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Luis López en Colonia España, durante una asamblea de los ocupantes del predio perteneciente al Instituto Nacional de Colonización, el 21 de enero de 2006. Foto: Sandro Pereyra

Otro Luis

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Desde 2015, Luis López es el alcalde de Bella Unión. Era difícil predecir que llegaría a ocupar ese puesto una década atrás, cuando intentaba reorganizar a los trabajadores de la caña tras la crisis de 2002.

La investigadora argentina Silvina Merenson, de la Universidad Nacional de San Martín, lo conoció cuando realizaba el trabajo de campo para su tesis doctoral “Los peludos. Cultura, política y nación en los márgenes del Uruguay”. “Luis y su familia fueron mis guías por chacras azucareras, reuniones sindicales y políticas e iglesias evangélicas. Hace casi 15 años que guardo una gratitud que me es muy difícil de explicar”, dice Merenson, de quien en 2013 publicamos “Raúl Sendic y el lenguaje sagrado de la política”, otro trabajo desprendido de la misma investigación.

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[Esta nota forma parte de las más leídas de 2019]

“De ahí para acá. No, de ahí para el pino y de ahí para acá”. Luis buscaba precisión: su memoria recorría el camino que de niño realizaba en Calpica para vender los pastelitos que cocinaba su madre. Pensó en ella cuando, el 1º de mayo de 2015, la lista frenteamplista 712 ganó en Bella Unión y fue proclamado alcalde. También en su padre, que a los 12 años le enseñó cómo “abrir una lucha”, cómo avanzar parejo en el surco, regulando el esfuerzo físico, midiendo el impacto de cada golpe de facón. Desde el complejo de viviendas que pronto albergaría a unas 20 familias que habían sufrido la crecida del río Uruguay, subidos a una montaña de arena, podíamos ver el cañaveral con el que supo vencer. A fin de cuentas, los votos que lo depositaron en la alcaldía vinieron de allí, de Las Láminas, Las Piedras, Malvinas y 6 de Mayo, “barrios de peludos”. Montados en la Hilux municipal, dejamos atrás su pueblo natal rumbo a la ciudad que lo demandaba: “López, aquí está la señora María, por los tirantes para levantar el techo de la casa”, escuchamos a su secretaria en un audio de Whatsapp.

El ascenso social y político de Luis el Gordo López podría sintetizar la romantización o idealización de muchas experiencias que le resultan reconfortantes al progresismo. Está basado en el camino de quien pudo ir a la escuela hasta sexto grado y hoy preside el desfile del 25 de agosto en Bella Unión, de quien salió a cazar para tener algo para comer en la Navidad de 2005 y hoy puede enviar a su hija menor a clases de música. Su proyección y la de su familia hiperbolizan las trayectorias seguidas por un segmento de los sectores populares que arribaron a las denominadas clases medias emergentes durante los gobiernos frenteamplistas porque suman la construcción de un liderazgo político que expresa esta promoción en toda su extensión y densidad. Su plena reivindicación, legítima por cierto, debería interrogarnos: ¿cuánto contiene las expectativas, prácticas y creencias que la sostienen?

Reconstruyo la trayectoria de Luis, la de su familia y la transformación de Bella Unión para ensayar, entre otras cuestiones, diálogos con el modo popular de la meritocracia y las formas de subjetivación de la capacidad de consumo más allá de su aumento, para considerar la diversidad religiosa con la vehemencia con que son abarcadas otras diversidades posibles.

“Hay que hacer algo. Ni jugar al truco podemos”, decía Luis López ante una asamblea de la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas (UTAA) en la que se hicieron presentes tres de los 32 delegados que la componían. Era mayo de 2004, la zafra no llegaba a los tres meses, los días trabajados no alcanzaban para cubrir el seguro de paro y el sindicato era un páramo que, al igual que Bella Unión, no había superado la crisis de 2002, esa malaria durante la cual Luis tuvo que vender la lavadora que alivianaba el trabajo de Janet, su compañera desde hacía 16 años. Por las mañanas, antes de empezar su jornada laboral como empleada doméstica, Janet iba y venía por el patio de la casa con baldes repletos de las ropas que Carla, Coqui, Raulito y Leti habían usado el día anterior: “Si dejo que se junte los gurises no tienen qué ponerse”, decía.

