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Ilustración: Luciana Peinado.

Asado a la piedra

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Christian abrió la puerta con una pierna y salió al patio trasero con una cerveza en una mano y un bowl en la otra.

—No hagan lo de siempre, que se van y queda la ensalada entera. Y no vayan a mover un dedo para ayudarme, ¿eh?

Sus tres amigos permanecieron sentados alrededor de la mesa, bien cerca de la parrilla, sin mover un dedo. Recién cuando apoyó las cosas parecieron volver a la vida.

—Supongo que deberíamos brindar por la vuelta del pelotudo este —dijo el gordo Walter mientras destapaba la cerveza y empezaba a servirla.

—Yo paso, muchachos. Todavía no puedo tomar alcohol.

Todos miraron a Bobby, que sacó de su bolso deportivo una cajita de zumo de manzana y la alzó en el aire con la intención de chocarla contra los vasos.

—¿No extrañaste la bebida todos estos años? —preguntó Christian, que ya se estaba enojando.

—Sí, por supuesto. Pero no me dieron permiso.

El Cabeza, calladito desde su silla, comenzó a hacer la mímica de un látigo. Los otros dos se unieron de inmediato.

—Bueno, bueno. —El dueño de casa decidió que ya era suficiente—. Levantemos los vasos... y la cajita de mierda esa... por Bobby Rogers. Quién iba a decir que este pánfilo iba a llegar a ser astronauta.

—¡Nadie! —gritó Walter, que se había cansado de meterle la cabeza dentro del inodoro en el secundario.

Bobby siempre había sido el tonto de la barra, el blanco de todas las bromas. Bromas que no se detuvieron cuando fue seleccionado entre millones de aspirantes para comandar una misión tripulada al espacio. “Me presentaba yo y te pasaba el trapo”, le había dicho convencidísimo el gordo, agitado después de descorchar un vino.

Durante sus largos meses de ausencia, los asados del grupo no se detuvieron, pero el ticket se disparó, ya que se compraba la misma cantidad de carne y se dividía el presupuesto sólo entre tres.

—Traje regalos para ustedes —anunció Bobby. Del mismo bolso sacó tres pequeñas cajas que repartió a sus compañeros. El primero en abrir la suya fue el Cabeza, que reaccionó mordiéndose el labio inferior y girando los ojos hacia arriba.

—¿Qué mierda es esto? —preguntó Christian—. ¿Nos trajiste piedras?

—Son rocas. Las recolecté yo mismo del suelo de Marte. Me permitieron quedarme con unas poquitas para regalar a mis viejos, a figuras destacadas y a ustedes. A las demás las van a analizar y eso.

—Mirá que en estos dos años no cambiaron las reglas. Recordale, gordo.

—Aquel que dejare el país debiere traer al siguiente asado un whisky extranjero para compartir —dijo Walter como si estuviera leyendo un antiguo documento público.

—Hasta un Toblerone grande te la llevábamos, pero esto es un pisapapeles.

A esa altura el Cabeza ya había arrojado su roca marciana al fuego encendido.

—¿No hay un free shop a la vuelta de Marte?

Bobby negó con la cabeza.

—Bueno, tendría que haber. Después de tanto tiempo comiendo pastillitas para perro te vienen ganas de un dulce. O por lo menos a mí me vendrían.

Los siguientes minutos fueron de absoluto silencio, porque Christian sacó de la parrilla un matambrito de cerdo que podía cortarse con una pestaña, si uno tenía buena motricidad fina.

—¡Un aplauso para el asador! —gritó el gordo Walter después de limpiar su plato con un pedazo de pan.

El dueño de casa intentó hacer una reverencia, pero el delantal que representaba el torso del David estaba muy ajustado y limitaba sus movimientos. Se incorporó en forma aparatosa y agregó:

—¡Un aplauso para el Cabeza que consiguió la carne!

El homenajeado levantó las cejas y movió la cabeza para un costado, dando una indicación.

—Sí, a Walter también, por traer el hielo.

Tercera ronda de aplausos.

—¿Y a mí?

—¿A vos qué, Bobby? ¿Querés un aplauso por los cascotes que trajiste de regalo?

—¡Fui el primer ser humano en tener contacto con un ser extraterrestre!

—Algo de razón tiene.

El comentario del gordo sorprendió a los otros tres.

—Gracias, Walter.

—Quiero pedir un aplauso por la paciencia, por el trabajo insalubre, por hacer historia... ¡para el marciano que se cruzó con este boludo!

El Cabeza aplaudió con suavidad, pero Christian rio tanto que terminó tirado al lado de su silla, secándose las lágrimas.

—¡Hijo de puta! —gritaba, y retomaba la carcajada. Así estuvo unos minutos, hasta recuperar el aliento.

—La revista National Geographic dijo que fue uno de los tres momentos más importantes de la historia de la humanidad.

—Nadie lee revistas, Bobby.

El ejemplar que lo tenía en la portada, llevado por el astronauta al asado, había sido utilizado para prender el fuego.

—Seguro que la próxima vez que visites al bicho ese le vas a llevar un Johnny negro de regalo.

—Rata —farfulló el Cabeza.

Estaban por cortar la última morcilla cuando se escuchó un extenso bocinazo.

—¿Será una alarma?

—No, justo iba a comentarles que me tengo que ir más temprano.

—¿Te vinieron a buscar, putito? —preguntó el Cabeza, que una vez que entraba en confianza no lo callaba nadie. Volvió a hacer la mímica del látigo.

—¡Pollerudo!

—Siempre fuiste un arrastrado, Bobby.

—Ustedes no entienden…

La roca de Walter le dio justo en la frente, pero por su composición se deshizo sin hacerle daño. Cosa que Walter no sabía antes de arrojársela.

—No te vayas sin pagar.

—Tranquilos. Le hago una transferencia a Christian. Ustedes me pasan el número.

Lo dejaron ir solamente porque planeaban hacerle pagar todo el asado y el postre que pedirían por teléfono. Bobby salió de la casa, cruzó el jardín del frente y entró a la gigantesca limusina blindada que lo estaba esperando.

—Señora presidenta, qué gusto verla.

—No hay tiempo que perder, sargento Rogers. El siguiente cohete a Marte sale en dos horas.

—¿Cómo que en dos horas? ¿No era el sábado que viene?

—¡Este sábado, idiota! ¡Ahora mismo!

—No tengo prontas las maletas.

—Estamos yendo a su apartamento. Le sugiero que junte la mayor cantidad de ropa en el menor tiempo posible.

—Pero... El protocolo... Los marcianos…

—De los marcianos nos encargamos nosotros. Solamente necesitamos a un monito que lleve y traiga cosas de un planeta a otro.

—¿Voy con un chimpancé?

—¡El monito es usted!

La limusina se detuvo frente a un edificio. La mujer lo sacó del vehículo de un empujón y Bobby estuvo a punto de irse de boca contra el cordón de la vereda. Dio unos pasos y se volteó.

—En cinco minutos vuelvo.

—¡Apúrese, imbécil!

La roca marciana que le había regalado a la presidenta le dio justo en la frente.

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