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Vendedor de periódicos al día siguiente de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Tarija, Bolivia, el 20 de octubre.

Foto: Aizar Raldes, AFP

Un nuevo presidente para una Bolivia distinta

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Radiografía de la derrota del MAS.

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El peso de la “cultura del éxito” y del imaginario del emprendedor, muchas veces inalcanzables, así como los egos políticos, la mala gestión de la economía y la crisis de los hidrocarburos, minaron el romance entre las grandes mayorías de Bolivia y el Movimiento al Socialismo, abonando el camino a su derrota electoral.

A casi 4.000 metros de altura, la plaza central del barrio Solidaridad, al norte de El Alto, apenas cobra vida el día después de la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 17 de agosto. Algunos transeúntes atraviesan la explanada polvorienta, bordeando los quioscos de comida y los dos puestos de productos para el hogar, que las sombrillas descoloridas a duras penas protegen del duro sol del Altiplano.

Sentada detrás de su puesto de detergentes, doña Máxima, el gorro de lana encasquetado en la cabeza, nos confía que por primera vez desde 2006 no votó por el Movimiento al Socialismo (MAS). El partido que había encarnado la recuperación de la dignidad de los pueblos andinos hoy le parece bien alejado de su vida cotidiana. Sin embargo, doña Máxima se acuerda de su asentamiento, a fines de los años 1990, en un barrio sin agua, sin ruta y sin electricidad. Recuerda también lo que el MAS le permitió: salir de la miseria, acceso a la universidad para sus hijos y el derecho a cruzar las puertas de las instituciones vestida con su pollera, sin ser relegada al rango de “india de mierda”, dice.

Agotamiento del modelo económico

Pero hoy esas conquistas parecen lejanas. Ahora la preocupación principal de Máxima es su pequeño comercio. Cada semana, toma el minibús para la Ceja ese atestado cruce donde se agolpan las mercaderías de contrabando venidas de Chile. Allí compra sus productos de limpieza que luego revende con un insignificante margen en su tienda. Las asambleas de barrio, las reuniones de colegio en las que participaba en una época han pasado a un segundo plano.

“Todo es muy caro, ha aumentado todo demasiado”, se lamenta. El reclamo, banal en apariencia, traduce la dimensión de una crisis que Bolivia no experimentaba desde los años 1980. La inflación, alimentada por la escasez de divisas en dólares y las dificultades de importación, se acelera; los precios de los bienes esenciales se disparan. Desde el comienzo de 2025, el incremento de los precios supera el 15 por ciento, mientras que la escasez de combustible paraliza la agroindustria de la zona oriental y, sobre todo, las economías populares. Estas, dependientes de la circulación de mercaderías, siguen siendo, con todo, la columna vertebral de una economía nacional de por sí inestable.

Más que un simple fenómeno coyuntural, esta escalada de los precios representaría el agotamiento del neosocialismo extractivista, basado en la nacionalización de los recursos naturales. Si este modelo permitió una redistribución sin precedentes así como la construcción de infraestructuras por mucho tiempo deficientes –rutas, escuelas, hospitales–, estaría, como se cree a menudo, basado esencialmente en el sostén del consumo, sin una verdadera transformación de la matriz productiva, que continúa centrada en la exportación de gas; por lo tanto, sólo habría sido viable en la medida en que la renta de los hidrocarburos asegurara la acumulación necesaria de divisas para sostener un tipo de cambio fijo con el dólar. Pero esta descripción es parcial: las buenas performances económicas descansaban en la construcción de un Estado destinado a romper con la dependencia de la exportación de bienes primarios, a impulsar una industrialización nacional de los recursos y a consolidar el comercio interior.

La estabilidad monetaria boliviana comenzó a erosionarse a partir de finales de los años 2010 por el efecto de dos tendencias combinadas: la caída de las exportaciones de gas a Argentina y Brasil –que absorbían el 80 por ciento de las ventas nacionales antes de descubrir sus propios yacimientos– y la gestión desastrosa de la pandemia por parte del gobierno de derecha surgido del golpe de Estado de 2019. Mientras se desmantelaban las empresas públicas y se saboteaban las políticas sociales, ese poder autoritario abandonó de hecho a la población a su suerte en lo peor de la crisis sanitaria, hundiendo la economía en el caos.

El ascenso de Luis Arce a la presidencia en 2020 no alcanzó a detener la espiral. Industrialización acelerada pero costosa y poco rentable a corto plazo en el sector de las energías de transición, aumento de la presión fiscal, reducción del apoyo a los hogares y a las pequeñas empresas: las políticas presupuestarias del gobierno acentuaron la ruptura entre el Estado y el pueblo. A esto se sumaron las peleas internas en el MAS entre los bandos de Evo Morales y Arce, que empañaron la imagen del Estado progresista en el mismo momento en que la crisis se agravaba.

Auge del emprendedurismo

En este contexto, la desconfianza hacia el Estado no ha dejado de aumentar. Pero sin duda no habría alcanzado tal magnitud –ni habría allanado el camino para un giro electoral hacia la derecha– sin la progresiva difusión de un imaginario emprendedor que ha redefinido profundamente los horizontes de la ciudadanía boliviana. Anterior a la crisis actual, este imaginario moldea la forma en que una parte cada vez mayor de la población piensa las respuestas legítimas a las parálisis económicas y políticas del país.

“Nosotros nos quedamos estancados en 2005”, se lamenta el exvicepresidente Álvaro García Linera, quien gobernó el país junto con Evo Morales durante 13 años (2006-2019), en una entrevista realizada al día siguiente de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. “Nosotros no comprendimos –confiesa– que esta gente que habíamos sacado de la pobreza extrema tenía nuevas aspiraciones y no quería más que se la tratara como a pobres, sino como a personas capaces de participar en la economía y de tener actividades productivas”.