Algo hizo. Antes de que los feminismos y la “generación No a la Baja” se transformaran en los actores más potentes de la vida política nacional, el Gordo refundó las bases del sindicato con mujeres y jóvenes. Fue a sus casas, las y los invitó a las reuniones con una frase que repetía cada dos por tres: “El sindicato está abierto, sea del partido que sea, sea de la iglesia que sea”. Quien lo conocía podía acreditar esa amplitud en su inscripción familiar: Luis es uno de los 14 hijos de Pedro y Mabel, una pareja evangélica que dividía su voto entre blancos y colorados. A diferencia de otras veces, ahora tenía algo para ofrecer, “una herramienta”: 130 puestos en los “jornales solidarios” que el gobierno de Jorge Batlle había lanzado en Bella Unión y que el sindicato cogestionaría con la Junta Local y una ONG. Tiempo después, ironizábamos, nada activó más la campaña electoral del Frente Amplio (FA) en Bella Unión que el “asistencialismo proselitista” del gobierno colorado, aquel que una parte del frenteamplismo montevideano se empeñaba en denunciar. Advirtió entonces que las políticas sociales no necesariamente fidelizan votos: al cabo de cinco meses, cuando Tabaré Vázquez alentaba el festejo de aquel triunfo histórico, la UTAA gestionaba 20 grupos de jornaleros y sumaba más de 50 personas en sus asambleas. Casi en su totalidad, la Comisión Directiva de la UTAA, es decir “la gente del Gordo”, apoyaba la lista del Movimiento 26 de Marzo. Luis no creía en los políticos, pero sabía que “sin padrino no hay bautismo”, como suele decirse en Bella Unión. Para su iniciación eligió a Raulito, el hijo del “viejo Sendic”, el único político que por entonces elogiaba y cuyo nombre lleva su hijo varón.

En el auge de la participación sindical, mantenía un registro sensible de los esfuerzos de sus compañeros y compañeras. La meritocracia, un valor históricamente arraigado entre los trabajadores rurales, es menos individualista de lo que solemos pensar. En la meritocracia popular, detrás de cada logro no siempre está el reconocimiento hacia el Estado que lo propició, por más merecido o inmerecido que parezca, sino la familia que lo contuvo. Defenderla, para Luis, no sólo implica sostener que “la vida es sagrada”: también es asegurar aquello que sostiene la subsistencia y simboliza las transformaciones sociales. Tal vez por eso creía que, cuando un integrante de la UTAA superaba una dificultad, alguien entre los suyos debía ser reconocido: Alejandra, su compañera de la escuela primaria, había recordado cómo sacar cuentas para volverse la tesorera del sindicato, entonces su hijo viajaría a Montevideo “con todo pago” para participar en uno de los tantos encuentros a los que eran convocados. Por entonces también ensayaba respuestas a las comparaciones que fijaban a la UTAA al tramo fundacional de su historia: “Dicen que antes el sindicato era más radical, pero yo no entiendo la palabra ‘radical’. Con 10.000 hectáreas de caña como había, con la cantidad de afiliados que tenía, ¿quién no dice ‘radical’? Hoy es otra cosa, vos tenés que luchar por lo mínimo, que es que siga habiendo caña”. Como en el surco, la “nueva generación de la UTAA” encabezada por Luis se proponía “no dejar a nadie atrás”. Esto último, sabía, requería expandir las interlocuciones y albergar trayectorias plurales: “fuera del partido que fuera, fuera de la iglesia que fuera”, el sindicato no podía continuar ficcionalizando la representación de una clase que la dictadura primero y el neoliberalismo después se encargaron de dinamitar.

