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La tierra del píxel naciente

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Una mirada atenta al mundo narrativo de Super Mario nos permite explorar la cultura de Japón más allá de los estereotipos y las categorías analíticas convencionales.

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Un superhéroe de overol viaja entre tuberías por distintos mundos. Vuela, nada, corre o salta precipicios para recolectar hongos, monedas y estrellas, escupe fuego a criaturas extrañas que impiden su paso y vence al mismo monstruo en sucesivos castillos. Todo para rescatar a una princesa que nunca está en el castillo recién conquistado sino en el próximo. Finalmente el héroe la encuentra y la salva. O no, depende de la destreza y la paciencia de la persona que esté detrás de la pantalla, manejando los controles del videojuego.

El universo de Super Mario puede parecer incoherente frente a una mirada adulta, pero al ser un producto de entretenimiento cuyo imaginario apunta al consumo infantil, con un lenguaje gráfico sencillo y estímulos diversos mediante sonidos, colores y movimientos, la incoherencia se asume como fantasía. Esa fantasía procede, creo, de la creatividad excepcional de mentes individuales (si la charla fuera de sobremesa, mencionaríamos la ayuda del consumo de estupefacientes).

A nivel de trama, Super Mario repite el tópico de la dama en apuros, uno de los más frecuentes de la literatura universal y, en particular, de la cultura occidental. Tanto en cuentos de hadas como en spots publicitarios, el individuo común y corriente se ve sorprendido por una situación que lo obliga a convertirse en héroe de una mujer secuestrada, que se muestra incapaz de valerse por sí misma. Ese conflicto básico, sumado a nombre y bigote italianos, podría hacer suponer que la de Super Mario es una historia concebida por europeos o norteamericanos. Sin embargo, el juego es la cara corporativa de su creador, Nintendo, una multinacional japonesa en el sentido más profundo de los dos términos.

Poco del personaje y de su historia, a pesar de ello, reproduce el Japón al que estamos más habituados, el de los samuráis, las pagodas, el sushi, el karate, el karaoke y los kamikazes. ¿Dónde está la huella de lo japonés en el diseño de Super Mario? Y más importante aun: ¿qué nos dice la aparente invisibilidad de esa huella sobre los mecanismos de producción cultural transnacionales? ¿Será que los lugares comunes y los estereotipos que tenemos de una cultura nos impiden ver dinámicas de significado más profundas?

Las líneas que siguen son una síntesis de una investigación que realicé como tesis de grado con la intención de responder esas preguntas discutiendo la supuesta incoherencia en Super Mario y buscando restituir la relación entre ese mundo fantasioso y el contexto cultural e industrial que lo desarrolló: Nintendo como empresa japonesa y Japón como marco de producción cultural, Nintendo como multinacional del entretenimiento y el mundo global como escenario de traducción e intercambios creativos.

El héroe adecuado en el momento adecuado

Kenichi Ohmae, un gurú internacional de estrategia empresarial, identificó en los 80 una serie de factores que explicarían la recuperación milagrosa de la economía japonesa tras la Segunda Guerra Mundial: empresas con gran capacidad de adaptación a distintos negocios, basadas en lealtades familiares, baja rotación de personal, una fuerte inversión en innovación tecnológica y la necesidad de conquistar mercados nuevos. A pesar de que el trabajo de Ohmae bien podría enmarcarse en lo que hoy se conoce críticamente como nihonjinron (“teorías sobre lo japonés”, una apología desmedida entre intelectuales nipones que destaca la singularidad de su cultura nacional), lo cierto es que el éxito descomunal de Nintendo condensa a la perfección esos cinco atributos.

La empresa nació en Kioto en 1889 como fabricante y distribuidor de hanafuda, un juego de cartas muy popular en las apuestas, siendo la típica empresa familiar que pasa de generación en generación. En los años 50 del siglo XX Nintendo llegó a tener en paralelo una planta arrocera, un hotel de alta rotatividad y una compañía de taxis. Sin embargo, fue a partir de la fabricación de juguetes que empezó a obtener los mayores réditos. Entrada la década de 1960, decidió incorporarse a la industria de los componentes electrónicos como una tecnificación de su ya estable negocio de cartas y juguetes. Su rol principal fue proveer piezas a los principales fabricantes de consolas electrónicas: Taito en Japón y, más tarde, Atari en Estados Unidos.

