El 20 de noviembre se estrena en Cinemateca Uruguaya la película Una y mil veces, de Ernesto Fontán,1 que recupera la memoria de 52 uruguayos que combatieron en el Frente Sur durante la guerra de 1979 en la que los sandinistas derrocaron a la dictadura de Anastasio Somoza.
Cuando Fidel Castro los visitó en su campo de entrenamiento en Cuba no sólo les dio ánimos. También les tomó examen. Les mostró el árbol más alejado, casi un punto a simple vista, y les pidió que hicieran blanco. Pasaron la prueba en el primer disparo. Artilleros, o aspirantes a artilleros, iban a colaborar en el lugar decisivo del conflicto. Ese donde no se desarrollaba una insurrección guerrillera, sino una guerra convencional. El bautismo de fuego lo tuvieron apenas llegar. Luego de un vuelo rasante desde Panamá, para no ser detectados por los radares de la dictadura, fue llegar y recibir la bienvenida de los morteros. Además de proteger la vida, tuvieron que armar las piezas de apuro para empezar a responder.
El documental muestra primero las costuras de la idea. Cómo un grupo de excombatientes se junta para contar su historia, sin saber muy bien el modo, para que la finitud que a todos acecha no se lleve esa pieza del puzle colectivo que cada uno guarda. Las conversaciones, la logística, los reencuentros de dos orillas –los que están en Cataluña y los que se mantienen en Montevideo– que pronto serán tres orillas, cuando vayan a recorrer de nuevo los terrenos donde se jugaron la vida en Nicaragua.
Pero no se queda en la épica. Reconstruye las dificultades de la derrota en Uruguay –la mayor parte procede del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros–, del peligroso escalón en Argentina y del golpe de Estado que los encuentra en Chile. Tampoco se detiene en esa etapa, ya que pronto necesita colocar a sus personajes en Cuba, desde donde saldrán a Nicaragua. Aparecen entonces en escena las parejas, los hijos, las familias, en ocasiones a merced de los malentendidos. El punto más alto de la narración quizá esté ahí, en el campo de batalla de lo privado. Las entrevistas con los hijos del único caído en combate del grupo, el comunista Héctor Meme Altesor, son reveladoras de la tragedia que la militancia de la segunda mitad del siglo pasado implicó puertas adentro de los hogares. La necesidad de entender de quienes perdieron a sus padres, ya sea de forma definitiva, como los hijos de Altesor, o provisoria, pero en los momentos vitales en que les eran necesarios, arrebatados por el ciclón de la historia. Podrá sonar grandilocuente, pero no pueden ser palabras diminutas las que nombren la peripecia de quienes querían transformarlo todo sin medir el tamaño del enemigo. “Cambiar el mundo de fase”, se cantaba, con decisión y no sólo con nostalgia, entonces. En las entrevistas con los hijos está la sensación de entenderlo y no. Cierta especie de perdón que sobrevuela y no se dice, porque quizá todavía no haya terminado de amparar al dolor del todo.
Es natural que al documental le falten cosas. Voces, porque algunas inevitablemente ya no están. Precisión periodística, podría decirse desde la soberbia de la crítica, porque no se explicitan algunos datos sobre el quién, el cuándo y la procedencia organizativa. Contexto presente también. Ese, tal vez, sea el olvido más destacable. No está resaltada en el montaje final la paradoja de la deriva autoritaria del régimen de Daniel Ortega. Más allá de eso, la película tiene un enorme valor testimonial, un correcto desempeño técnico, pese a las adversidades de su filmación, y una narrativa que encuentra, con algún bache, un ritmo y una geometría que permiten “cerrar trayectorias”. En ese sentido brilla la secuencia de la colocación de la estela por Meme Altesor. Acompañada por voces que desde el presente le hablan al pasado, parece quedar ahí, en mitad de ninguna parte. Un lugar utópico al cual, como se dice en la frase final del film, volverían a dirigirse, atravesando todas las peripecias y dolores, “una y mil veces”.
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Idea Original: José Pommerenck, Fernando Mazzeo y Federico Trías. ↩