¿Se habrían reconocido si se hubieran encontrado aquel otoño en Broadway, ambos recién desembarcados en el nuevo mundo, aunque por caminos y razones diferentes? Sin embargo, habían pasado varias noches juntos no hacía tanto tiempo.
Dejar Europa para irse a Estados Unidos en 1938 no había sido fácil para uno ni para el otro. Ella lo había conseguido, desde Viena pasando por Londres, gracias a unas declaraciones juradas que certificaban que alguien se haría cargo de ella y que sería útil para el país receptor. Uno de sus hermanos ya se había instalado en Nueva York y luchaba por salvar de las garras nazis a la familia que se había quedado en Austria. Eran judíos, ciertamente.
Para él, las cosas habían sido todavía más rocambolescas: primero, una carrera contrarreloj para llegar desde París al transatlántico SS Montclare, que zarpaba de Cherburgo con destino a Montreal; después, la obtención de una visa con una identidad y una función falsas antes de entrar en el territorio de Estados Unidos. Una vez cruzada la frontera, se dirigiría a Nueva York, donde, al igual que ella, podía contar con ayuda familiar, pero, de nuevo, por otras razones y de una manera aún más extraña. Era judío, pero no escapaba por eso y, en cualquier caso, y por lo que se sabe, ese origen no había tenido rol alguno en su relación.
De la bohemia a la cárcel
Ella era Eva Stricker. Había nacido en Budapest en 1906, en el seno de una familia socialmente integrada y acomodada que incluía numerosos científicos, como los hermanos Karl y Michael Polanyi. Era artista, pero su madre había insistido con que aprendiera un oficio que le permitiera ganarse la vida. Así, se había convertido en ceramista. Eva se formó en cerámica en Hungría y después en Alemania, país en el que, entre 1930 y 1932, en particular en Berlín, llevó una vida bohemia en el mismo momento en que se libraban combates callejeros. Se alojó en el estudio del pintor Emil Nolde antes de reunirse en Járkov con su amante y futuro marido, el ingeniero Alex Weissberg. Alex formaba parte de ese grupo de científicos que la Unión Soviética (URSS) había atraído para que contribuyeran a su industrialización. Aunque no era comunista, Eva sentía curiosidad por la experiencia soviética. Le propusieron enseñar a fabricar los vistosos juegos de té a los que tenía derecho el proletariado. ¿Qué podía ser más excitante? Recién volvería a la patria del socialismo cinco años y nueve meses después, de los cuales pasó un año y cuatro meses en prisión.
Su arresto, como era habitual, tuvo lugar en la madrugada de un radiante día de mayo de 1936 en Moscú. Ella lo relata así en sus Memorias de una prisión soviética1, escritas al final de su vida para dejar un testimonio a sus hijos:
—Escuchá, hay gente acá que quiere verte.
Miré a mi alrededor y vi a una mujer y, creo, al portero del edificio.
—¿Qué quieren?
—Hablar con vos.
Pero cuando descubrí que querían registrar el departamento, me enojé. No se me ocurrió que pudiera haber hecho algo inconveniente. Sin duda, se trataba de un malentendido. [...] De repente, había varios hombres en la habitación. [...] También encontraron la foto de una pistola, una ampliación que había hecho cuando compré mi hermosa cámara de fotos. En aquella época estaba de moda hacer ampliaciones parciales de objetos para que parecieran otra cosa. [...] Los hombres no fueron groseros. De hecho, fueron muy educados. Al cabo de un rato, me dijeron: ‘Bueno, tiene que acompañarnos’. Me mostraron un papel con la orden de detención. Decía: “Detención de Eva Alexandrovna Stricker”.