Hacia fines de los 70, con las máquinas de arcade poblando bares y salas de juegos en buena parte del mundo, Nintendo dio un paso más y empezó a desarrollar consolas y videojuegos. Pero, a pesar de que la industria creció, la competencia era fuerte y la tradición japonesa de no cambiar de trabajo le dificultaba encontrar personal calificado para desarrollar la tecnología y la creatividad necesarias. No parecía viable captar el talento de otras empresas, por lo que la búsqueda se orientó hacia una camada de ingenieros y diseñadores apenas egresados de la universidad. Entre ellos estaba Shigeru Miyamoto, el creador de Mario y quien hasta el día de hoy coordina cada uno de los títulos en los que el personaje aparece.

Era 1980 y el mundo temía la llegada de extraterrestres, ya fuera como actualización del monstruo romántico en la carrera espacial o como metáfora de la inmigración. El cine, los cómics, la sátira política, la literatura y, por supuesto, los videojuegos reflejaban y alimentaban ese espíritu. Space Invaders, de Taito, se convirtió en un juego icónico en la retina y el músculo colectivos y varios títulos menores buscaron emular su éxito. Sin embargo, el experimento de Nintendo, Radar Scope, resultó ser un fracaso a un año de su lanzamiento. 25.000 locales de arcade tenían instalada la máquina a lo largo y ancho de Estados Unidos, y para que los comerciantes no devolvieran el hardware arrendado Nintendo les prometió cambiar el software por un nuevo juego.

El tiempo y la tecnología apremiaban: debía ser un juego sencillo y atractivo. El equipo de Miyamoto decidió versionar Popeye, ya que con pocos recursos se podía hacer mucho: un héroe estándar que toma fuerza cuando consume un power-up mágico como la espinaca, un villano sobredimensionado que secuestra a una víctima espigada, un escenario opaco que no requiere mayores detalles. Tamaños y colores diferenciados, objetivos claros para el jugador y una historia fácilmente reconocible. Pero pasaron los días y King Features, dueña de los derechos, demoró la concesión de la licencia. Nintendo decidió, sobre esta base, cambiar los personajes y hacer una historia desde cero.

Para autores como Chris Kohler, David Sheff o Jeff Ryan este es uno de los puntos de mayor inflexión en la historia de los videojuegos, porque por primera vez se habilita la plataforma como un medio para contar historias.

Antes de empezar el juego y entre cada nivel (lo que se conoce como cutscenes), el jugador recibía instrucciones a modo de relato que enmarcaban sus objetivos y sus horizontes de expectativa. Consumía una historia y participaba en ella al mismo tiempo. A la hora de rediseñar el juego de Popeye, el monstruo tomó el protagonismo y, encarnado en un simio que remitía demasiado a otra ficción, se hizo megaexitoso como Donkey Kong. La novia secuestrada, Olivia, se llamó Pauline, y a falta de un rasgo particular el héroe se llamó Jumpman, porque su principal gracia era saltar.

Jumpman era el personaje jugable, por lo que debía ser lo más genérico posible. El jugador ya no era un cursor o un punto de vista que disparaba, sino un personaje humano en el que todos podían proyectarse. Pero con apenas ocho bits a disposición sólo había margen para tres colores: uno para la ropa, otro para la cara y un tercero para detalles en la cara. Se podía agregar un cuarto en la ropa si se embebía el color del fondo, pero no más. Desde esta limitación se construyó el personaje: es obrero porque usa un overol, tiene bigote porque hace falta diferenciar la nariz de la boca y lleva sombrero porque, considerando la importancia que tiene el movimiento en la animación japonesa, resultaba inconcebible que al caer no se le agitara el pelo.

