgh, Pensilvania, el 25 de setiembre.

Foto: Jim Waston, AFP

Kamala Harris o la ilusión del cambio

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¿Qué se puede esperar de la candidata demócrata?

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El reemplazo de Joe Biden por su vicepresidenta revitalizó la campaña electoral. Más joven y enérgica, Harris dejó en segundo plano al republicano Donald Trump. Sin embargo, sus posturas sobre los problemas del país y su programa económico son ideológicamente confusos y podría abandonar las orientaciones neorrooseveltianas de su antecesor.

Cuando Michelle Obama habló hace unas semanas en la Convención Demócrata, aludió a “la impaciencia, el entusiasmo, la euforia de ver renacer la perspectiva de un futuro más radiante”. En general, el público lo tomó bien. Sin embargo, algunos consideraron que esas palabras fueron terriblemente desafortunadas, incluso insultantes. A un partidario demócrata, ¿no debería parecerle que el presente ya es radiante? El actual inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden, quien el día anterior pronunció un discurso un poco menos pulido en el mismo escenario, siempre ha sido un leal miembro del partido. ¿No se supone que su presidencia encarna una apoteosis política?

No obstante, de cierto modo, Michelle Obama sólo estaba constatando una evidencia. Era innegable que el recinto polideportivo de Chicago, en donde se desarrollaba el evento, desbordaba de energía y excitación. Estaba muy lejos de ser la reunión frívola y soporífera anunciada durante tanto tiempo; estar rodeado de esos demócratas súbitamente optimistas resultaba apasionante. Cada noche, en prime time [horario central], el lugar se llenaba hasta explotar, una multitud de militantes exultantes gritaba y aplaudía a rabiar entre dos ovaciones de pie. Era evidente que el reemplazo de Joe Biden por su vicepresidenta, Kamala Harris, había sido un golpe maestro.

Sólo un mes antes, esos mismos demócratas cargaban con el peso del pasado y se frustraban frente a sus televisores al ver a su candidato con la boca abierta y los brazos colgando, quedándose atrás frente a su oponente. ¡Y qué oponente! Ese terrible republicano Donald Trump, el peor de los canallas, peligrosa mezcla de bufón, criminal, plutócrata, idiota y tirano, estaba aplastando al pobre viejo Joe frente a las cámaras y en las encuestas.

Pero luego todo se dio vuelta. Ahora era Trump quien estaba estancado, atónito y desconcertado ante el nuevo desafío. Por su parte, Harris movía sus piezas para ocupar el vasto terreno del centro y tomar la delantera en las encuestas. Era ella la que organizaba reuniones gigantescas en todo el Medio Oeste. Era el Partido Demócrata el que encarnaba el glamour, el dinamismo, la exuberancia, el entusiasmo e incluso la juventud.

¿Y las promesas de un lindo futuro?

¿Este giro de 180 grados se debía al simple hecho de haber, por fin, encontrado a alguien capaz de vencer a Trump? La explosión de fervor de la convención parecía sugerir que había algo más. Al ver desfilar en el escenario a los veteranos del partido que se sucedían para repetir banalidades, uno podía imaginar que, esta vez, con certeza, era el fin de esa triste fila de líderes débiles que habían controlado el aparato demócrata y el país durante tantos años. Se ponía fin a las oscuras obsesiones de los años 1960. A esa vieja guardia paralizada por el miedo a las represalias de la derecha y reticente a enfrentarse abiertamente a los republicanos sobre cualquier tema, desde la guerra hasta la reforma del sistema de salud. Era el fin de su brillante arte del compromiso, que había terminado devastando a su propio bando; de su veneración por los bancos y la “innovación financiera”; de su cruel indiferencia hacia el destino de los trabajadores; de sus tiernas declaraciones de amor a la “clase creativa”. Toda esa generación que nos había zarandeado desde los años 1980 dejaba atrás un legado calamitoso, y hoy, por fin, era empujada hacia la salida.