Acusada de participar en un complot con el objetivo de asesinar a Iósif Stalin, fue liberada en otoño de 1937 bajo presión de su familia, los hermanos Polanyi, y de su marido, Alex Weissberg (antes de que este último también fuera acusado). Pero, en su opinión, como veremos, esa no fue la única razón por la que la liberaron. Después de huir de una Hungría sometida al régimen autoritario del regente Miklós Horthy, su familia había logrado llegar a Viena, donde ella se les unió. Ahí también se reencontró con su amigo de la infancia y, sin duda, antiguo amante, Arthur Koestler –Eva era una mujer que tenía hombres–. Se dice, y Koestler mismo lo afirma, que él se inspiró en el relato que ella le hizo de su arresto en la URSS para escribir su obra más importante, El cero y el infinito.
El hombre de los mil nombres
Él era Alexandre Orlov. En todo caso, es el nombre con el que aparece en los libros de historia, los testimonios y las narraciones de ficción. Porque el hombre se convirtió en una leyenda. Firmará con ese apellido su libro sobre “la historia secreta de los crímenes de Stalin”, publicado en abril de 19532. Según la época, las misiones y los lugares, se llamó Lev Lazarevitch Nikolski, Alexander Mijailovitch Orlov, Igor o Alexandre Berg, William Goldin, sin olvidar el nombre de Koornick y otros más, aunque para los muy iniciados era Svetch. Cambiar de identidad es un juego de niños para alguien formado con los servicios de inteligencia. Y ese era su caso. Específicamente, con la NKVD, policía secreta que más tarde se convertiría en la KGB.
En la vida real, Lev Lazarevitch Feldbin había nacido el 21 de agosto de 1895 en Bobruisk, una pequeña ciudad de Bielorrusia. A los 20 años se fue a Moscú para estudiar Derecho. Alistado en el ejército del zar durante la Primera Guerra Mundial, se unió a los bolcheviques en 1917 y cambió de nombre. Nikolski sonaba “menos judío”. Se casó con Maria, miembro del Partido Comunista Ucraniano desde los 16 años. En 1923 nació su hija, Vera. Cuando le propusieron trasladarse al extranjero para trabajar en comercio exterior (una fachada para los agentes de inteligencia), Maria y él aprovecharon la oportunidad para conocer otros países. A partir de agosto de 1926 vivieron principalmente afuera. Primero en París, donde pasaron 17 meses, después en Berlín, donde él trabajó en la embajada de la URSS durante más de dos años. En 1932 hizo, solo, un primer viaje a Estados Unidos de dos meses, en el que aprovechó para aprender inglés y volver a encontrarse con algunos miembros de su familia. De abril a julio de 1933 estuvo en Viena y luego en Londres, donde habría contribuido al reclutamiento de los famosos “cinco de Cambridge”, entre ellos Kim Philby, esos ciudadanos británicos de buena familia que fueron espías de la URSS. Si se quedó en el extranjero fue también por la salud de Vera. A los tres años, la niña contrajo una enfermedad que tenía mejor tratamiento en Europa occidental. Recién volvería a Moscú en octubre de 1935, para volver a irse en setiembre del año siguiente y no volver jamás. Entretanto, ocupó el cargo de instructor de la NKVD.
Encuentros en el sótano
Fue en esta época cuando los destinos de Eva Stricker y Alexandre Orlov –que todavía no era “Orlov”– se cruzaron en lo que nos gusta llamar los “subsuelos”, específicamente la oficina de aquel a quien Eva llamó Nikultsev, situada en el “Bolchoï Dom”. En Leningrado, donde Eva había sido trasladada, “Bolchoï Dom” era el nombre que se le daba a la prisión que era la equivalente de la Lubianka, en Moscú. “La primera vez que me llamaron –recuerda–, me llevaron a una gran oficina elegante donde se encontraba el señor Nikultsev, que me habló en alemán. Estaba muy tranquilo y fue muy amable. No se hacía para nada el meloso, tampoco se hacía el tonto. Creo que empezó preguntándome quiénes eran mis amigos. Lo vi todos los días durante aproximadamente una semana, a última hora de la tarde. Hacia medianoche, hacía que trajeran té y, normalmente, un sándwich de queso y caviar”.
