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Ilustración: Horacio Guerriero

Rojo fuego

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Jorge Amado (1912-2001)

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Militante comunista, exiliado y cronista de la resistencia popular, Jorge Amado transitó del realismo socialista a la literatura afrobrasileña. Merecedor de un Nobel que nunca llegó, sus novelas articulan resistencia social y cultura bahiana.

El año 1958 fue decisivo en la historia de Brasil, y no solamente por haber sido el de la primera victoria de la seleção en el mundial de fútbol, impulsada por la alegría pura de Pelé y las fintas de Garrincha. Unos días después, João Gilberto comenzaba las sesiones de grabación del álbum Chega de saudade en Río de Janeiro, con su manera de tocar la guitarra y su canto susurrado tan particulares. Era el acta de nacimiento de la bossa nova, el género musical con el cual el optimismo, el dinamismo urbano y la modernidad del Brasil de los años de Juscelino Kubitschek –el nombre del presidente de la República elegido en 1955– conquistaron el mundo.

En ese contexto eufórico, en parte, sin duda, utópico –ya que 1964 verá la imposición brutal de la dictadura por un golpe de Estado militar–, Jorge Amado publicó Gabriela, clavo y canela (1958), “una piedra en medio del camino” de una carrera marcada, a su manera, por la influencia del realismo socialista, a partir de Cacao (1933).

Nacido en 1912, en el corazón de las plantaciones de cacao de la húmeda selva tropical, hijo de un terrateniente de Ilheus, “la ciudad alegre orientada hacia el mar”, el escritor, de 46 años, seguía estando fascinado por “la vida, lo pintoresco, la extraña humanidad de Bahía”, en pleno apogeo de su impulso creativo. Mar muerto (1936) esboza un cuadro cotidiano de las prostitutas y los marineros de los bajos fondos de Salvador. Capitanes de la arena (1937) celebra la astucia de los chicos de la calle, con un realismo impulsado por un mensaje de denuncia asumido y un claro sentido épico.

Como todas las criaturas de Amado, Pedro Bala, el líder de la banda de “los chicos de la calle” de Salvador, es orgulloso, digno, pero también humilde –seguramente menos resiliente que “resistente”-. Desde El país del carnaval (1931) hasta El descubrimiento de América por los turcos (1994), la treintena de novelas publicadas en seis décadas de escritura le conceden, todas, un lugar destacado a la resistência. Resistencia física de los trabajadores de “la tierra de los frutos de oro”, resistencia política de los militantes comunistas con los que convivió en prisión, resistencia moral de los malandrines, prostitutas, vendedores ambulantes, bailarines de capoeira, resistencia cultural de las comunidades afrobrasileñas cuyas creencias y rituales populares defendió en 1946, haciendo votar una ley sobre la libertad de cultos cuando era diputado federal del Partido Comunista de Brasil (PCB).

Miembro activo a partir de 1932, encarcelado en 1935 como consecuencia de la prohibición de su formación política, exiliado en 1941-1942 en Argentina y Uruguay después de haber visto ejemplares de Capitanes de la arena quemados en la plaza pública del Pelourinho, la antigua picota donde antaño eran castigados los esclavos, coronado con el Premio Stalin de la Paz en 1951, Jorge Amado fue un ortodoxo hasta 1955.

“Estaba completamente absorto en la vida política [...], era verdaderamente un estalinista; todos lo éramos”, recuerda en sus charlas con Alice Raillard, su principal traductora francesa.1 Pero, desde los años 1930, se vuelve un comunista heterodoxo (estéticamente) que se permite animar con notas folclóricas su crítica a las élites económicas y a la explotación de las clases populares. O cuando se mezcla con los seguidores del candomblé. “¿Cómo haces tú, que te consideras materialista?”, le preguntaban sus amigos, que lo veían salir del terreiro [lugar de culto de umbanda] de su amiga Stella de Oxóssi, una sacerdotisa de Bahía. “Soy materialista, pero no cerrado”, les respondía. Medía su capacidad para romper el ciclo infernal de la producción y el consumo en nombre de lo que Pier Paolo Pasolini llamaba “la escandalosa fuerza revolucionaria del pasado”. Siguiendo la historia de su formación intelectual y de su educación artística tal como la retrata frente a Alice Raillard, se descubre cómo Amado ha construido un sincretismo personal, a la vez religioso y político, muy brasileño.

En 1948, luego de una nueva prohibición del partido comunista brasileño recientemente reformado, encontró refugio en Francia, luego en Checoslovaquia, y viajó a la Unión Soviética. Volvió a Brasil en 1955 y comenzó a “luchar para volver a ser escritor y no militante político”, a la luz de su descubrimiento del estalinismo. “Para mí fue un proceso extremadamente doloroso y terrible, que no quiero ni siquiera recordar”, le confió a Alice Raillard.

Amado elige ser, desde entonces, novelista de Bahía, con su trance, sus sueños, sus umbandas, sus macumbas, sus procesiones de carnaval... Ya en Bahía de todos los santos (1935), donde la destrucción de la catedral para dar paso a las vías del tranvía eléctrico marca el avance brutal del capitalismo en el centro histórico de la ciudad de las 300 iglesias barrocas, Antônio Balduino, el primer héroe negro emblemático de la literatura brasileña, no sólo ha sido chico de la calle, boxeador, obrero, sino también sambista. Para Amado, la visión del pueblo como héroe y la denuncia de las injusticias sociales derivan de su compromiso; pero el escritor sólo habrá aceptado lo que pudo percibir como una subordinación del arte a la ideología de 1937 a 1954, el año de la publicación de Los subterráneos de la libertad. E incluso un libro tan militante como El caballero de la esperanza (1942), un retrato del líder revolucionario comunista Luis Carlos Prestes, conserva el aire épico y lírico de las grandes epopeyas de América del Sur –uno piensa en el Martín Fierro de José Hernández o en el Canto general de su amigo Pablo Neruda.

Comunista de primera línea, habituado a la melancolía de los transatlánticos, a las mañanas en las residencias oficiales y al vértigo de los coches cama, Jorge Amado no se dejó adormecer por un reconocimiento internacional que le habría podido valer el Premio Nobel de Literatura si la lengua portuguesa no hubiera sido casi ignorada por la Academia de Estocolmo, que desde 1901 sólo ha galardonado a un único lusófono, José Saramago, en 1998. Este último, también comunista, hizo el prefacio de El descubrimiento de América por los turcos, en el que elogia a su pariente brasileño por haber logrado “articular el pueblo y lo popular”, tanto la temática militante como la celebración espiritual de los cuerpos y carnal de las almas.

Sébastien Lapaque, novelista y ensayista francés. Traducción: María Eugenia Villalonga.


  1. Jorge Amado, Conversations avec Alice Raillard, Gallimard, París, 1990. 

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