En un juego tan irracional como el robo de aquellos enanos de jardín en un pequeño pueblo en dictadura, que muestra la película de Guillermo Casanova que da título a esta nota, Hélène Richard repasa cómo Occidente fue cercando a Rusia hasta volver inevitable una reacción que sangrara por la herida.
Para el ex primer ministro francés Alain Juppé, el debate estaba terminado: “Tras la caída de la URSS [Unión Soviética], hicimos todo lo posible para que Rusia se asociara a la organización del nuevo mundo. Pero la paranoia de [su presidente, Vladimir] Putin, fue en aumento y hoy está dominado por la ambición de reconstruir el Imperio ruso o soviético. Nosotros no tenemos por qué mortificarnos por este asunto. Somos las víctimas de la agresión, no los agresores” (Le Monde, 11 de setiembre). De acuerdo con este punto de vista, ampliamente compartido, los reproches del presidente ruso contra la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) derivan de una reescritura de la historia. Rusia no sólo habría consentido ese avance hacia sus fronteras, sino que habría cooperado con Washington y Bruselas, hasta el punto de sacar ventajas sustanciales de la situación e incluso de querer unirse ella misma a la alianza atlántica. Si bien los miembros de esta alianza protegieron a los Estados bálticos del imperialismo ruso, mostraron una peligrosa ingenuidad al dejar a Ucrania librada a su suerte.1 Para ellos, de este análisis se desprende una hoja de ruta: no volver a confiar en Rusia, combatirla hasta su derrota, o hasta su agotamiento.
Mary Elise Sarotte publicó la obra de referencia sobre el avance hacia el Este de la OTAN en la década de 1990.2 Tras una inmersión de diez años en los archivos diplomáticos de su país, esta historiadora estadounidense esperó al trigésimo aniversario de la implosión de la URSS, en diciembre de 2021, para publicar su obra titánica. La invasión de Ucrania se produjo pocos meses después. Desde entonces, la investigadora se ha esforzado por evitar cualquier instrumentalización de su trabajo que busque justificar la guerra. No obstante, si bien su libro ayuda a entender qué cosas son producto de la “paranoia” de Putin, cuestiona sobre todo la idea de un Occidente benevolente. De su lectura se desprende que los presidentes estadounidenses George W Bush y luego Bill Clinton estaban decididos a seguir adelante con un proyecto inaceptable para Moscú, plenamente conscientes de los riesgos que una opción de esas características implicaba, en particular para Ucrania.
A lo largo de la década, la política estadounidense reprodujo el mismo esquema: avanzar con cautela procurando mantener la mayor cantidad de opciones posibles, ignorar las exigencias de Rusia y acelerar en el momento oportuno cediendo únicamente en nimiedades para permitir al Kremlin salvar las apariencias ante la oposición y ante un aparato militar sobrepasado. El proyecto estadounidense de expansión de la OTAN no estaba definido cuando cayó la primera piedra del Muro de Berlín. Sin embargo, en cada etapa decisiva del proceso, Washington terminó optando por los arbitrajes más hostiles a Moscú, lo que dio a los rusos razones de sobra para sentirse engañados.
Hay tres momentos clave que lo ilustran. El 9 de noviembre de 1989, el portavoz del Comité Central del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED, por sus siglas en alemán) hizo una torpe declaración en la que dio a entender que iban a levantar todos los controles en los puestos fronterizos con la República Federal de Alemania (RFA). Una multitud de berlineses cruzó los puntos de paso sin que las autoridades pudieran contener la multitud. El canciller federal Helmut Kohl sacó partido de esta súbita aceleración de los acontecimientos. El 28 de noviembre de 1989, llamó a la creación de una confederación entre las dos Alemanias. Esta iniciativa no concertada dejó a sus aliados atónitos. Los estadounidenses comenzaron a temer un acuerdo sorpresa entre Bonn y Moscú a sus espaldas: si Alemania aceptaba salir de la OTAN a cambio del visto bueno soviético a la reunificación, desaparecería un eslabón esencial de la presencia estadounidense en Europa, e incluso la propia alianza.