El nombre Mario surgió de esas tantas leyendas corporativas que buscan destacar el contraste entre una precariedad pasada y un éxito presente: el propietario de las oficinas de Nintendo en Estados Unidos, Mario Segale, se presentó a los saltos molesto por el impago del alquiler y a los ejecutivos japoneses su bigote les resultó muy similar al del anónimo Jumpman. Pero en ninguna parte del juego, ni en los cutscenes ni en las instrucciones, se decía que Mario fuera italiano o fontanero; en su primera aparición era carpintero, y cuando se consolidó como ícono global Nintendo omitió toda referencia a su profesión.

Donkey Kong fue un hit en los arcades desde su lanzamiento, en 1981, y la mimetización entre jugador y personaje llevó a que el éxito estuviera centrado en Mario y no en el villano epónimo, que tuvo que esperar una década para ganar protagonismo en otra serie. En esos años y en busca de una identidad, creció la polifunción ocupacional de Mario: fue industrial cementero, soldado, médico y dueño de un circo. En Mario Bros. (1983) tuvo su primer contacto con las tuberías y conoció a su hermano, Luigi; los manuales los presentaban como dos carpinteros que tras una larga jornada de trabajo querían darse una ducha y no podían porque unas criaturas bloqueaban los caños, por lo que había que sumergirse y eliminarlas.

Esta iconografía de hermanos y tuberías es la que reforzó Nintendo a partir de ese momento, sobre todo en Super Mario Bros. (1985), el título que acompañó su revolucionaria consola, el Nintendo Entertainment System, y en definitiva uno de los juegos más vendidos de la historia.

Super Mario Bros. es la versión de Mario que más fácil reconocemos. Es la base de toda la serie posterior e inauguró un género que se convirtió en uno de los más recurrentes en diseño: el videojuego de plataforma. El viaje para rescatar a la dama, esta vez la princesa del Reino de los Hongos, secuestrada por el jefe de una tribu de tortugas que utilizaba magia negra, los Koopa, ya no consistía en trepar escaleras en vertical, como en Donkey Kong, sino en avanzar en horizontal, acompañando la secuencia de lectura occidental, que es de izquierda a derecha.

Como señalan Mary Jenkins y Henry Fuller, la simpleza en la trama de Mario busca ensalzar la exploración de mundos distintos, submarinos, aéreos, subterráneos, alegres o tenebrosos, organizados en niveles de dificultad. Biógrafos de Shigeru Miyamoto reparan en una infancia solitaria en la que, a falta de hermanos, pasaba las horas en una cueva secreta cercana a su casa para imaginar mundos posibles. En eso las tuberías cumplen un rol clave de pasaje e interconexión entre los mundos. Y con la riqueza de esos mundos también aparecen personajes y recursos adaptados: trajes de rana para evitar medusas y peces peligrosos bajo el agua, capas voladoras para sortear aves rapaces y martillos lanzados por el aire o armas de naturaleza mágica para tumbar y aplastar animales, monstruos y hasta plantas carnívoras en tierra firme.

Así, se fue configurando un imaginario sobre los íconos que irrumpían juego tras juego, creando un canon propio y una comunidad de seguidores. De la mano de su éxito en una industria que crecía sin precedentes, Mario empezó a aparecer en otros medios y formatos, superando con creces el típico merchandising oficial. Se vendieron licencias y tanto en Occidente como en Japón surgieron películas, dibujos animados, revistas de cómics y manga, programas de televisión, y hasta seguramente millones de padres en todo el mundo debieron improvisar historias orales de Mario para dormir a sus hijos. Su repertorio sonoro se convirtió en interpretaciones de orquestas, sus uniformes en los clásicos del cosplay y las fiestas de disfraces. Hacia 1990 una encuesta entre niños estadounidenses reveló que Mario era más reconocible que el propio Mickey Mouse.

Pero mientras más conocido se hacía este personaje, menos información proporcionaba Nintendo en sus juegos sobre su perfil biográfico, como si su universo fuera un comodín que se pudiera utilizar en cualquier contexto de consumo. Mario es un regular guy o su equivalente en japonés, un ossan, uno de los nombres que se barajaron en la génesis del personaje. Como señala Jeff Ryan, una década después la cultura popular empezó a elevar a Sonic, la mascota de la competidora Sega, un erizo con aires de adolescente rudo, ya que era mucho más atractivo para audiencias mejor definidas, que ahora querían ver reflejada su identidad diferencial en los protagonistas de los videojuegos.