Al término de esas noches de interrogatorios, Nikultsev había quedado convencido de su inocencia. Hay que entender, como ella lo haría más tarde, que después de todo su culpabilidad era plausible. Además de la foto del revólver, se habían encontrado en su habitación, que alquilaba a un comunista húngaro, dos pistolas reales cuya existencia Eva desconocía. Cuando se reunió con su locador mucho después de la guerra, Hevesi Gyula ya se había convertido en miembro de la Academia de Ciencias de Hungría y del Comité Central del Partido Comunista Húngaro. Él le confirmó que esas viejas pistolas, que guardaba como recuerdo, le habían pertenecido. Entonces conversaron sobre el pasado mientras tomaban una taza de té en la hermosa casa de él en las afueras de Budapest.
—Lamento mucho haberle causado estos problemas con los revólveres —había dicho Eva.
—Querida, por favor —dijo él en tono tranquilizador—. De los nueve años que pasé en la prisión de la NKVD, los revólveres sólo fueron la razón de dos.
Y así nos disculpábamos cortésmente el uno con el otro mientras tomábamos un té elegante, cada uno diciéndole al otro: “Por favor, se lo ruego, se lo suplico”.
Nueve años de prisión eran una bagatela, como un rito de pasaje en la URSS de aquel entonces. Pero el lapso en el que Eva y Nikultsev tomaban el té, por su parte, estaba del todo fuera de lo normal. Esto ocurrió en el verano de 1936, dos años después del asesinato de Serguéi Kirov, el primer secretario del partido en Leningrado, que, hay acuerdo en decirlo, fue quien desencadenó el terror ejercido dentro de sus filas. En ese momento se celebraba el primer juicio de lo que se denominaron “las grandes purgas”, al término del cual Lev Kamenev y Grigori Zinoviev, dos bolcheviques de la primera hora, fueron condenados y ejecutados nada más pronunciada la sentencia. Desconfiado, rencoroso y despiadado, Stalin todavía no era del todo el individuo paranoico en el que se convirtió después de la guerra. En ese momento tenía buenas razones para sentirse amenazado. El país iba mal, el desarrollo forzado del primer plan quinquenal (1928-1932) se había llevado adelante en detrimento de un pueblo cuyo impulso revolucionario estaba en merma; la guerra contra los campesinos, cuyo punto culminante fue la terrible hambruna de Ucrania y Kubán en 1933, no contaba con el apoyo de todos, ni siquiera entre los bolcheviques. Además, sin duda, en la URSS de los años 1930 había espías extranjeros (¿por qué Occidente no iba a enviar algunos?) o rusos blancos que todavía esperaban vengarse, sin contar, en la medida en que no hubieran sido ya “liquidados”, a los opositores, trotskistas o no. Los que tenían fe en Stalin sabían que la URSS estaba en peligro. Nikultsev se contaba probablemente entre ellos. Eva bien podría haber formado parte de un complot. Lo que hoy parece totalmente irracional, en aquella época, podía no serlo.
Pero con que Nikultsev estuviera convencido de la inocencia de Eva no alcanzaba. Ella tuvo que comparecer ante una comisión donde se enteró del nombre de su acusador. Se trataba de un tal Bykhovski, un ingeniero técnico con el que había trabajado en la fábrica de porcelana Lomonossov cuando estaba en Leningrado. ¿Se lo dijeron para salvarla? Le sugirieron que dijera que había rechazado sus insinuaciones y que entonces él había querido perjudicarla. Pero Eva se negó a mentir. Nikultsev, por su lado, tampoco se lo recomendó. Sólo le aconsejó que no mencionara nombres, entre ellos el de un tal Jascha, un alto cargo de la NKVD que, según ella le confesó, había sido su amante, pero que entretanto había caído en desgracia sin que ella lo supiera: “No mezcle ese asunto con sus problemas, será mejor para usted”. Al parecer, sus encuentros tomaron un cariz íntimo. El guardiacárcel que la acompañaba después de los interrogatorios lo recordaría más tarde. Una noche, Nikultsev le avisó que él tenía que subirse al tren y volver al Kremlin: “‘¿Por qué no me compra también un boleto a mí?’, le pregunté. No respondió [...] y me preguntó qué podía hacer por mí. Le dije que era alérgica al agua fría y ordenó que me dieran agua caliente todos los días para lavarme. Después me alcanzó un diario y me dijo: ‘Deberá tener nervios de acero’. Nikultsev me abandonó y ahí me quedé yo, con el agua caliente y el diario”.