Los temores estadounidenses no eran infundados. Ya se había abierto un canal diplomático secreto entre Bonn y Moscú. El 21 de noviembre de 1989, el jefe del Departamento Internacional del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Valentín Falin, envió a su adjunto Nikolai Portugalov a Bonn. Llevaba bajo el brazo dos documentos, uno oficial y otro no. El primero expresaba, en términos generales, la preocupación de las autoridades soviéticas por la situación política en Alemania. El segundo sondeaba a Bonn sobre sus intenciones de “introducir la cuestión de la reunificación en términos de políticas concretas”. En tal caso, señalaba el Kremlin, sería necesario reconsiderar la cuestión de las “alianzas futuras de los Estados alemanes” y examinar la “cláusula de retirada” de los tratados de París y de Roma. “Para ser claros, [...] si querían la unidad alemana, debían abandonar tanto la Comunidad Europea como la OTAN”, resume Sarotte.
En aquel momento, una poderosa corriente pacifista apoyaba la desnuclearización del país. Esto representaba una gran ventaja para el presidente soviético Mijail Gorbachov. Valentín Falin lo exhortaba a aprovecharla convocando un referéndum sobre la cuestión de las alianzas de una Alemania confederada: ¿los alemanes querían que formara parte de la OTAN o de una organización paneuropea? Para los dirigentes de la URSS era una manera de sacar el máximo provecho de la reunificación alemana, que consideraban inevitable. El ministro alemán de Asuntos Exteriores, Hans-Dietrich Genscher, se mostró dispuesto a asumir el compromiso. Por su parte, en Washington, el secretario de Estado James Baker consideró que había que recorrer parte del camino. En febrero de 1990 inició en Moscú una serie de consultas con su homólogo soviético, Eduard Shevardnadze. Ambos responsables llegaron a un punto de acuerdo –verbal– que pasaría a la posteridad: en caso de que se produjera la reunificación alemana, la “zona de la OTAN” (expresión de Shevardnadze), su “jurisdicción”, no se extendería “ni un milímetro hacia el Este” (fórmula de Baker). Esta expresión del secretario de Estado daba a entender que las estipulaciones del artículo 5 del Tratado de la OTAN –la cláusula que prevé una reacción de defensa colectiva en caso de ataque contra un miembro de la alianza– no se aplicarían al territorio de la ex República Democrática Alemana (RDA), lo que equivalía a congelar la línea de avanzada de la OTAN.
Sin embargo, el consejero de seguridad nacional, Brent Scowcroft, convenció al presidente George W Bush de mostrar una postura más intransigente frente a Moscú. En las conversaciones posteriores, los responsables estadounidenses comenzaron a emplear una nueva fórmula –ofrecer un simple “estatuto militar especial” para Alemania del Este– sin que los rusos notaran las implicaciones del deslizamiento terminológico. Ese estatuto, explica el historiador francés Frédéric Bozo, no significaba “ni la neutralización ni la desmilitarización de la parte oriental de la Alemania unificada, y esta última debía seguir siendo parte integral no sólo de la alianza, sino también de su organización militar integrada”.3 Para dejar en claro esta “sutileza” estratégica de gran alcance, Bush hizo llegar un mensaje a Kohl el 9 de febrero de 1990, antes de que partiera hacia Moscú. El Kremlin, por su parte, se mantuvo de forma deliberada en la ambigüedad.
Deseoso de no irritar a Gorbachov, el canciller alemán no tuvo en cuenta la nueva orientación estadounidense. “Naturalmente, la OTAN no extenderá su territorio al de la actual RDA”, le confirmó al dirigente soviético el 10 de febrero de 1990. Pero, poco a poco, comenzó a tomar dimensión de la fragilidad económica de la URSS. ¿No sería posible comprar la reunificación en marcos alemanes, sin ceder nada –o casi nada– en el plano de la seguridad? El 11 de setiembre, en vísperas de la firma del tratado cuatripartito Dos más Cuatro en Moscú sobre la reunificación, la cuestión financiera quedó resuelta: Kohl prometió transferir 12.000 millones de marcos alemanes, más 3.000 millones en créditos sin intereses a la Unión Soviética. Sin embargo, el expediente militar siguió empantanado. Kohl había conseguido, durante su estancia en la dacha de Gorbachov en el Cáucaso, que se extendieran las garantías del artículo 5 a Alemania del Este y, por su parte, había renunciado a autorizar la instalación de cabezas nucleares, así como el estacionamiento o el despliegue de tropas extranjeras en la ex RDA. Pero este proyecto de compromiso, muy por debajo de las exigencias soviéticas iniciales, seguía siendo inaceptable para Washington.