¿El Partido Demócrata está realmente en los albores de una renovación? Tres indicios nos permiten pensar que sí. En primer lugar, Harris eligió como compañero de fórmula a Timothy Walz, gobernador de Minnesota, un populista a la antigua del Medio Oeste, alguien que personifica una orientación obrerista que a los demócratas les faltaba desde hacía demasiado tiempo. (Desde luego, uno podría objetar que la vicepresidencia es una función casi exclusivamente simbólica). En segundo lugar, muchos responsables sindicales tuvieron el honor de hacer una intervención en la convención durante el prime time, entre ellos el temible Shawn Fain, presidente del Sindicato de los trabajadores del automóvil (UAW, por su sigla en inglés). El público incluso recibió una pequeña y bienvenida explicación sobre el significado original y positivo de la palabra “populismo”. En tercer lugar, el optimismo hizo su regreso triunfal. Si Harris resulta tan atractiva, es también gracias a su irrefrenable buen humor. Por más que la gente seria minimice este factor, su efecto revitalizante tras años de pandemia, inflación y guerras culturales a través de las redes sociales no debe ser subestimado.

Pensándolo bien, la lista no es muy impresionante. Se trata de cambios más cosméticos que otra cosa, que denotan sobre todo un perfeccionamiento de la estrategia de marketing. La verdad es que, como siempre, la continuidad tiene casi garantizado salir ganando, y los defensores de los intereses empresariales tienen todas las probabilidades de mantener el control sobre el partido. Después de todo, no es la primera vez que se les presenta a los estadounidenses una nueva generación de demócratas cuya juventud, idealismo y originalidad seducen y que, al final, resulta ser incluso peor que la anterior.

De hecho, fue en ese mismo recinto de Chicago que William Clinton aceptó la nominación demócrata de 1996. En un ambiente igual de eléctrico, el “hombre de Hope” (su ciudad natal en Arkansas, cuyo nombre significa “esperanza”) se había comprometido a construir “un puente hacia el siglo XXI”, una visión magnífica, portadora de mil promesas futuristas. Joven, inteligente, optimista, logró conseguir un segundo mandato. Y construyó ese puente: acuerdos de libre comercio que desindustrializaron regiones enteras del país y un programa de desregulación financiera que los condujo directamente a la crisis de 2008. Gracias, idealistas.

A diferencia de lo que parece, asistir a los cuatro días de la Convención Demócrata era más una prueba de resistencia que un placer. Además de pagar caro para comer mal, había que buscar mucho para encontrar un asiento, que además era incómodo. A la confusa jerarquía oficial establecida entre los participantes, se superponía una jerarquía extraoficial aun más indescifrable (“un sistema de castas basado en los recursos”, retomando las palabras del periodista David Sirota). Estaba claro que los demócratas habían querido trasladar su filosofía de gobierno a la disposición de los asientos en el recinto.

Como espectador, era como estar en un comercial de televisión interminable. Los días pasaban y nunca sucedía nada espontáneo. Todo estaba escrito, guionado, cronometrado. Ninguna pregunta del público. Ni un atisbo de desacuerdo. La multitud aplaudía por indicación y coreaba los mismos eslóganes hasta el hartazgo (“No vamos a retroceder”, “Cuando luchamos, ganamos”). El mecanismo estaba aceitado a la perfección.

Dado que los medios llevaban meses hablando del riesgo de acaloradas disputas sobre Gaza y sobre cuestiones ambientales, y que todos los discursos habían tenido que reescribirse a las apuradas debido al cambio de candidato, a uno podría parecerle bastante notable que el engranaje no se hubiera dañado. Sin embargo, visto desde los asientos de las gradas, bombardeados todo el tiempo por luces estroboscópicas, ese interminable séquito de políticos de segunda categoría leyendo su texto en un teleprónter empezaba a ser agobiante, era como un concurso de belleza en el que todos los aspirantes empiezan a parecerse. Ya para el segundo día, parecía inútil gastar el lápiz en tomar nota de lo que decían.