Nikultsev formaba parte en ese momento, según sus propias declaraciones, confirmadas por los archivos de la NKVD3, del círculo más cercano a Stalin. Se le confió una misión de primerísima importancia: la España republicana, que estaba en plena guerra civil. A partir de entonces, se haría llamar Alexandre Orlov. Maria y él recibieron pasaportes con ese apellido. Ella también era miembro de la NKVD. En sus memorias, que entregó a quien más tarde sería su oficial de enlace con el FBI y su biógrafo, Edward Gazur4, afirma que habría tenido como misión trasladar el oro español a la URSS. España nunca más volvería a ver ese oro, supuestamente puesto a salvo de los franquistas en Moscú. Las tareas sucias, la eliminación de los anarquistas y los miembros del POUM5 ordenadas por Stalin, no habrían sido de su competencia. Negó haber participado en el asesinato particularmente atroz del fundador del POUM, Andreu Nin, el 20 de junio de 1937, contrariamente a lo que deja entrever su expediente en los archivos de la NKVD. Negó también su participación en otros asesinatos: el del agente de la NKVD que estaba a punto de denunciar a Stalin, Ignace Reiss, el 4 de setiembre de 1937 en Lausana, y el muy probable asesinato del hijo de Trotski, Lev Sedov, el 16 de febrero de 1938 en París, así como el del amigo de este último, Rudolf Klement, cuyo cuerpo desmembrado fue encontrado en el Sena el 12 de julio de 1938. Es cierto que por esas fechas Orlov vivía mayormente en España, pero moverse a Francia no debía suponerle ningún problema. Por otro lado, fue internado en un hospital en París tras un accidente automovilístico en España en febrero de 1937, donde recibió noticias poco tranquilizadoras sobre Moscú, que era un hervidero de rumores de traición. Las dudas que él había comenzado a albergar tras la condena de Kamenev y Zinoviev se reforzaron. Constató que los oficiales de la NKVD que eran invitados a volver a Moscú nunca reaparecían. Eran ejecutados, como más tarde lo fue el periodista Koltsov, que cubría la guerra de España para Pravda y cuya semblanza aparece en Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway, un libro que Orlov apreciaba. Sentía que el cerco se cerraba a su alrededor, por lo que reforzó su custodia personal y puso a Maria y Vera a salvo en Amélie-les-Bains, una localidad francesa cercana a la frontera con España.
Alexandre Orlov.
Foto: Sin datos de autor
La gran fuga
El 22 de junio de 1938, recibió un telegrama de la NKVD: tenía que viajar a Amberes para embarcar en el buque soviético S/S Svir el 13 o el 14 de julio. Supo que se trataba de una trampa. Nunca había mantenido buenas relaciones con Nikolai Yezhov, el jefe supremo de la NKVD y quien había estado al frente de las “purgas”. La mañana del 13 de julio, fingiendo obedecer, Orlov, su mujer y su hija llegaron en un tren nocturno a París. Maria fue a extraer el dinero depositado en el banco, sumas importantes porque, según él, ambos recibían sueldos altos como agentes (más tarde se dirá que también sacó dinero de la caja de la delegación soviética en Barcelona). Fue a la embajada de Canadá y solicitó visas como diplomático soviético. Si eligió este país fue porque Canadá no había establecido relaciones con la URSS, a diferencia de Estados Unidos, que sí lo había hecho en 1933 y cuya embajada en París podría haber verificado si realmente pertenecía al cuerpo diplomático en funciones en Washington. Por un golpe de suerte inesperado, encontraron lugares en un barco que salía ese mismo día de Cherburgo hacia Montreal. Como medida de precaución, por si la NKVD se hubiera enterado de su destino, bajaron en Quebec. Apenas llegó, Orlov contactó a su primo de Nueva York, Nathan Koornick: le indicó que fuera a París y mandara dos cartas, una a Stalin y otra a Yezhov, para hacerles creer que se escondía en Francia. En ellas les advertía que había dejado una copia de los crímenes de Stalin, de cuyo pasado sulfuroso conocía detalles[^6], así como la lista de todos los agentes soviéticos en el extranjero, en una caja fuerte bajo la vigilancia de un abogado que haría públicos los documentos si le ocurría algo a él o a algún miembro de la familia suya que había quedado en Moscú. Nathan obedeció y se dirigió a París. Por su parte, Orlov, Maria y Vera cruzaron a Estados Unidos.
