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Alex Karp, director de Palantir Technologies, en el Foro Hill and Valley en el Capitolio de los Estados Unidos, el 30 de abril, en Washington, DC.

Foto: Kevin Dietsch / AFP

El golpe de Estado de la tecnología autoritaria

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Las funciones públicas capturadas por la industria digital.

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Un nuevo poder se está consolidando en Washington: el complejo de la “tecnología autoritaria”. Más apremiante, más ideologizada, más privatizada que todos los modelos militar-industriales anteriores, está socavando los cimientos de la democracia como nunca antes se había visto desde los inicios de la era digital. Silicon Valley ya no se conforma con producir aplicaciones: ahora levanta imperios.

El pasado julio, en lo más profundo de la maquinaria burocrática del Pentágono, el ejército estadounidense sacrificó con toda la calma una parte esencial de su soberanía, alegando que se trata de una racionalización administrativa. Suma de 75 contratos diferentes, el acuerdo de 10.000 millones de dólares firmado con Palantir Technologies es uno de los más insólitos de la historia del Departamento de Defensa. La transacción avala la transferencia de funciones militares cruciales a una empresa privada cuyo fundador, Peter Thiel, declara abiertamente que “la libertad y la democracia ya no son compatibles”.1 De este modo, las decisiones relacionadas con determinar objetivos, movilizar tropas y analizar datos van a pasar cada vez más por las manos de algoritmos, que no dependen de los mandos militares sino de un consejo de administración que responde ante sus accionistas. El ejército no sólo compró un software, sino que cedió su autonomía operativa a una plataforma de la que ya nunca va a poder prescindir.

Más allá de Palantir, toda una coalición de empresas, inversores e ideólogos reunidos bajo la bandera del “patriotismo” está trabajando para construir un sistema planetario de control tecnopolítico: el “stack autoritario”, por analogía con el “stack tecnológico”, que designa el conjunto de tecnologías empleadas para crear una aplicación. Este sistema de control consiste en un conjunto de plataformas de servidores remotos, modelos de inteligencia artificial (IA), sistemas de pago, redes de drones y constelaciones de satélites. Mientras que el autoritarismo tradicional recurre a la movilización de las masas y a la violencia estatal, esta forma de poder se apoya en la infraestructura tecnológica y la coordinación financiera, de modo que las formas clásicas de resistencia no sólo se vuelven difíciles sino orgánicamente obsoletas. A la cabeza de este proyecto se encuentran las figuras más derechistas de las Big Tech: Peter Thiel, Elon Musk, Marc Andreessen, David Sacks, Palmer Luckey y Alexander Karp. Sus inversiones tienen un propósito político claro: redefinir la soberanía como una clase de activos privados.

Esta apropiación de las infraestructuras críticas del Estado se manifiesta en cinco sectores estratégicos: los datos personales, la moneda, la defensa, las comunicaciones satelitales y la energía.

El primer paso es apoderarse de la arquitectura de software. El contrato de 10.000 millones firmado a fines de julio confirma lo que los iniciados ya sabían: a partir de ahora, Palantir (empresa en la que Stephen Miller –jefe de Gabinete adjunto de la Casa Blanca– aparentemente posee unos 250.000 dólares en acciones)2 se convirtió en el sistema operativo por defecto del gobierno estadounidense. En el sector militar, Palantir interviene en el campo de batalla, la cadena de suministro, la gestión del personal y la inteligencia. Su plataforma Foundry, desarrollada originalmente para la contrainsurgencia en Irak, fue una alegría para el Departamento de Eficiencia Gubernamental, pues permite automatizar, mediante algoritmos orientados según criterios políticos, la elaboración del presupuesto, la elegibilidad para ayudas sociales, los reembolsos médicos y las pensiones de los veteranos de guerra. Otra herramienta de Palantir, ImmigrationOS, permite a la policía localizar a los inmigrantes en situación irregular y gestionar el flujo de detenciones y deportaciones.