Flotando en ese océano de lugares comunes está el recuerdo de algunas yuxtaposiciones incongruentes, a semejanza de las propias políticas demócratas. Como cuando la cantante Pink subió al escenario para entonar “What about us?” (¿Y nosotros?), un himno conmovedor sobre la traición de nuestros dirigentes. “¿Qué será de nuestras ‘miles de millones de almas hermosas’ ahora que fuimos engañados?”, preguntaba la cantante. “¿Y todas esas promesas de un lindo futuro que se rompieron? [...] ¿Y todos esos planes que resultaron ser un desastre?”.

Al escuchar esas palabras de una infinita tristeza, uno podría haber pensado por un instante que los demócratas iban a hacerlo: enviar a uno de los suyos al escenario para reconocer todos los fracasos acumulados a lo largo del tiempo. Pero no. Tan pronto como terminó la canción, las pantallas proyectaron un video en el que se destacaba cuánto valora la vicepresidenta el poder del Ejército y la “estabilidad internacional”, sea lo que sea que eso signifique. Luego, Mark Kelly, el senador de Arizona, apareció para evocar sus años en el Ejército y exhortar a una audiencia de demócratas extasiados a recuperar la rigurosidad militar. A continuación, el exsecretario de Defensa Leon Panetta citó a Ronald Reagan y expresó su confianza en que el Ejército estadounidense seguirá siendo “el más poderoso del mundo”. Más tarde esa noche, la propia Harris expresó toda su admiración por las Fuerzas Armadas nacionales, “las más letales del planeta”. ¡Que las guerras perpetuas continúen hasta el fin de los tiempos!

El hilo conductor de la convención era la democracia: si logramos salvarla, todos nuestros problemas estarán resueltos. Recordemos que el estilo de vida estadounidense está bajo la amenaza del horrible Trump, ese dictador en potencia, cómplice de autócratas y racistas, que pretendía llevar a sus rivales a la Justicia, interrumpir el proceso electoral, censurar a la prensa y alentar a sus seguidores a la violencia cuando no conseguía lo que quería (esta última acusación al menos se basaba en pruebas bastante convincentes). Como decía un orador, “no es por una demócrata por quien van a votar, es por la democracia”. Por eso mismo, ¿no se supone que una convención política debería ser la democracia en acto, un lugar donde los estadounidenses, no contentos con escuchar discursos sobre la defensa de la democracia, pudieran debatir, decidir las medidas que debería tomar su partido y elegir a sus líderes? En cierto modo, la democracia comienza en casa. Al menos, así era antes.

El festival de la autocomplacencia

No obstante, por disminuido que haya estado, Biden no tuvo un rival serio en las primarias demócratas. No se organizó ningún debate y en algunos Estados la votación fue cancelada por falta de otros competidores. Cuando se volvió imposible ignorar su deterioro físico, el presidente se retiró de la carrera en favor de Harris, hasta entonces bastante desconocida para el público en general. (Durante las primarias de 2020, había tirado la toalla antes de que empezara la votación). Esto no impidió que los líderes del partido se alinearan de manera unánime detrás de ella en cuestión de días, entronizándola mucho antes de la convención y asegurándose, de ese modo, de evitar la espantosa posibilidad de ver alguna disidencia expresarse en Chicago.