En julio de 2005 Luis era un ladero irreverente de Raúl Sendic, flamante vicepresidente de la Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Pórtland. Siguiendo sus pasos había abandonado “el 26”, pero no parecía dispuesto a compartir alcahueterías. En Montevideo, durante la que debe haber sido una de las primeras reuniones de Compromiso Frenteamplista, leyó el discurso que Coqui, su hija adolescente, había tipeado e impreso en el único cíber de Bella Unión: “Queremos ser parte del sistema productivo pero en condiciones decentes, con fracciones de tierra. Pero si no se da, algún día los trabajadores estaremos en el gobierno”. Quienes seis meses después se sorprendían e indignaban ante la “15 de enero”, la primera de una nueva serie de ocupaciones de tierras improductivas en Bella Unión, tal vez no advirtieron la ajenidad con que él y gran parte de los sectores populares de la zona vivieron el arribo del FA al poder pese a haber sido parte de su base electoral. No pasó mucho tiempo para que el lanzamiento de Alcoholes del Uruguay (ALUR) y el poderoso desembarco del Estado en la ciudad obraran sobre esta impresión.

Trabajos durante la ocupación de Colonia España, enero de 2006. Foto: Sandro Pereyra

Cuando, en setiembre de 2006, el sindicato de los viriles cortadores de caña anunciaba el festejo de sus 45 años de existencia con un afiche que mostraba a una de sus militantes sosteniendo una planta de lechuga en cada mano, ALUR implementaba la denominada “reforma agraria alquilada”. Como parte de un emprendimiento mayor, la empresa arrendó un predio denominado Placeres para ser subarrendado entre las organizaciones que lideraron la ocupación de tierras “15 de enero”. A la UTAA le correspondieron 180 hectáreas: 140 fueron para las familias de los y las integrantes del sindicato, entre ellas la de Luis. Las magras 40 restantes se sortearon entre 27 aspirantes. El nuevo estatus de “productor” —pequeño, pero productor— volvió a Luis un equilibrista. “Cuando hay más económicamente, se complica”: con esa frase solía sintetizar los conflictos y fracturas que sobrevinieron dentro de la UTAA y las demandas que vivía como presiones por la distancia cada vez mayor entre su rol sindical y su pertenencia partidaria. También debido a los modos en que suelen ponderarse el acceso a derechos y el incremento de la capacidad de consumo entre los sectores populares. Como otras familias, la de Luis nunca antes había tenido que dar tantas explicaciones sobre los criterios con que planificaba sus gastos y definía sus parámetros de consumo. La moralización de ambas prácticas, que no corre exclusivamente por cuenta de las élites y las clases medias, atravesaba las relaciones entre compañeros, que se observaban unos a otros estableciendo cuán “peludos” podían seguir diciendo que eran, pese a que todos estaban endeudados hasta los huesos y a que la aparente independencia económica no redundara fácilmente en autonomía.

Aunque trabajaba desde los 14 años, Alejandra tuvo su primer vínculo formal con el mundo del trabajo a los 34, cuando se convirtió en subarrendataria de ALUR. Esto le permitió tramitar cuatro microcréditos con los que construyó un cuarto de material, compró un juego de sillas, un aparador y una cama marinera para los gurises, y también un teléfono celular con el que chateaba con los diversos amigos que fue haciendo en una página web. Alejandra llevaba años en una relación de pareja que su dependencia económica le impedía cortar, como ahora sentía que se lo impedía su independencia: “En el pueblo se habla, van a decir que lo dejé porque soy productora y ya me crio los hijos”. Como otras mujeres, pudo salir de la trampa. Si la presencia del Estado cambió radicalmente las condiciones materiales de su existencia, la subjetivación de su autonomía corrió por cuenta de su fe. En una de las tantas iglesias evangélicas que crecieron a la par en que lo hicieron las escuelas, barrios y centros de salud, encontró los argumentos y la contención para dejar a su marido. “Trabajó en…” es uno de los ítems a completar en la presentación personal de Facebook. Alejandra podría escribir allí “Placeres-ALUR”, sin embargo elige: “La Obra de Dios, la mejor empresa del mundo entero”. Si la fe mueve montañas es porque ayuda a interpretarlas. En 2009, Alejandra agradeció la oportunidad: con su voto a Mujica, y con su oración a Dios.