Por eso, en los 90 Nintendo ambientó en su universo otras modalidades, para habilitar nuevos personajes jugables. A la tarea eterna de salvar a la princesa se sumaron nuevas series en las que la princesa, Mario, los villanos y otros personajes compiten entre sí en carreras de kart, peleas, juegos de competiciones tipo kermés y otros. En tiempos más recientes, Nintendo enmarcó sus discursos corporativos como extensiones de la narrativa de Mario. “Este es el año de Luigi”, decretó en 2013 para promocionar el lanzamiento de algunos juegos, y en 2017 sus directivos afirmaron en conferencia de prensa que Mario no era plomero, sino que su ocupación era cualquiera que tuviera relación con el deporte y el disfrute del aire libre. La creación de juegos como spin-off de la serie principal con personajes menores como protagonistas, como Yoshi, muestra una preocupación por aferrarse al universo de Mario, aumentando su reconocibilidad sin cancelar las infinitas combinaciones narrativas que le pueden dar un gorro, un bigote y un overol rojo y azul.

Transmedia, transcultura

Mario fue el protagonista del primer videojuego narrativo de la historia. Su adaptación a películas animadas y de actores reales significó las primeras experiencias de llevar este formato al cine, lo que explica la torpeza de algunas decisiones creativas, por ejemplo en la película Super Mario Bros. (1993), dirigida por Annabel Jankel y Rocky Morton. Para entender el fenómeno mediático y cultural de esta franquicia no podemos circunscribirnos a la obra núcleo, el videojuego, sino que es necesario entender los procesos de traducción entre medios convergentes y cruzar esa mirada con los procesos de traducción cultural entre ecosistemas mediáticos distintos.

Los paradigmas narrativos tradicionales, desde la retórica de la Antigua Grecia hasta la semiótica del texto, insisten en que lo fundamental de una historia está en la estructuración de su trama. Teorías más, teorías menos, todo relato se puede resumir a lo mismo: planteo, conflicto, resolución. Pero no está nada claro que lo particular de una historia esté en cómo los eventos de la trama se encasillen en estas categorías. Muchas veces disfrutamos de los detalles que van por fuera pero le dan el color particular a la historia: que el lobo muestre los dientes y grite alto, que a quien le pasó aquello sea una persona cercana a nosotros o que el auto que conduce el héroe de la película se parezca al que estamos evaluando comprar. Esto es lo que Umberto Eco denominó “muebles narrativos”, porque son agregados a la historia que terminan definiendo su carácter pero no se encargan de mantener el edificio en pie.

En torno a esos muebles se construyen universos o mundos (worldbuilding) que, como señala Carlos Scolari, pueden incluso llegar a convertirse en auténticas franquicias del entretenimiento. Por ejemplo, Harry Potter y Breaking Bad se comportan como McDonald’s y Apple en tanto marcas. Estos universos les dan previsibilidad y coherencia interna a sus productos e interpelan a las audiencias estableciendo contactos con sus conocimientos del mundo. Se erigen como un inventario de recursos a disposición que pueden crear historias nuevas o no, complejizarse en versiones apócrifas o imprimirse como souvenirs.

En todos los lenguajes narrativos hay universos básicos, como el de Caperucita Roja, y universos complejos, como el de El señor de los anillos. Los hay fantasiosos, como en Alicia en el País de las Maravillas, y los hay con fuertes analogías con el consumo de sus audiencias, como en las películas de James Bond. También con una gran densidad de tradiciones literarias, como en Frankenstein, y con homenajes a una cultura musical, como en La Pantera Rosa. ¿Cómo es el universo de Mario? ¿Cómo varía en función de sus plataformas?

Pensado como un juego de exploración de paisajes y espacios, Mario subvierte la jerarquía de la narrativa occidental entre personajes, recursos y escenarios. El héroe occidental moderno primero tiene una historia de vida, después selecciona una serie de recursos consecuentes con esa biografía y finalmente opera en un terreno en el que esos recursos dan un valor diferencial.