Varios oradores recordaron el heroísmo de la militante por los derechos civiles Fannie Lou Hamer, quien, durante la Convención Demócrata de 1964, denunció las maniobras del partido para excluir a los votantes negros del proceso de nominación. No hace falta aclarar que ningún acto de valentía de ese tipo perturbó la importante reunión cuidadosamente coreografiada en que se resumió la edición de 2024. La designación de la candidata, que debía ser el propósito central del evento, se desarrolló en una atmósfera poco seria, por no decir burlesca –los organizadores la habían concebido como un momento “festivo”–. Mientras los delegados de cada Estado anunciaban su voto, conocido de antemano, un disc-jockey, vestido de manera ridícula con unos anteojos de sol y un gran sombrero, mezclaba los fragmentos de canciones consensuados mientras arengaba al público (“¡Mi nombre es DJ Cassidy y están en la votación nominal de la Convención Demócrata!”). Los flashes destellaban por todas partes en medio de la multitud enloquecida. Unanimidad perfecta, sin falsas notas. Había llevado años llegar hasta ahí, pero lo habían logrado: esta convención imitaba la democracia en lugar de formar parte de ella. No estaba destinada a elegir a los dirigentes de un partido político, sino a permitirles presentarse ante el mundo. Era un monólogo: nosotros los escuchábamos exponer lo que les preocupaba.

En términos de desempeño escénico, el premio fue para Oprah Winfrey, la superestrella de la televisión de quien se decía, en su mejor momento, que marcaba el pulso de la América común. La presentadora explicó que la elección de noviembre es un arma para resistir el retroceso (en referencia tanto al derecho al aborto como a la segregación racial en los Estados del Sur), y aquellos que trabajan para impedir esa regresión deben ser vistos como “combatientes de la libertad”. “Oprah” incluso cantó sus últimas frases –un recuerdo memorable, ya que rara vez se oye a los oradores políticos ponerse a cantar en ese país–. Pero lo que más impactó fue que se apropió de valores fundamentales que los republicanos habían llegado a creer que monopolizaban: la fuerza moral, el optimismo, la “decencia”, el “respeto”, la lealtad a la Constitución e incluso el voto, por el que Trump no oculta su antipatía. “Yo voto –declaró Oprah Winfrey– porque soy estadounidense, y eso es lo que hacemos nosotros, los estadounidenses”.

Durante unos 50 años, los demócratas prefirieron distanciarse de las manifestaciones de patriotismo, que asociaban con el sectarismo y el belicismo. Pero eso cambió. Debido a su ignorancia de la historia y su postura crítica hacia el Ejército, Trump subastó esos símbolos, emblemas de integridad, y sus adversarios ahora buscan recuperarlos. El resultado: nunca antes en una Convención Demócrata se habían agitado tantas banderitas ni escuchado tantas voces corear “U-S-A” con tanto entusiasmo.

Por su parte, Harris empezó la campaña rodeada de misterio. ¿Quién era? ¿Qué defendía? ¿El programa de Biden o su propio programa? Gran parte de la convención consistió en describir su personalidad, sin miedo a hacer demasiada apología de su integridad moral. Kamala reza por vos cuando estás en una mala racha; te llama para desearte feliz cumpleaños e incluso a veces te lo canta; no hace cumplidos con palabras vacías, sino que los expresa con precisión, como se debe. Además, Kamala te mira, “te ve realmente”; “luchar por los otros y por lo que cree justo” es “más fuerte que ella”. Encima, como no podía ser de otra forma, viene de un simpático entorno de clase media.

En el discurso que pronunció la última noche –más de dos veces más corto que el discurso de su adversario republicano en su propia convención–, Harris se mostró seria y concentrada, dejó de lado por un rato su característica risa. Frente a un público exaltado, habló con voz tranquila, como una socorrista que intenta calmar a un paciente en plena crisis. Pero esos 40 minutos le bastaron para abordar una increíble variedad de temas. Después de haber acusado a Trump de ir en contra de los principios democráticos y del interés nacional, y de haberlo superado por la derecha al pedir un Ejército más fuerte, fronteras mejor protegidas y una mayor firmeza frente a China, Harris se puso a prometer todo a todos. Los consumidores verían bajar los precios. Las empresas emergentes accederían más fácilmente a los capitales. El trabajo y el capital marcharían de la mano. El acceso a la vivienda ya no sería impagable. Y eso no era todo: también sería implacable en la lucha contra la violencia armada, garantizaría un aire más puro, pondría fin a la guerra en Gaza, mostraría los puños frente a Irán y desafiaría la “tiranía” en todo el mundo. Votar por ella te otorgaría “el mayor privilegio sobre esta tierra: ‘el orgullo de ser estadounidense’”.