La intransigencia estadounidense estuvo a punto de hacer fracasar la cumbre prevista para el 12 de setiembre en Moscú. Genscher se alarmó y, la víspera, cuando las delegaciones ya se habían instalado en el hotel President de Moscú, mandó a despertar en plena noche al secretario de Estado estadounidense. “Hacia la una de la madrugada –relata Sarotte–, la delegación estadounidense lo recibió en ropa deportiva y bata. A pesar de la mezcla de alcohol y somníferos [que acababa de tomar], Baker no había perdido ni una pizca de su talento para negociar”. La discusión nocturna desembocó en un subterfugio: colar una discreta adenda en el acuerdo cuatripartito. De cara al público, el texto principal retomaría algunas de las exigencias soviéticas (“no se estacionarán ni se desplegarán en esa parte de Alemania fuerzas armadas extranjeras ni armas nucleares o vectores de armas nucleares”), pero autorizaría el despliegue (no la presencia permanente) de fuerzas extranjeras (es decir, estadounidenses) por decisión del futuro gobierno de la Alemania reunificada, “de una manera razonable y responsable, teniendo en cuenta los intereses de seguridad de cada parte contratante”. La delegación soviética aceptó esta farsa, que disimulaba –un poco– el alcance de su retroceso. Como reconocería más tarde el adjunto de Baker, Robert Zoellick: “Necesitábamos preservar esa posibilidad porque, si algún día Polonia se incorporaba a la OTAN en una segunda etapa, queríamos que las fuerzas estadounidenses pudieran atravesar Alemania del Este para estacionarse en Polonia”.
Con la integración de Alemania a la alianza, la Casa Blanca ganó una primera batalla. Pero ¿qué sucedía con la expansión de la organización militar más hacia el Este? La administración estadounidense debatió este punto en un segundo momento decisivo. Una parte del entorno presidencial instó a aprovechar la oportunidad histórica que ofrecía el espectacular debilitamiento soviético para impedir cualquier resurgimiento del poder ruso y cualquier emergencia de futuros competidores. En cambio, otros asesores temían una huida hacia adelante: “La expansión de la OTAN obligará a elegir entre abrirla a todos los candidatos –incluida Rusia– o trazar una nueva línea divisoria en Europa para sustituir la que existía durante la Guerra Fría [...]. No vemos ninguna posibilidad políticamente viable de detener [la ampliación] una vez que la iniciemos”, advirtió Thomas Niles, el consejero de Baker para los asuntos canadienses y europeos. Él, como otros, temía también que la expansión de la alianza obstaculizara el avance de los expedientes que requerían la cooperación de Moscú: la gestión de la crisis en la ex Yugoslavia (en la que los rusos apoyaban a los serbios), así como las negociaciones sobre el desarme nuclear, que afectaban de modo directo a los intereses estadounidenses.
En un primer momento prevaleció la prudencia. El colapso de la Unión Soviética en 1991 generó incertidumbres que llevaron a Washington a aplicar una política inclusiva: en enero de 1994, bajo la presidencia de Bill Clinton, se lanzó una iniciativa denominada “Asociación para la Paz” (APP); este ofrecimiento de cooperación con la OTAN se dirigió tanto a los antiguos países del Pacto de Varsovia como a Rusia. Los países del Grupo de Visegrado (Hungría, Polonia y Checoslovaquia) –que habían presentado de manera oficial su solicitud de adhesión el 6 de mayo de 1992– temían quedarse por siempre en el umbral de la alianza.