Hacia el fin del primer gobierno frenteamplista prácticamente no había un indicador que no permitiera advertir la creciente transformación de la ciudad, pero ninguno de ellos podía dar cuenta de cómo esta era elaborada por sus habitantes. Las identificaciones religiosas suelen ser más estables que las partidarias, por lo que colocar aquello que desaprobamos en el lugar que mejor nos permite rechazarlo puede resultar tan desacertado como injusto. Más temprano que tarde, López entendió ambas cuestiones.

Luis López presidió la UTAA hasta principios de 2009, año en que decidió “dar un paso al costado” en el sindicato y abandonar la lista 711. La distancia con Raúl Sendic y Leonardo de León, a quien conocía desde comienzos de los 2000, cuando se desempeñaba como técnico de la Regional Latinoamericana de la Unión Internacional de Trabajadores de la Alimentación, la Agricultura, Hoteles, Restaurantes, Tabacos y Afines y asesoraba los emprendimientos productivos del sindicato, no se fundaron en lo que hoy describe como “burgueseadas” y el FA sanciona como “un proceder inaceptable en la utilización de dineros públicos” en el caso del primero y como “múltiples actos indebidos” en el del segundo. El creciente malestar por la deriva de Placeres estaba erosionando su base sindical y Luis sentía que además era relegado a puestos marginales a la hora de armar listas. Terminó de decidir la ruptura con la 711 cuando Leonardo de León, entonces director de ALUR, quiso explicar a los endeudados productores de la UTAA que el “proyecto Placeres” era productivo y no social, el día que “el silencio” gritó: “¡Si es productivo que te cierren los números, porque no cambió nada! ¡Bajá del primer piso, andá a la chacra!”.

Para entonces José Mujica proponía un “país de primera” que tenía su plataforma de despegue en las imágenes renovadas y pujantes de Bella Unión y, con su tono campero y andar desaliñado, habilitaba el poder a un perfil de político diferente: uno que “no viene de la plaza del centro, que no es un rico de saco y corbata”, decía y se identificaba el Gordo, que interpretó rápidamente la masiva receptividad que despertaba el candidato presidencial. El tiempo de “político” pleno había llegado y, en función de ello, transformó la ruptura con la 711 en virtud: su incorporación a la lista local Por la Unión y Descentralización no sólo se hacía eco del histórico y trasversal espíritu autonomista de la ciudad respecto de Artigas, sino que también expresaba a “los rebeldes, los que no le hacemos caso a Montevideo”.

Durante sus años en el sindicato, Luis se relacionó de forma ambigua con quienes llegaban desde la capital generalmente para proponer diversas formas de cooperación o para comprometerse genuinamente con las luchas existentes. Él y su gente no disimulaban lo que vivían como una intromisión o incomprensión: “A veces nos cae mal cuando vienen los paracaidistas, gente que se quiere subir al carro de la lucha de los trabajadores. Nosotros ya somos grandecitos y no vamos a aceptar que nos marquen la pisada”, decía en la audición radial del sindicato. También alzaba la voz cuando, en los talleres de capacitación, distintos agentes estatales y no estatales objetaban la quema de la caña por su alto grado de toxicidad e impacto ambiental, o cuando condenaban el trabajo infantil en las chacras. Su reticencia, incluso menor que la de muchas otras familias de asalariados rurales, transformaba estas cooperaciones en la expresión de una distancia de clase ante la cual reaccionaba con orgullo. Al menos en parte, su ascenso político se basó en la radicalización de esta enunciación: “lo de Bella Unión para Bella Unión”, que implicaba proponer, además del arreglo de calles, que la dirección de ALUR incorporara personas oriundas de la ciudad (“gurises de Bella Unión que se reciben y no encuentran un espacio donde desarrollar sus conocimientos”).