Es fácil burlarse de las promesas de los demócratas; su retórica es una parodia de sí misma. Pero hay que recordar algo: durante su mandato, el anodino Biden hizo más por los sindicatos que cualquier otro presidente de las últimas décadas. También invirtió sumas colosales en infraestructura e industria. Estos hechos incontestables fueron mencionados varias veces durante la convención. Sin embargo, uno de sus logros más ambiciosos y visionarios –hacer cumplir por fin una legislación antimonopolio que llevaba 40 años en desuso– fue casi completamente pasado por alto. La reciente victoria del Departamento de Justicia contra el monopolio más colosal, Google, ni siquiera fue mencionada. Parecería que terminar con el poder de las multinacionales es un concepto demasiado difícil de explicar. O que podría disgustar a quienes financian al partido.

Si hubo un tema del que los demócratas hablaron todo el tiempo, fue sobre la amplitud de sus cualidades morales. Uno tras otro, desfilaron desplegando su catálogo de buenas acciones para demostrar lo buenas personas que eran, al igual que Harris. Sus padres habían trabajado duro y les habían inculcado buenos valores, ellos mismos actuaban correctamente, nunca perdían de vista su objetivo y habían recibido tal distinción y luego esa otra también.

No obstante, bastaba con salir algunos minutos al aire libre para que, de forma brutal, todo ese malvavisco perdiera el sabor. El tercer día de la convención, una mujer que enarbolaba una kufiya se sentó en el medio de la calle, justo detrás del cordón policial. Con la ayuda de un megáfono, enumeraba una lista de nombres –afirmaba que eran los chicos que habían sido asesinados en Gaza durante los ataques israelíes– y, a intervalos regulares, interrumpía la enumeración para señalar a los responsables: Estados Unidos, más precisamente el Partido Demócrata. “Todos ustedes, delegados, tienen sangre en las manos”, gritaba.

Al observar la escena, era inevitable preguntarse qué efecto tiene estar expuesto durante horas a una unanimidad inquebrantable, a un festival de autocomplacencia –una especie de prédica que te insta a maravillarte de tu propia grandeza moral– y luego, al cruzar la puerta, escuchar cómo esa prédica se vuelve en tu contra, descubrir que sos un agente del Mal y no del Bien. ¿Los progresistas que pasaban cerca de esa mujer se veían tentados a cuestionar todas esas cosas con las que los habían machacado? La imagen de su virtud hasta entonces intacta, ¿se volvía borrosa?

La palabra mágica

Dos semanas y media después, Trump y Harris se enfrentaron en un debate televisado. La candidata demócrata tendió trampas todo el tiempo al sombrío hombre de negocios, utilizando la estrategia de afectar su orgullo para obligarlo a defenderse y hacerle perder tiempo. El republicano cayó en la trampa todas las veces. ¿Cómo no responder cuando tu adversario afirma que gran parte de tu fortuna proviene de tu padre o que tus seguidores abandonan tus encuentros antes de que terminen porque se aburren? Es que Trump está orgulloso de sus miles de millones y de sus reuniones: ¡son las pruebas de su éxito! Mientras él vituperaba sin sentido sobre un tema o el otro, Harris se reía abiertamente y hacía muecas elocuentes a los televidentes.

Para los comentaristas, estas payasadas son lo único que cuenta en política, y todos, sin excepción, elogiaron la habilidad con la que Harris logró desestabilizar a su fulminante oponente. Sin embargo, las artimañas que utilizó eran precisamente eso: técnicas que se aprenden en clases de retórica en la secundaria. Sin duda, son útiles para agotar el tiempo de intervención del adversario, pero no son el objetivo último de un debate. Un debate debe permitir examinar desde todos los ángulos posibles grandes cuestiones de interés público.