La filosofía de la APP estaba ligada de forma estrecha con la cuestión ucraniana. Washington buscaba convencer a Kiev de ceder su arsenal nuclear a Rusia, Estado sucesor de la URSS. Aunque los dirigentes ucranianos nunca tuvieron control –ni político ni técnico– sobre el “botón rojo”, no podía descartarse una posible proliferación a través de redes mafiosas en un país sumido en el deterioro. Ahora bien, acelerar una primera ola de expansión, como reclamaba el Grupo de Visegrado, dejaría a Kiev atrapada en una zona gris entre la OTAN y Rusia, y eso podía llegar a disuadirla de renunciar a sus ojivas. A la inversa, el avance de la alianza hasta los países bálticos y Ucrania podía debilitar al presidente ruso Boris Yeltsin, que debía hacer frente a una oposición comunista y nacionalista en pie de guerra, tal como lo demostró la revuelta parlamentaria de 1993.4 Con la APP, la administración estadounidense intentó calmar la impaciencia de Praga, Varsovia y Budapest. Pero, como lo explicó Clinton a Kohl en febrero de 1994, mientras el movimiento secesionista se intensificaba en Crimea: “Si Ucrania se desintegra, ya sea por la influencia rusa o por los militantes nacionalistas internos, se vendría abajo toda la teoría de la Asociación para la Paz”.5
Washington aceleró a finales de 1994. Con la llegada de las elecciones de mitad de mandato, el presidente Clinton se acercó a la línea dura de Anthony Lake, su consejero de seguridad nacional. Este último movió sus fichas durante una sesión ordinaria del Consejo del Atlántico Norte en Bruselas, el 1º de diciembre de 1994. Los rusos esperaban una sesión rutinaria, como tantas otras. El ministro de Asuntos Exteriores, Andrei Kozyrev, incluso se desplazó a la capital belga para hablar del PPM, que servía de marco para la participación rusa en las operaciones de mantenimiento de la paz en Bosnia-Herzegovina junto con la OTAN. Esperaba poder añadirle un protocolo que otorgaba a Rusia un estatuto especial. Mientras esperaba, se puso a jugar al tenis con el embajador ruso en Bruselas... Pero su partido se vio interrumpido por una llamada de Yeltsin, que estaba furioso: el presidente ruso acababa de enterarse a través de la prensa del contenido del comunicado final, que “[lanzaba] un proceso de examen destinado a determinar las modalidades de ampliación de la OTAN”. Ya no se trataba de saber si la organización se ampliará, sino de definir cómo...
Natalia Vitrenko, líder del Partido Socialista Progresista de Ucrania, quema una bandera de la OTAN en una protesta contra el presidente estadounidense, George W. Bush, y la OTAN, en Kiev, el 31 de marzo de 2008.
Foto: Genia Savilov / AFP
Alemania ya formaba parte de la OTAN y el principio de ampliación de la alianza ya había sido aprobado. Quedaba por responder una tercera pregunta: ¿a qué países se extendería el pacto? ¿Debía limitarse al Grupo de Visegrado o avanzar hasta las fronteras rusas? En 1996, los estadounidenses ya tenían el camino libre. Ucrania había aceptado firmar el Memorando de Budapest (en vigor desde diciembre de 1994), es decir, una desnuclearización a cambio de simples “aseguramientos” –y no de garantías– por parte de Estados Unidos, Reino Unido y Rusia sobre su integridad territorial. A cambio de unos cuantos millones de marcos alemanes adicionales, los últimos soldados rusos abandonaron Alemania cuatro meses antes de lo previsto, en el verano de 1994, al término de una ceremonia confidencial. El 31 de agosto de 1994, los aliados occidentales, por su parte, tuvieron derecho a un gran desfile oficial para celebrar su partida de Berlín.