Si Palantir es la columna vertebral del Estado autoritario en cuestión de datos, Anduril es el brazo armado. Esta compañía que fundaron juntos Palmer Luckey (el creador de Oculus VR) y Trae Stephens (antiguo miembro de Palantir) transforma el control de la información en poder de combate autónomo. Valuada en 30.500 millones de dólares (suma que refleja tanto su éxito comercial como su creciente dominio de las infraestructuras militares esenciales), Anduril tiene más de 22.000 millones de dólares en contratos de defensa. Su plataforma Lattice combina datos satelitales, imágenes de radar y fotografías de terreno dentro de un sistema de comando único capaz de planificar y ejecutar operaciones a la velocidad del rayo. Anduril se jacta de lograr una autonomía de “nivel 5”: despegue, identificación del objetivo, ataque y regreso a la base sin intervención humana. “Autonomía” también es la palabra clave de la iniciativa Unleashing U.S. Military Drone Dominance (“desatar la dominación estadounidense de drones militares”), que el secretario de Defensa Pete Hegseth anunció en julio y que apunta a integrar completamente los sistemas de armamento autónomo de acá a 2027.

Un poco más alto en el cielo, Starshield –la constelación de satélites militares clasificados de SpaceX– sella la privatización de un sector que hasta ahora era competencia exclusiva del Estado: las comunicaciones en órbita terrestre baja. Aunque se la promovió como una “infraestructura soberana”, en realidad sigue estando enteramente en manos de la empresa de Elon Musk. Si las comunicaciones en los teatros de operaciones de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) dependen de un hombre que apoya de modo ostensible a los partidos de extrema derecha de Europa, la autonomía de la defensa pasa a ser una mera quimera. El Pentágono está evaluando la posibilidad de usar Starship, el cohete de SpaceX, como plataforma logística para movilizar tropas y materiales a través del globo en menos de una hora.3

Otras soluciones como GovCloud de Amazon Web Services o Azure Government de Microsoft –en asociación con OpenAI, Meta y Anthropic– ya forman parte de operaciones secretas militares y de inteligencia. Una vez más, la “soberanía” que prometen se traduce ante todo en opacidad para los ciudadanos, que pierden todo derecho a supervisar las acciones de los gobernantes; y en limitaciones para los gobiernos, cada vez más encadenados a la infraestructura industrial privada.

Alimentar las granjas de servidores que permiten impulsar estas herramientas exige un suministro eléctrico estable y potente que sólo las tecnologías nucleares avanzadas pueden proporcionar en la escala necesaria. La empresa de enriquecimiento de uranio General Matter –la primera en manos privadas en Estados Unidos desde 2013– está financiada de forma parcial por el Founders Fund de Thiel (quien también forma parte del consejo de administración de General Matter) y gestionada por antiguos ingenieros de SpaceX. Esta convergencia no es casual. Para el secretario de Energía Christopher Wright, la energía nuclear del futuro responde mucho más a una cuestión de dominación tecnológica que de independencia energética: “La IA es una industria que consume una enorme cantidad de energía. Cuanta más energía se invierte, más inteligencia se produce”.4

Para entender cómo pudo ocurrir tan rápido esta apropiación, alcanza con observar a los protagonistas.

Al día de hoy, la “puerta giratoria” ya no se limita a un ida y vuelta entre el gobierno y la industria: los dos universos están imbricándose en una nueva arquitectura del poder. La ascensión política de James D Vance, el actual vicepresidente de Estados Unidos, probablemente habría sido menos espectacular si en 2022 Thiel no lo hubiera ayudado a ser electo senador de Ohio con una contribución de 15 millones de dólares, la donación individual más importante que haya recibido un candidato al Senado. Michael Kratsios, exjefe de personal del mismo Thiel, actualmente dirige la Oficina de Política Científica y Tecnológica de la Casa Blanca. A su vez, Michael Obadal, que en mayo fue nombrado subsecretario del Ejército (el segundo rango civil más alto en la jerarquía del Pentágono), ocupaba un cargo directivo en Anduril y todavía poseía un millón de dólares en acciones de dicha empresa cuando el Senado confirmó su nombramiento en setiembre.

Gregory Barbaccia pasó diez años trabajando en el sector de inteligencia de Palantir antes de convertirse en director de información del gobierno federal, donde se encarga de supervisar programas de integración de datos que contribuyen directamente a enriquecer a su antiguo empleador. Clark Minor, su homólogo en el Departamento de Salud y Servicios Humanos, también ocupaba un puesto directivo en Palantir; entre 2021 y 2024, dicha empresa firmó contratos por casi 300 millones de dólares con ese mismo departamento. Quizá el punto culminante fue el Destacamento 201, una unidad que el Pentágono creó en junio para fomentar la “innovación”; este escuadrón incorporó a cuatro altos ejecutivos de Palantir, Meta y OpenAI, ascendidos al rango de teniente coronel.5 De este modo, se desdibuja de manera deliberada la frontera entre subcontratistas y comandantes, entre la búsqueda de beneficio y la defensa nacional. Ahora sólo hay que seguir al capital, y el plan se revela.