Llegaron a Nueva York casi al mismo tiempo que Eva Stricker, ahora, de casada, Eva Zeisel, pero a partir de ahí, los destinos de la refugiada y el tránsfuga divergirán radicalmente.
Vidas separadas en el exilio
Eva comenzó a dar clases en 1939 en el famoso instituto de artes aplicadas Pratt Institute e inició una prestigiosa carrera. Su madre no se había equivocado: las obras de su hija se conservan hoy en día en las colecciones del Museum of Modern Art de Nueva York y del Metropolitan Museum of Art. Conocida por sus creaciones en cerámica, exploró otros materiales, siempre en la búsqueda de la conjunción entre lo bello y lo útil, tal como le habían invitado a enseñarlo en la Unión Soviética.
Es probable que Orlov no tuviera conocimiento alguno de sus éxitos. Mientras que el talento de Eva salía a la luz, él buscaba las sombras. Abandonó rápidamente Nueva York y, por miedo a represalias, decidió que su presencia en Estados Unidos tenía que seguir siendo secreta. Otro primo lo puso en contacto con John Finerty, un abogado que trabajaba en la Comisión Dewey, que se constituyó en defensa de León Trotski en 1937. Sólo él sabría cómo contactarlo. Una vez seguro de que su primo Nathan había cumplido con su misión, Orlov rompió todo vínculo con su familia. La NKVD hubiera podido localizarlo a través de ella. Además de las cartas a Stalin y Yezhov, dice haber enviado otra a Trotski. La muerte de Lev Sedov lo habría intrigado. ¿El hijo del enemigo jurado de Stalin habría muerto por una apendicitis banal en una clínica a la que concurrían los funcionarios soviéticos y donde él mismo había sido atendido después de su accidente? En el expediente de Orlov hay lo que podría ser un rastro de su implicación en la preparación de un atentado contra Trotski. En España, habría estado en contacto con Caridad, la instigadora y madre del futuro asesino, Ramón Mercader. En cualquier caso, intentó advertir a Trotski de que la NKVD había colocado a uno de sus agentes en su entorno en México. La advertencia le llegó por vías indirectas. Trotski, que no dejaba de recibir noticias falsas, no le dio importancia. Fue asesinado el 20 de agosto de 1940.
Desde entonces, por más extraño –muchos dirían sospechoso– que parezca, Orlov pasó 15 años bajo los radares tanto del FBI como de la NKVD/KGB sin ser detectado gracias a sus constantes cambios de ciudad, domicilio e identidad. El desertor Walter Krivitzky, que, a diferencia de él, se había puesto en contacto con el FBI después de su deserción y había publicado un libro, fue encontrado “suicidado” en una habitación de hotel en Nueva York en 19416. Los Orlov vivían aislados, no establecían vínculos con nadie, seguían la actualidad, se derrumbaron ante el anuncio del pacto germano-soviético de agosto de 1939, vieron Ninotchka de Lubitsch y estallaron de risa en el cine. Educaron a su hija en su casa porque inscribirla en un colegio podría haber contribuido a desenmascararlos. Vera murió en julio de 1940, su enfermedad no pudo ser vencida. Cada vez más encerrada en sí misma, la pareja enfrentó dificultades económicas. Pequeños trabajos de traducción los ayudaron a sobrevivir. Hasta la publicación de su obra Los crímenes secretos de Stalin, en abril de 1953, un mes después de la muerte del líder soviético, y de los extractos publicados en la revista Life, se conformaron con comer cereales. Así es como Orlov se lo contó a Edward Gazur.