Los estadounidenses aprovecharon sin tapujos la debilidad económica de su antiguo gran rival. Yeltsin había hundido al país en el caos bajo la influencia de un cártel de oligarcas y de consejeros occidentales. Su rescate dependía de la buena voluntad del Fondo Monetario Internacional (FMI). En marzo de 1995, Clinton explicó al primer ministro danés de visita en Washington: “Será difícil, pero creo que, al menos en principio, Rusia puede ser comprada”. Unas semanas antes de las elecciones presidenciales de 1996, el jefe de Estado estadounidense presionó al francés Michel Camdessus, director del FMI, para que la institución otorgara a Rusia un nuevo préstamo de 10.200 millones de dólares, a pesar de los riesgos de insolvencia.6
Fue en ese contexto que Clinton logró hacer entender a Yeltsin que habría una ampliación de la OTAN, independientemente de lo que dijera Moscú. La administración estadounidense sólo aceptó no oficializarla hasta después de las elecciones presidenciales rusas, mientras continuaba con el trabajo preparatorio. El presidente de Estados Unidos tenía la intención de anunciar, junto con la primera ampliación, que la puerta permanecía abierta a otros candidatos, incluidos los países bálticos fronterizos con Rusia. Con pleno conocimiento de causa, Yeltsin firmó en mayo de 1997 el Acta Fundacional OTAN-Rusia, un acuerdo de cooperación destinado a instaurar “una paz duradera e inclusiva”. Los occidentales lo interpretaron como una especie de consentimiento a la ampliación. Para facilitar las cosas, Washington desbloqueó 4.000 millones de dólares adicionales, una suma equivalente a la ayuda estadounidense acumulada entre 1992 y 1996. El ministro de Asuntos Exteriores, Yevgueni Primakov, advirtió al subsecretario de Estado estadounidense, Strobe Talbott: “La gente no tiene que poder decir que Estados Unidos utiliza su dinero para [...] corromper [a Rusia] con el fin de hacerle aceptar la ampliación”. Ambas partes se mantuvieron discretas de modo deliberado acerca del monto del cheque. Sólo se destacaron las contrapartidas simbólicas en la comunicación oficial: la participación de Rusia en el G7, su integración en la Organización Mundial del Comercio (OMC), en el Club de París y en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Incapaz de frenar la expansión de la OTAN, el Kremlin sondeó en varias ocasiones a los países occidentales sobre la posibilidad de incorporarse a la organización. El primer dirigente en hacerlo fue Gorbachov, durante una conversación con el presidente François Mitterrand, el 25 de mayo de 1990. En el año 2000, Putin evocó, entre otras opciones, una posible integración de Rusia a la OTAN. Esta aspiración a unirse a la organización debía interpretarse como una de las vías contempladas para abolir la división Este-Oeste mantenida artificialmente tras la Guerra Fría. Sin embargo, por razones tácticas, Washington dejó entrever la posibilidad –puramente teórica– de que Rusia pudiera algún día formar parte del club militar occidental. “Que saquen un número y esperen en el jardín”, escribió Strobe Talbott a su superior, el secretario de Estado Warren Christopher, el 9 de julio de 1996. Porque, según explicó a diplomáticos checos en 1994, “admitir en público que Rusia nunca formaría parte de la OTAN ni de Europa [...] sería una locura”. Además de que “eso tendría consecuencias negativas en Rusia, podría enviar una mala señal a los países de la ex Unión Soviética que, esos sí, podían realmente incorporarse a la alianza”.
¿Y los europeos? ¿Qué pensaban? En cada una de las tres etapas de la expansión de la OTAN, sus opiniones importaban poco, salvo quizá la de Kohl durante la reunificación. Una vez que esta se llevó a cabo, París, Berlín y Londres expresaron serias reservas sobre la expansión de la alianza, sin lograr, sin embargo, impedir que llegara hasta las fronteras rusas. Mucho menos consiguieron proponer una alternativa paneuropea creíble. Francia, ciertamente, impulsó entre 1989 y 1990 el fortalecimiento de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, que reunía en una misma mesa a la URSS y a Estados Unidos.7 Pero la regla de la unanimidad paralizaba las instancias y limitaba a la organización a cuestiones de promoción de la democracia y a algunas operaciones de mantenimiento de la paz.