Luis López mide un surco de caña durante un pesaje de caña semilla para la siembra en el Campo Placeres, setiembre de 2006. Foto: Sandro Pereyra

Sobre la reivindicación de la autonomía de Bella Unión construyó su mensaje hacia una base social ampliada. Hablaba de “municipalismo”, un término que había escuchado de unos políticos españoles, para definir su plataforma electoral; por ejemplo, la creación de una Mesa de Desarrollo Productivo impulsada por la Junta Municipal, las patronales y los sindicatos. Hablaba de “socialización” y no de “socialismo”, “de compartir, ir a las casas de los vecinos” para escuchar lo que cada uno sabía y no sólo lo que necesitaba, aunque a esto último lo anotaba prolijamente en su cuaderno. En las elecciones de 2010 Bella Unión fue el único municipio del departamento de Artigas en el que resultó ganador el FA, con 58,9% de los votos. Luis López fue uno de los tres concejales frenteamplistas electos. Su victoria, declaraba a un medio local, demostró “que la gente quiere cambios políticos. Ya no quieren a los iluminaditos, a los que vienen de Montevideo o los que vienen desde la ciudad de Artigas con determinadas recetas”.

Su ingreso de lleno a la vida política coincidió con un momento de estabilidad y prosperidad familiar. Janet ocupaba uno de los codiciados puestos en ALUR, en la sección de embolsado. En 2009 llegó Victoria, la única de sus cinco hijos que nació bajo el amparo de una licencia por maternidad. Tras la muerte de su madre la familia amplió y remodeló la casa; las relaciones entre sus integrantes ganaron metros cuadrados y calma. Carla, la hija mayor, había desistido de su idea de ingresar a la Policía para instalarse con su novio en Montevideo, de donde regresó poco después para compartir la crianza del primero de sus cuatro hijos. Coqui había abandonado la UTU y la militancia sindical —que la llevó a compartir el escenario del Teatro de Verano con Daniel Viglietti— para volcar todas sus energías en la iglesia evangélica a la que también asistían Raulito y Leti. Allí conocieron a sus parejas, se casaron y bautizaron a sus hijos e hijas. Al comienzo, el masivo proceso de conversión familiar no convencía demasiado a Luis: “Yo respeto”, decía más resignado que contento. Pero con el paso del tiempo fue teniendo muestras de sus efectos, no sólo familiares. Entre sus padres y sus hijos Luis era un hijo y un padre presente en dos de las iglesias evangélicas más importantes y concurridas de Bella Unión. En el paso del “respeto” a la aceptación dejó de beber.

En 2012 Luis creó la agrupación 712, que aglutinó a fieles frenteamplistas y a conversos del Partido Nacional. “No somos ni mejores ni peores que los otros candidatos, sino que somos diferentes”, decía durante la campaña, que según su rendición de cuentas costó poco más de 132.000 pesos. El crítico de la legalización del aborto y la marihuana, el promotor estatal del memorial que hoy recuerda a las víctimas del terror de Estado en Bella Unión, el impulsor del turismo local como alternativa a la dependencia de la caña de azúcar “que a los 40 te arruinó el cuerpo”, resultó alcalde. A sus 48 años fue el candidato más votado entre los 11 frenteamplistas que disputaron la elección de 2013. De los 6.147 votos que recibió el FA en la ciudad, más de la mitad fueron para su lista.

Antes de finalizar su mandato espera poder arreglar la plaza de su barrio, esa en la que “hacía novio” con Janet.

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