No por ser un personaje público Orlov dejaba de confundir las pistas. El miedo no lo abandonaba. Cuando, años más tarde, en 1969, un miembro de la delegación soviética en la Organización de las Naciones Unidas lo encontró y lo invitó a volver a la URSS, Maria lo recibió empuñando un revólver (la versión del revólver será discutida, pero no todas las precauciones que se tomaban para reunirse con él). Maria era “la mejor guardaespaldas de su marido”, escribió Gazur. Según su expediente, Lavrenti Beria, que había sucedido a Yezhov al frente de la NKVD, había hecho circular la orden de Stalin: no buscar a Orlov.
Sobre este punto, las explicaciones divergen. Podríamos pensar, como parece demostrar su expediente, que la amenaza de Orlov funcionó. Un conjunto de archivos puede ser fuente de desinformación, pero un importante responsable de los servicios de inteligencia soviéticos como Pavel Sudoplatov7 confirmó la existencia de esta orden. Por el contrario, podemos seguir al historiador militar británico emigrado de la URSS Boris Volodarsky, autor del libro más reciente sobre Orlov8. Según él, Orlov se habría dado más importancia que la que tenía, y nunca habría sido un desertor. Mientras huía para salvar su vida, habría seguido al servicio de la URSS. La prueba sería que no hubiera dicho nada que ellos no supieran ni al FBI ni a la comisión de investigación del Senado estadounidense, ante la que compareció en 1955. Kim Philby, desenmascarado en 1963, reconoció en sus memorias que Orlov no lo delató9. ¿Un signo de lealtad hacia “sus” reclutas? Cabe preguntarse para qué sirve un agente que se ve privado de un terreno de actuación, un topo al que se deja dormir durante 15 años...
Pero entonces, ¿qué representaría Orlov?
Encarna el espectro más temible y que vuelve para rondar a la prensa desde no hace tanto: el del espía soviético. Los agentes occidentales se percibirían más bien como héroes o, en el peor de los casos, como aventureros. Así, en la película de la serie de James Bond Octopussy (1983), Orlov se esboza en un general soviético cruel y corrupto. Sin embargo, al no estar en la URSS en el terrible año 1937, Orlov no pudo participar en las purgas. Por supuesto, también había mucho trabajo para hacer fuera del país y, sobre todo, en España.
El hecho de que dirigiera la NKVD en ese país hizo de Orlov el culpable ideal de la tragedia republicana y no hay duda alguna de que participó en ella. Pero en general la gente se apoya en las mismas fuentes, muchas de las cuales deberían ser investigadas más a fondo: él podría haber servido de pantalla a quien lo secundaba, Leonid Eitingon, sobre el que nunca se plantearon sospechas y que pasó más desapercibido bajo los radares de los cazadores de espías10. A diferencia de este último, Orlov habría tendido más bien a frenar las ejecuciones y confiaba a otros los interrogatorios violentos. Cuando lo encontramos citado en las memorias de los brigadistas11, Orlov aparece sobre todo como un hombre cómodamente instalado en la residencia soviética, en Barcelona, y no en el frente. Por otro lado, él mismo lo reconocía: al vivir en el extranjero, había adquirido hábitos suntuarios. ¿Un asesino a distancia?
Faltan documentos, y no precisamente los menos importantes, y todavía es necesario investigar más para entender la psiquis del agente soviético del que Nikultsev-Nikolski-Orlov podría haber sido el prototipo. Pero, mientras tanto, las memorias de Eva Stricker-Zeisel revelan una faceta desconocida del personaje: “Me parecía un buen hombre, alguien correcto. Me pregunto si lo fusilaron. Era demasiado bueno como para no ser fusilado. Pensé mucho en él”, escribía, sin sospechar que, en el mismo momento en que redactaba esas líneas, él podía encontrarse a pocas manzanas de distancia, en el Upper West Side de Nueva York, donde ella vivía.
