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Ilustración: Ramiro Alonso

Ingeniería de la unidad

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Atrincherada en la necedad, la izquierda boliviana le ha dejado el gobierno servido a la derecha. Así podría leerse la casi desaparición del Movimiento al Socialismo (MAS) y el boicot del expresidente Evo Morales al optar por el voto anulado durante las elecciones de agosto. Hay, por supuesto, otra lectura. Que en vez de necedad haya sido necesidad. Que la deriva programática que le impuso a su gestión el actual mandatario, Luis Arce, haya llevado las cosas demasiado lejos. Lo suficientemente lejos del camino inicial como para justificar descarrilar el coche.

La centroizquierda chilena, mientras tanto, parece tener como carta de autopreservación el talante de su candidata Jeannette Jara. Integrante del Partido Comunista, Jara se ha desmarcado de algunas declaraciones del máximo dirigente de su sector, Lautaro Carmona, quien había cuestionado cierta ortodoxia económica de la centroizquierda cuando había gobernado el Partido Socialista. “No soy la mamá de ninguno de los dirigentes”, dijo Jara (El Mercurio, 26 de agosto), priorizando la unidad de cara a las difíciles elecciones presidenciales del 16 de noviembre. Comicios que, antes de su entrada en el ruedo, la centroizquierda tenía perdidos, lo que le da poder real a su voz. Jara parece estar asumiendo un rol consensual, más que partidario, desde una “fortaleza amable” que recuerda a la dos veces expresidenta Michelle Bachelet.

Si miramos el panorama general de las izquierdas en la última década y media, con el correísmo ecuatoriano habiendo perdido el gobierno por una derechización del delfín de Rafael Correa, Lenín Moreno, o con un peronismo argentino balcanizado, la unidad como antinomia de la coherencia programática se repite en la izquierda latinoamericana. Jara logró saltearse el dilema en Chile por la necesidad de enfrentar a la ultraderecha en el formato de balotaje, y en Brasil por el liderazgo -inusual y potente- de Luiz Inácio Lula da Silva.

¿No hay, entonces, un camino unitario que pueda ser recorrido más allá de lo circunstancial? ¿Un camino que pueda ser transitado con el mismo compromiso, casi con la misma épica, que si fuera un destino deseado y no sólo un camino? ¿Incluso a costa de abandonar algunas prioridades transformadoras, en el entendido de que la unidad es condición necesaria y previa para cualquier posibilidad de transformación? En la respuesta a esta última pregunta, la más extrema y concreta de las tres, incidirá, por supuesto, cuánto de lo sustantivo se esté abandonando en ese compromiso. Y qué concepto de lo sustantivo tenga cada actor relevante. Si para Morales no hay proyecto creíble sin su liderazgo, y si su liderazgo está cuestionado por la normativa y la dinámica política, entonces no hay demasiado espacio para construir en conjunto con los aliados potenciales o los antiguos correligionarios devenidos en enemigos jurados.

“Si de algo podemos dar lecciones los uruguayos, y lo digo humildemente, es de unidad”. Las palabras del entonces diputado de la Vertiente Artiguista José Bayardi resonaron sin mayor eco en el auditorio de Managua donde se estaba desarrollando el Tercer Encuentro del Foro de San Pablo, en 1992.

Unidad. Poco, para una izquierda acostumbrada al horizonte discursivo de la toma del poder. Demasiado, para una izquierda que todavía estaba procesando la debacle del campo socialista.

En ese 1992 todavía no se había producido la primera ola progresista ni se hablaba de “socialismo del siglo XXI”. Hugo Chávez acababa de fracasar en su intento de golpe de Estado bolivariano en febrero y Lula había perdido las elecciones brasileñas de 1989. Los anfitriones sandinistas venían de la dolorosa derrota electoral de 1990. Solamente la delegación de Chile, integrada por el Partido Socialista, llegaba al Foro de San Pablo desde una posición de gobierno, aunque visto con mucha desconfianza por la mayor parte de los demás delegados, dado el carácter socialdemócrata de su alianza con el Partido Demócrata Cristiano, liderada por el entonces presidente Patricio Aylwin.

Ante tal panorama, lo que reivindicaba Bayardi parecía un consuelo demasiado débil y una meta boba, como esos desafíos de mentira que se les ponen a los niños para que se sientan adultos por un rato. Sin embargo, era mucho y traía mucho detrás.

La revolución batllista, nacida en la bisagra entre los siglos XIX y XX, dio lugar -en una negociación virtuosa con las luchas populares- al conjunto de derechos sociales que permitieron hablar del Estado como “escudo de los débiles”. Es verdad que no fue todo un lecho de rosas. Que el impulso original encontró pronto el freno de las élites, incluidos los alzamientos armados de los dueños de los campos. Pero en ese país de derechos recién nacidos se construyó una sociedad civil potente que derivó en la unidad de todos los sindicatos en una central única para pelear por cosas más profundas que aquellas que el batllismo, con su sobretodo policlasista, se podía permitir. Fue esa unidad sindical la que impactó de tal modo en las fuerzas transformadoras que hizo posible, pocos años más tarde, la unidad de los partidos de izquierda que dura hasta el presente en un formato de centroizquierda.

El Frente Amplio, nacido en 1971 como una unión de comunistas, socialistas, democristianos, desprendimientos de los partidos históricos blanco y colorado y figuras independientes, se configuró como coalición y movimiento al mismo tiempo. Esa dualidad implicó que su ingeniería política incluyera una pieza inusual: “las bases”. Un invento un poco falso y un poco verdadero, que permite la (imperfecta) incidencia de los militantes de a pie en la (imperfecta) conducción de la (imperfecta) herramienta partidaria. Tres imperfecciones sumadas pueden dar forma, a veces, a una maquinaria política exitosa con cuatro elecciones nacionales ganadas (tres de ellas de forma consecutiva).

Así, con la raíz en la unidad del movimiento y la apelación al consenso para que los sectores puedan funcionar coaligados, con la experiencia de la obligada conjunción de fuerzas democráticas antidictatoriales (sobre todo en el exilio con Convergencia Democrática), y por la necesidad posterior de poder gobernar y mantener el gobierno, el Frente Amplio fue construyendo una cultura unitaria que se terminó volviendo tan instrumental como sustantiva.

La lección que mencionaba Bayardi es imposible de extrapolar fuera de fronteras. Es hija de una trayectoria y de una ingeniería política probablemente intransferibles.

Lo raro es que (quizá sin proponérselo, pero así ocurrió) el medidor de esa corriente unitaria no quedó en el terreno de las cúpulas, sino de las bases. Esas, las un poco falsas y un poco verdaderas, las que terminan haciendo funcionar el mecanismo de las tres imperfecciones. Duramente lo aprendieron los dirigentes y sectores que, encandilados con un caudal electoral que pensaban definitivo, creyeron que afuera del Frente Amplio había, para ellos, algo más que intemperie.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay

25 años

En setiembre se cumplen 25 años de la aparición de la edición chilena de Le Monde diplomatique. Fundada y dirigida por Víctor de la Fuente, tuvo en Luis Sepúlveda una de sus plumas más reconocidas. Ignacio Ramonet, que fuera director de la edición francesa, hace un balance de este cuarto de siglo: “En tiempos en que la información se confunde con la inmediatez, Le Monde Diplomatique ha defendido el valor de la profundidad, la paciencia de la lectura y la densidad de los argumentos”. Parte de una red de más de 30 ediciones internacionales en 20 idiomas, la versión chilena es una de las cinco que se publican en español.

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