El esqueleto lo constituye el Founders Fund, el buque insignia de Thiel, con un capital de 17.000 millones de dólares. En junio, el fondo encabezó la última ronda de financiación para Anduril, con una inversión de 1.000 millones de dólares. Desde muy temprano invirtió en el sector de inteligencia y en comunicaciones satelitales, y fue el primer accionista institucional de Palantir y de SpaceX. A diferencia del capital de riesgo tradicional, que suele ser más pasivo, el fondo interviene de modo directo en las decisiones estratégicas de empresas que están redefiniendo los límites del Estado. Trae Stephens es, en simultáneo, presidente ejecutivo de Anduril y socio de Founders Fund. Delian Asparouhov, otro socio, dirige Varda Space Industries, empresa que aspira a construir la primera estación espacial de uso industrial. También Scott Nolan, director ejecutivo de General Matter, mantuvo sus funciones dentro del fondo.

Creado por allegados de Thiel y Vance, 1789 Capital representa tanto la sucesión dinástica del capital de riesgo como el vínculo entre el poder presidencial y los beneficios de la industria armamentista. En noviembre de 2024 se asoció Donald Trump Jr., el hijo del presidente, lo que resultó en un cambio de escala: de 150 millones de dólares iniciales, el fondo pasó a superar los 1.000 millones. Campeón autoproclamado de la “inversión patriótica”, 1789 Capital ya inyectó más de 50 millones de dólares en el imperio de Musk (SpaceX para la dominación espacial, xAI para la inteligencia artificial militar).6

Con activos por 600 millones de dólares, el fondo American Dynamism –creado por la firma Andreessen Horowitz (a16z)– invierte en tecnologías de defensa y apoya a los individuos que “ayuden a erigir” Estados Unidos. El mismo Marc Andreessen reunió en su momento a los multimillonarios de Silicon Valley para apoyar la candidatura de Trump en 2024. Por su parte, los gigantes 8VC y General Catalyst, aunque más discretos, son igual de influyentes. Joseph Lonsdale, fundador de 8VC y cofundador de Palantir, colaboró con Musk dentro de la organización America PAC, que fue un instrumento clave para la victoria de Trump. General Catalyst llevó adelante una ronda de financiación de 1.480 millones de dólares para Anduril, y 8VC, por su parte, invirtió 450 millones en dicha empresa. La estrategia dio frutos: en 2025, Palantir se deslizó hacia la cima del índice bursátil S&P 500, con resultados trimestrales de más de 1.000 millones de dólares, potenciados por un aumento del 53 por ciento en el sector de los contratos públicos.

Cuando el cliente no puede dejar a su proveedor porque este se convirtió en su sistema operativo, eso ya no se llama beneficio, sino poder. Un poder que está empezando a amenazar tanto a la soberanía estadounidense como a la europea.

En Italia, los responsables de Defensa están considerando optar por Starlink, el sistema de Elon Musk, para gestionar sus comunicaciones cifradas por satélite. En Alemania, la policía de varios estados federados ha utilizado herramientas de vigilancia de Palantir y, pese a que esto provocó enérgicas protestas (y una apelación ante la Corte Constitucional Federal), las autoridades federales parecen estar evaluando la posibilidad de extender su uso al resto del país.

Por su parte, la Bundeswehr (institución que aúna a las Fuerzas Armadas de Alemania) se encuentra atada de pies y manos a Anduril desde que Rheinmetall, la principal empresa armamentística alemana, anunció el 18 de junio su asociación con la firma estadounidense, para desarrollar versiones “europeas” de los misiles Barracuda y de los drones autónomos Fury, que podrían desplegarse en el marco de la OTAN. En realidad, la arquitectura subyacente sigue siendo estadounidense: los sistemas europeos utilizan Lattice, reciben actualizaciones constantes de los servidores de California y funcionan dentro de parámetros que define Silicon Valley.