Antes de empezar la escritura de sus memorias, Eva había ido a la biblioteca pública de Nueva York. Y ahí se topó con el libro de Orlov, donde encontró el nombre de su acusador, Bykhovski. Siguiendo las investigaciones de su madre, su hija Jean Richards se puso en contacto con Edward Gazur. ¿Eva Stricker? Sí, Gazur la conocía... Orlov le había hablado de ella. Pasados 35 años, aún recordaba lo atractiva que era, una artista de estilo bohemio. Había pensado qué habría sido de ella mientras estaba en España. Sabía que había sido salvada. ¿Había intercedido él a su favor ante Stalin? Eva estaba segura de que sí. Su hija también. Le debía la vida.
Mientras tomaban una copa, los dos agentes se dejaron llevar por las confidencias. Orlov había hablado de Eva de tal manera que Gazur comprendió que se habían enamorado uno del otro durante aquellas noches de interrogatorios. ¿Era esa la razón por la que Eva defendió toda su vida a la URSS, con el argumento de que había que entender que el joven Estado había tenido que defenderse? Hasta su desaparición, Eva reprochó a su antiguo amante, Arthur Koestler, su anticomunismo...
No se volverían a ver nunca más. Orlov murió en 1973, en circunstancias sospechosas según el FBI, mientras que Eva murió con 105 años, en 2011.
Sonia Combe, historiadora. Autora de la obra La loyauté à tout prix. Les floués du “socialisme réel”, Éditions du Bord de l’eau, Bordeaux, 2019. Traducción: Merlina Massip.
[^6] Antes de 1917, Stalin habría sido espía para la policía zarista a cambio de una liberación anticipada. Ver Jean-Jacques Marie, La guerre des Russes blancs 1917-1920, Tallandier, París, 2017.
-
Eva Zeisel, A Soviet Prison Memoir. Compilado por Jean Richards and Brent C. Brolin, Amazon, 2012. ↩
-
Alexander Orlov, The Secret History of Stalin’s Crimes, Random House, Nueva York, 1953. ↩
-
John Costello y Oleg Tsarev, Deadly Illusions, Century, Londres, 1993. El dossier de Orlov pudo ser consultado cuando se abrieron brevemente los archivos durante la presidencia de Boris Yeltsin. ↩
-
Edward Gazur, Alexander Orlov: the FBI’s KGB General, Carroll and Graf Publishers, Nueva York, 2002. ↩
-
POUM, Partido Obrero de Unificación Marxista, creado en 1935. Su fundador, Andreu Nin, había estado durante un tiempo muy cerca de Trotski. ↩
-
Walter Krivitzky, J’étais l’agent de Staline, Éditions Champ libre, París, 1979. ↩
-
Anatoli y Pavel Soudoplatov, Missions spéciales. Mémoires du maître-espion soviétique, Le Seuil, París, 1994. ↩
-
Boris Volodarsky, Stalin’s Agent: The Life and Death of Alexander Orlov, Oxford University Press, 2015. ↩
-
Kim Philby, My Silent War, Panther Book Ltd., Londres, 1969. ↩
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Su pariente Mary-Kay Wilmers, jefa de redacción de la London Review of Books, hizo de él una semblanza poco amena en su libro Nous les Eitingon, Liana Levi, París, 2013. Sobre Leonid Eitingon, también conocido bajo el nombre de Naum, leer a Edvard Sharapov, Naum Etington. L’épée punitive de Staline, publicado en 2003 únicamente en ruso: Naum Ejtingon – karaiushchiy mech Stalina, Ediciones Neba, San Petersburgo. ↩
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Por ejemplo, Hubert von Ranke, manuscrito no publicado, archivos del Institut für Zeitgeschichte, München y Alexandre Thabor, Les aventures extraordinaires d’un Juif révolutionnaire, 1917-1948, Temps présent, París, 2021. ↩