París hizo el duelo sin grandes dificultades. François Mitterrand tenía dos prioridades más importantes: prevenir un posible revisionismo territorial de la Alemania reunificada y anclar a esta última al proyecto de unión monetaria. Desconfiaba más de la ampliación de la Comunidad Europea –que suponía un riesgo de dilución política– que de la ampliación de la alianza atlántica. Así, cuando Francia obtuvo el reconocimiento de la frontera germano-polaca del Oder-Neisse por parte del gobierno alemán, y luego el visto bueno de Berlín a la moneda única (Tratado de Maastricht, 1992), se dio por satisfecha. Su sucesor, Jacques Chirac, al ver que la OTAN se imponía como la columna vertebral de la seguridad europea, acompañó la expansión de la organización hacia el Este. Impulsó la candidatura de Rumania y preparó el regreso de Francia al mando integrado (que se concretó en 2009, con Nicolas Sarkozy). Por insistencia de París, el Acta Fundacional OTAN-Rusia precisaba que la alianza debía cumplir “su misión de defensa colectiva [...] velando por garantizar la interoperabilidad [...] más que recurriendo a un estacionamiento permanente adicional de importantes fuerzas de combate”. Pero el documento carecía de valor jurídico vinculante.
A pesar de las garantías dadas a Moscú, Chirac siguió preocupado por las reacciones rusas, como lo demuestran sus palabras a Anthony Lake, el 1º de noviembre de 1996: “Los hemos humillado demasiado [...]. La situación en Rusia es muy peligrosa, [...] algún día habrá un efecto de rebote nacionalista”. Kohl compartía la preocupación del presidente francés. Agradeció a Yeltsin haber cumplido sus compromisos respecto de la retirada de las tropas rusas de Alemania y lamentó que los halcones estadounidenses hubieran aprovechado la “posición de debilidad” de Moscú, con el riesgo de comprometer a largo plazo la relación entre Occidente y Rusia.8 En privado, los británicos se opusieron a cualquier nueva ola de adhesiones, considerando que un compromiso solemne de defender a los países bálticos en caso de agresión sería insostenible. Pero sus reservas no bastaban para frenar la dinámica estadounidense.
A falta de algo mejor, los europeos occidentales se encargaron del servicio posventa de las decisiones en las que no habían tenido ninguna participación. A finales de la década de 1990, se comprometieron en una importante cooperación económica con Rusia. La construcción de los gasoductos Nord Stream 1 y 2, productos de un proyecto lanzado en 1997, materializaba esos vínculos entre Este y Oeste: Rusia dependía del mercado europeo tanto como Alemania dependía del gas ruso. Berlín y París también se esforzaron por incluir –aunque sea de forma marginal– a Rusia en el sistema de seguridad europeo, a través de las instituciones comunitarias. A partir de la cumbre de San Petersburgo realizada en 2003, se pusieron en marcha “cuatro espacios comunes” entre la Unión Europea y Rusia, uno de los cuales era el “espacio de seguridad”. Un oficial ruso dispuso desde entonces de un asiento secundario en el Estado Mayor militar de la Unión Europea, todavía embrionario. “Esto no tuvo continuidad. [...] Los rusos ponían material y eventualmente tropas a disposición de la Unión Europea [por ejemplo, en Chad], pero se quejaban de no poder participar en los procesos de toma de decisiones”, señaló, a la distancia, Jean de Gliniasty, exembajador francés en Moscú.
Hubo, en efecto, intentos de contener el avance atlantista hacia el Este... Durante la cumbre de Bucarest de 2008, Nicolas Sarkozy y Angela Merkel bloquearon la concesión a Ucrania y Georgia del estatuto de candidatos oficiales. “La honestidad me obliga a decir que [ellos] lucharon toda la noche para intentar evitar este cambio de rumbo, y al amanecer perdieron”, aseguró el exdiplomático. En el fondo, el comunicado final de Bucarest confirmaba que ambos países tenían una verdadera vocación de unirse algún día a la OTAN. Francia y Alemania sólo lograron aplazar el momento.