Entonces, ¿cuál es la posición de Harris sobre los principales problemas que afronta el país? Entre los simpatizantes de izquierda, se lamenta que hable poco, o incluso nada, sobre los temas importantes. Por el lado republicano, se afirma que cambia de opinión con frecuencia, presentándose hoy como moderada después de haber hecho campaña a la izquierda en 2019. Hace poco, se mostró orgullosa de contar con el apoyo del exvicepresidente republicano Dick Cheney, un hombre que los demócratas solían considerar como una especie de genio del mal. En cuanto al nombre que eligió para su programa económico –la “Economía de las Oportunidades”–, recuerda extrañamente al que los republicanos Ronald Reagan y Newt Gingrich les habían dado a sus propuestas emblemáticas hace varias décadas: la “Sociedad de las Oportunidades”. La confusión ideológica es evidente y toda la campaña de Harris lleva el sello de la precipitación. La impresión que se desprende es la de un trabajo apresurado, un proyecto concebido a la ligera, sin reflexión ni convicción.

Durante el debate televisado, la candidata demócrata sólo logró cobrar vida y dar en el blanco con dos temas. El primero, por supuesto, fue la amenaza Trump, la obsesión número uno de los círculos de expertos estadounidenses desde hace nueve años. Harris abordó el tema con una concisión implacable.

La segunda temática fue el aborto, un asunto sobre el cual mostró tanto pasión como compasión, además de cierta destreza retórica. Hace dos años, jueces de la Corte Suprema, tres de los cuales fueron elegidos por el presidente Trump, invalidaron el fallo “Roe vs. Wade”, que había liberalizado el aborto a nivel federal. Como consecuencia, el procedimiento se volvió ilegal en muchos Estados. “Es importante entender lo que significa esto –enfatizó Harris–. La sobreviviente de un crimen –la violación de su cuerpo– no tiene derecho a decidir lo que le ocurrirá a su propio cuerpo. Es inmoral. Y no es necesario renunciar a la fe ni a las creencias profundas para admitir que ni el gobierno ni mucho menos Donald Trump tienen derecho a decirle a una mujer lo que debe hacer con su cuerpo”.

La vicepresidenta, en cambio, pareció incómoda tan pronto como el debate se centró en el acceso a la propiedad, la distribución y el comercio –en una palabra: la economía–. Cuando la primera pregunta abordó la inflación, se apresuró a eludirla y aseguró que de verdad le gustan mucho las pequeñas empresas. ¿Por qué? ¡Porque cuando era chica su madre tenía una muy buena amiga que dirigía una! La hipótesis más probable para explicar este arte de la evasión es que esos temas no le interesan realmente. Tal como está expuesto en su sitio web, su programa económico es un compendio de promesas dispersas y grandes generalidades sobre los logros de la administración Biden. Está a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo. No hay ideas complicadas. Todo va a salir bien.

Existe una medida objetiva del grado de insipidez consensuado al que un político demócrata se somete: la frecuencia con la que el término “innovación” aparece en su discurso. Barack Obama adoraba esta palabra, al igual que la pareja Clinton. Y no es de extrañar: hablar de innovación permite camuflar políticas económicas complacientes para los bancos detrás de un concepto de aspecto progresista, incluso radical. Además, todos los comentaristas reverencian la innovación: cuanto más haya, mejor, cueste lo que cueste. Bajo el manto de esta palabra mágica, nuestros dirigentes han podido bajar impuestos, luego reducirlos aun más, desregular los mercados financieros, ofrecer enormes beneficios a las empresas de Silicon Valley y firmar acuerdos de libre comercio que han protegido a la industria farmacéutica al mismo tiempo que exponían a los sectores más vulnerables a una competencia devastadora.