En Reino Unido, el nivel de dependencia es aún mayor. Desde 2023, el National Health Service gestiona los datos de decenas de millones de pacientes por medio de la Federated Data Platform de Palantir, que le costó 330 millones de libras. Sin embargo, en mayo de este año el gobierno tuvo que pagar ocho millones de libras al servicio de auditoría KPMG, en un intento de acabar con la reticencia que tenían algunos grupos hospitalarios para adoptar la herramienta. Parecería que la correa que sostiene Thiel todavía podía ser más corta, puesto que en setiembre Londres también firmó una colaboración de defensa por 1.500 millones de libras. Este acuerdo convierte al país en un centro neurálgico del sistema de IA militar de Palantir.

Todas estas decisiones no dieron lugar a debates parlamentarios dignos de ese nombre. Muy pocas aparecieron siquiera en las portadas en los diarios. Así y todo, son reveladoras del apremio con que los gobiernos del viejo mundo –que tanto se vanaglorian de su autonomía estratégica– están dispuestos a ceder sus prerrogativas a empresas estadounidenses, cuyos dirigentes se divierten pisoteando la democracia europea.

Con cada nuevo contrato, las puertas se van cerrando. Cuando los servicios del Estado no puedan funcionar sin Palantir, los drones de Anduril se conviertan en la norma dentro de la OTAN y los modelos de IA –que sostienen todo lo demás– estén alimentados por plantas nucleares, ya no va a haber vuelta atrás.

De este modo, lo que se revela no es el mero dominio industrial, sino una mutación fundamental de la soberanía: de autoridad política ejercida por medio de instituciones relativamente democráticas, pasó a ser capacidad técnica en manos de intereses privados. Mientras que en Bruselas siguen divagando sobre la “soberanía digital”, los países europeos están firmando acuerdos que hipotecan su autonomía e inscriben la lógica antidemocrática en las mismas estructuras del poder.

La metamorfosis política de Silicon Valley corona la maduración de lo que Evgeny Morozov llama los “intelectuales oligarcas”, esos “nuevos legisladores” que utilizan la infraestructura tecnológica para difundir su evangelio y erigir una gobernanza posdemocrática.7 Lo que había empezado como un repliegue libertario se transformó en una toma de poder autoritaria. Los que antaño fantaseaban con crear naciones autónomas en mitad del océano para escapar a la autoridad de los Estados hoy ocupan los cargos gubernamentales más altos. Como no lograron erigir instituciones paralelas, encontraron una opción más eficaz: convertirse en la infraestructura estatal.

Quizá su éxito más notorio esté en el campo de las criptomonedas. En el marco de la Ley Genius de Trump, ahora las criptomonedas estables (stablecoins) son “infraestructura de seguridad nacional”, lo que prácticamente equivale a conferir poderes de banco central a emisores privados. El pasado junio, el secretario del Tesoro Scott Bessent estimó que la demanda de bonos del Tesoro que genera esta medida asciende a dos billones de dólares.

Los tecnoautoritarios lo entendieron muy bien: no hace falta ganar elecciones para ejercer el poder; alcanza con firmar contratos. Cada licitación reduce un poco más el espacio de decisión democrática, hasta que sólo queden las opciones técnicamente posibles dentro de una infraestructura al servicio de los accionistas. Vaciada de contenido, la democracia sólo sobrevive como interfaz antigua, conservada en aras de la estabilidad.

Francesca Bria, economista. Fundadora de authoritarian-stack.info, la plataforma de información sobre empresas de tecnologías autoritarias estadounidenses. Traducción: Agustina Chiappe.


  1. “The Education of a Libertarian”, cato-unbound.org, 13-4-2009. 

  2. Nick Schwellenbach, “Stephen Miller’s Financial Stake in ICE Contractor Palantir”, pogo.org, 24-6-2025. 

  3. Audrey Decker, “Pentagon eyes Starship, designed for Mars, for military missions somewhat closer to home”, defenseone.com, 15-3-2024. 

  4. Ver sus declaraciones del 10 de marzo de 2025 en energy.gov

  5. Shyam Sankar, director de tecnología de Palantir; Andrew Bosworth, su homólogo de Meta; Kevin Weil, director de producto de OpenAI, y Robert McGrew, exdirector de investigación de OpenAI. 

  6. Alexandra Ulmer y Joseph Tanfani, “Trump-linked venture fund 1789 Capital tops $1 billion in assets”, Reuters, 8-9-2025. 

  7. Ver Evgeny Morozov, “Les intellectuels-oligarques, nouveaux législateurs de la Silicon Valley”, blog Silicon Circus, monde-diplomatique.fr, 14 y 17 de abril de 2025. 

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