La presidencia de Dmitri Medvédev (2008-2012) dio lugar a una coyuntura favorable. Tras la intervención armada de Moscú en Georgia para impedir la recuperación por la fuerza de los territorios secesionistas en 2008, el nuevo jefe de Estado ruso quiso tender la mano a los europeos. Les envió un proyecto de tratado de 14 artículos. Su idea: poner todos los órganos de seguridad de Europa, incluida la OTAN, bajo una instancia de concertación de la que Moscú formaría parte. “Rusia aceptaría, mediante este tratado, restringir su libertad de recurrir a la fuerza de manera unilateral; sólo podría hacerlo si los países europeos y Estados Unidos hicieran lo mismo”, analizaba un informe del Senado francés de esa época. “Si se aceptara tal cual, [este texto] relegaría a la OTAN a un segundo plano al obligar a los Estados firmantes a remitirse, en última instancia, al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La alianza atlántica no habría podido, por ejemplo, emprender la guerra en Yugoslavia en 1999 sin la aprobación de la ONU. En cualquier caso, conviene discutir esta iniciativa”.9 Esta propuesta no obtuvo respuesta.
En junio de 2010, la canciller alemana, Angela Merkel, retomó la idea, aunque suavizada. “Si bien Francia apoya esta iniciativa [conocida como la de Meseberg], varios Estados miembros manifestaron sus reticencias ante la propuesta ruso-alemana y quisieron que la Unión Europea exigiera, como condición previa, gestos concretos de Rusia en el asunto de Transnistria [enclave separatista prorruso en Moldavia]”, lamentaba el mismo informe del Senado. “Invirtieron los términos del problema –analiza hoy Gliniasty–, ya que Medvédev y Merkel habían considerado que el primer campo de aplicación [...] debía ser precisamente... ¡Transnistria! Pero [Bruselas] lo convirtió en una condición previa”.
Las relaciones entre Rusia y Occidente siguieron deteriorándose hasta la revolución del Maidán en Ucrania y la anexión de Crimea en 2013-2014.10 París y Berlín patrocinaron los acuerdos de Minsk, que congelaban las posiciones de los separatistas prorrusos del Donbás y esbozaban un proceso de arreglo político. En realidad, los europeos buscaban preservar un statu quo precario dejando que Kiev postergara la aplicación de dicho acuerdo. La decisión de invadir Ucrania en febrero de 2022 revela la determinación de Moscú de romper los equilibrios establecidos, en lugar de sufrir el progresivo desmantelamiento de su influencia en ese país. Desde entonces, la guerra se ha estancado y la reactivación de un proyecto de seguridad sigue siendo muy hipotética.
Hélène Richard, periodista. Traducción: Paulina Lapalma.
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Ver, por ejemplo, Sylvie Kauffman, Les Aveuglés. Comment Berlin et Paris ont laissé la voie libre à la Russie, Stock, París, 2023. ↩
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Mary Elise Sarotte, Not One Inch. America, Russia and the Making of Post-Cold War Stalemate, Yale University Press, New Haven, 2021. Salvo que se aclare lo contrario, las citas y escenas relatadas en este artículo provienen de este libro. ↩
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Frédéric Bozo, Mitterrand, la fin de la guerre froide et l’unification allemande, Odile Jacob, París, 2005. ↩
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Véase Jean-Marie Chauvier, “Octobre 1993: le libéralisme russe au son du canon”, Le Monde diplomatique, octubre de 2014. ↩
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Telegrama del Secretario de Estado a la misión de Estados Unidos en Bonn 037335. “Subject: Memcon of Clinton-Kohl January 31 Lunch”, 12 de febrero de 1994, citado por Mary Elise Sarotte, op. cit. ↩
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Ver Hélène Richard, “Quand Washington manipulait la présidentielle russe”, Le Monde diplomatique, marzo de 2019. ↩
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Ver Hélène Richard “Quand la Russie rêvait d’Europe”, Le Monde diplomatique, setiembre de 2018. ↩
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Helmut Kohl, Berichte zur Lage 1989-1998. Der Kanzler und Parteivorsitzende im Bundesvorstand der CDU Deutschlands, Droste Verlag, Düsseldorf, 2012. ↩
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Yves Pozzo di Borgo, “Pour un partenariat stratégique spécifique entre l’Union européenne et la Russie”, informe presentado en nombre de la Comisión de Asuntos Europeos y de la Comisión de Asuntos Exteriores y de Defensa, presentado el 22 de junio de 2011, Senado. ↩
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Véase Olivier Zajec, “Les bons, la brute et la Crimée”, Le Monde diplomatique, abril de 2014. ↩