Para una gran cantidad de analistas, la emergencia de una nueva clase media, como consecuencia de las políticas de redistribución llevadas adelante por Morales, explicaría que una gran parte del electorado del MAS se hubiera volcado hacia los candidatos de derecha. Pero “¿el pueblo no tiene derecho a consumir, a tener un televisor, un auto, un smartphone? ¿Qué queremos, un pueblo de ascetas? –se pregunta García Linera–. Eso sería una nueva forma de paternalismo”.

Esto se entiende de forma mucho más fácil si se incluye en el análisis que el crecimiento de una vasta clase media no es la única transformación importante que ha conocido Bolivia en el curso de los últimos 20 años. El Estado nunca había ocupado un lugar tan central en la economía como bajo los gobiernos de Morales y, paradójicamente, esta intervención favoreció la expansión del mercado. Con él, nuevos valores –esfuerzo individual, enriquecimiento personal– se difundieron. Hoy vienen a golpear de lleno la concepción de la ciudadanía boliviana llevada adelante por el Estado plurinacional, que se define en términos de emancipación, de derechos de los pueblos originarios y de desarrollo colectivo.

La hegemonía cultural del mercado se alimenta de un antiguo sustrato, la informalidad, que concierne al 84 por ciento de los trabajadores del país.1 La pandemia reforzó esa tendencia y obligó a numerosos bolivianos a “arreglárselas”. Testimonio de esto es el dinamismo de las poblaciones indígenas urbanizadas alrededor del comercio, en el seno de las cuales se afirma una nueva élite aymara, los qamiris. En las fronteras de la legalidad fiscal, hoy conforman uno de los motores de la economía nacional.

El desarrollo de internet, facilitado por la nacionalización en 2008 de la principal compañía de telecomunicaciones del país (Entel), ayudó a difundir una cultura del éxito individual en sectores de la población para los cuales era extraña. Los jóvenes, numerosos –los de 18 a 35 años representan más del 43 por ciento de los inscriptos en el registro electoral en 2024–,2 no conocieron las discriminaciones y la miseria anteriores a Morales; hoy se impone la idea de que el emprendimiento individual sería la vía natural de ascenso social.

Al multiplicar los establecimientos escolares y universitarios, el MAS le ha proporcionado a una gran parte de la juventud un acceso inédito a los estudios secundarios y superiores –el número de diplomas de la enseñanza pública se ha más que duplicado entre 2008 y 2022–.3 Pero el número de empleos calificados no acompañó el crecimiento y continúa siendo escaso. Desde la pandemia, casi cuatro graduados sobre diez han abandonado su especialidad para volcarse hacia otras actividades, muchas veces informales.4

En este contexto, el atractivo de Rodrigo Paz, candidato del Partido Demócrata Cristiano (PDC) y promotor de un “capitalismo para todos”, que se impuso en el balotaje con un 54,6 por ciento de los votos, no tiene nada de sorprendente: disfruta de una identificación popular que en otro momento suscitaba Evo Morales.

Paz pretende romper con el estatismo del MAS –es necesario “que la economía le pertenezca al pueblo y no al Estado”, afirma– a la vez que con el neoliberalismo elitista de la derecha tradicional. Como nos lo explica el sociólogo Pablo Mamani, ese discurso responde a las expectativas de los emprendedores de la economía popular. Paz aparece como un outsider, a pesar de tener dos décadas de carrera política. Pretende dividir el campo político entre la élite y el pueblo: “Hay una Bolivia que no está siendo tomada en cuenta”. Su avance, particularmente claro dentro de los antiguos bastiones del MAS (sobre todo en las ciudades del Altiplano), se explica también por el discurso populista de su compañero de fórmula Edman Lara, excapitán de la Policía que llegó a ser una figura importante en las redes sociales después de haber denunciado la corrupción de la institución y las restricciones –impuestos, derechos de aduana, etcétera– que encuentra como emprendedor popular.

Las redes sociales le han dado al dúo un aura de cercanía y autenticidad. Han servido de caja de resonancia a su discurso antiestablishment, capaz de captar antiguos electores del MAS sin llevarlos a inclinarse por la más dura derecha tradicional, establecida con firmeza, y desde siempre, en las regiones orientales del país y representada por Jorge Fernando Tuto Quiroga Ramírez, de la Alianza Libre, que quedó segundo con el 45,4 por ciento de los votos. Vicepresidente del exdictador Hugo Banzer cuando volvió al poder en 1997, luego presidente provisional de 2001 a 2002, Quiroga había jugado un rol decisivo en el golpe de Estado de 2019. Representa la vuelta de las viejas recetas neoliberales de los años 1990.

La recomposición electoral en curso se inscribe en una tendencia más general, a escala del subcontinente. El reflujo del ciclo progresista, iniciado hace una década, abre el camino a la expansión de las derechas populistas que, hablando en nombre de los sectores populares, reintroduce bajo formas renovadas los dogmas del liberalismo económico y la lógica del alineamiento con Washington.

Maëlle Mariette y Franck Poupeau, respectivamente, periodista y sociólogo. Traducción: María Eugenia Villalonga.


  1. Ilostat Data Explorer, Organización Internacional del Trabajo (OIT), 15-10-2025. 

  2. “Personas entre 18 y 35 años representan el 43,46 por ciento del padrón para las elecciones judiciales”, Agencia Boliviana de Información, 5-11-2024. 

  3. Instituto Nacional de Estadística (INE), 4-10-2022. 

  4. Luis Fernando Romero Torrejón, “Bolivia, baja desocupación, pero alta informalidad”, noticiasfides.com, 18-7-2024. 

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