La candidata Harris no ha tenido tiempo de probar todo su compromiso con la innovación –pronunció la palabra una sola vez durante el debate–. Pero Gina Raimondo, secretaria de Comercio, quiere que estemos seguros al respecto: el tema la “obsesiona” y no tendrá reparos en apoyar empresas emergentes o pequeñas empresas a costa de una mayor carga impositiva para “los multimillonarios y grandes grupos industriales”. Esta sería la primera vez que la referencia a la innovación serviría para justificar una suba de los impuestos más que una baja, pero a veces la magia de una palabra no tiene límites.

Un artículo de opinión, publicado en agosto en The New York Times, descifra una parte del misterio en torno a lo que podría significar esta obsesión por la innovación. Su autor, el capitalista de riesgo Reid Hoffman, asegura que Harris, gracias a su conocimiento de Silicon Valley, es la verdadera opción “pro business”. Mientras que el presidente “populista” Trump había amenazado con iniciar acciones antimonopolio contra Amazon, criticado a algunas empresas “emblemáticas” y obstaculizado el buen funcionamiento de los negocios al iniciar guerras comerciales, el mandato de Biden ha visto a los mercados bursátiles alcanzar récords y a los inversores sonreír de nuevo. Es cierto que iniciativas como la aplicación rigurosa de la legislación antimonopolio han podido perjudicar a los “innovadores”, pero Hoffman no duda de que una administración Harris “orientada hacia la innovación” le pondrá fin a ello. Cuando se trata de imaginar cómo sería una presidencia de Harris, nos vemos obligados a conjeturar. En lo personal, apuesto por un desvanecimiento gradual de los elementos más visionarios y revitalizantes de la administración Biden. Una vez que el peligro Trump haya quedado definitivamente en el pasado –ya que es poco probable que se presente en 2028–, la incitación a respaldar los aspectos populistas de la tradición demócrata desaparecerá. Las medidas neorooseveltianas de fortalecimiento de los sindicatos y lucha contra los monopolios caerán en el olvido, mientras que la innovación se convertirá en la principal consigna. Con seguridad veremos un aumento de los gastos militares, el desarrollo de un marco legislativo favorable a Silicon Valley y un mayor enfoque del Partido Demócrata en los intereses, las opiniones y la moral de las clases muy educadas.

Las décadas pasadas nos han enseñado a no esperar mucho de los demócratas. Su victoria en noviembre marcaría al menos el fin de la era Trump. Quizá eso sea todo lo que se puede esperar por el momento.

Thomas Frank, periodista. Autor del libro The People, No: A Brief History of Anti-Populism, Metropolitan Books, 2020. Traducción: Paulina Lapalma (con base en la versión francesa de Élise Roy).

Punto uy

Los medios uruguayos destacaron la intervención en la Convención Demócrata del influencer compatriota Carlos Eduardo Espina, quien habló el 22 de agosto sobre el tema inmigración. Con 14 millones de seguidores sumando sus cuentas en las redes sociales Tik Tok, X, Instagram, Youtube y Facebook, este joven de 25 años comparte videos con los principales líderes demócratas así como comentarios sobre temática migratoria. Además de sus conversaciones con la candidata presidencial Kamala Harris (27 de agosto) y con el presidente Joe Biden (“anclado” como video principal en su cuenta de Tik Tok), el 17 de setiembre sumó el registro de su primer encuentro con el expresidente Barack Obama. Comienzan hablando de ropa (“Te ves bien en traje”. “Gracias, estaba muy preocupado. Sólo tengo un traje, espero que te guste”. “Cuando tenía tu edad sólo tenía un traje, también”.) y continúan recordando las políticas favorables a los migrantes de aquella administración y el apoyo de Obama a Harris como una continuidad de esa preocupación. Todo es distendido y respetuoso a la vez, aunque evidentemente nada se sale de un entorno confortable para el interlocutor. Más allá de su sostén a los políticos demócratas, su canal de Tik Tok incluye varios videos elogiosos con el polémico presidente de El Salvador, Nayib Bukele (25 de setiembre). Espina nació en Montevideo, se mudó con su familia a Texas a la edad de cinco años y se graduó en Ciencias Políticas en la Universidad de Nevada.

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