A modo de ejemplo en tres universos distintos, Peter Parker es mordido por una araña, por lo que adquiere sus poderes, se convierte en Spiderman y usa sus nuevas habilidades para moverse en una ciudad plagada de rascacielos como Nueva York. Poco podría hacer Spiderman para auxiliar, supongamos, a Inodoro Pereyra en La Pampa. El ejemplo no es caprichoso: el modelo gráfico-espacial de Roberto Fontanarrosa en las historietas de Inodoro Pereyra guarda relaciones con el de Mario porque su problema central está en cómo crear una historia a partir de un escenario que, en este caso, al autor no le costara mucho dibujar. Para cumplir con el alto ritmo de producción y publicación, Fontanarrosa trazaba una línea recta y ya estaba el paisaje. En Super Mario el problema es análogo pero opuesto: el jugador pasará horas scrolleando en horizontal, por lo que el diseño del espacio tiene que ser particularmente atractivo. Para aumentar la atención sobre él, los recursos se hallan escondidos como parte de ese paisaje y el propio Mario muta en su funcionalidad y aspecto en la medida en que adquiere estos recursos.

En definitiva, mientras para la narrativa occidental canónica la relación es centrífuga desde el protagonista hacia el mundo intervenido, en los videojuegos y en la cultura japonesa en general la relación es centrípeta desde un escenario determinante hacia un personaje contenido.

Para evaluar el peso cultural de las adaptaciones a la pantalla, analicé en detalle la película Super Mario Bros.: la gran misión para rescatar a la princesa Peach (1986), para el caso de Japón, y la serie animada estadounidense Las aventuras de Super Mario 3 (1990). Mientras la versión japonesa tiende a ser fiel a algunos aspectos del videojuego y a adaptar localmente otros, en la versión norteamericana hay un esfuerzo mayor por integrar códigos occidentales.

Respecto de la cuestión de la espacialidad, el principal desafío de los personajes en el animé es superar una distancia física. La princesa está confinada en un lugar lejano y hay que atravesar el territorio para salvarla, por lo que se dedican muchos planos a la marcha. A su vez, la psicología de los personajes es importante para explicar, por ejemplo, la motivación para salvarla: Mario está enamorado de ella y Luigi es codicioso con las monedas que encuentra y la recompensa que le proponen. Pero sus profesiones son irrelevantes (atienden un almacén), y el cruce entre el mundo real donde habitan y el fantástico al que acceden no es un tema central.

En la versión estadounidense, en cambio, la resolución de los problemas no se da solamente llegando a un punto específico, sino aplicando una serie de conocimientos y virtudes que están en la biografía. Mario y Luigi son fontaneros italoamericanos y, por lo tanto, aplican sus conocimientos sobre cañerías para evitar que los Koopa se hagan con el reino. En estas ficciones es mucho más frecuente el uso de llaves inglesas y sopapas que los recursos originales del juego. Y estos, cuando aparecen, en lugar de estar ocultos en el territorio pueden ser almacenados a discreción en armarios.

En la serie estadounidense las acciones no están motivadas por un afecto especial, sino por un sentido ético y político de la justicia: Mario y Luigi defienden el reinado de la princesa porque es una gobernante justa frente a una tiranía monstruosa que no sólo amenaza al Reino de los Hongos sino también el llamado Mundo Real, de donde provienen los protagonistas. Así, los hermanos salvan la Casa Blanca tras el ruego de una inconfundible Barbara Bush, defienden a su madre patria, Venecia, ante un posible desagüe, o detienen a un Godzilla que ataca Hollywood. Detrás de todas estas amenazas está el deseo imperialista de los Koopa, que no presentan interés en secuestrar a la princesa.

Así, las distintas versiones cierran un círculo perfecto del consumo de entretenimiento. El usuario de Nintendo se hace fanático de Mario pero, como los videojuegos le cuentan poco de su historia, consume las ficciones transmediáticas que saturan esa demanda con información muy precisa y adecuada para su contexto cultural, lo que en definitiva le da más ansias de jugar y adquirir los nuevos lanzamientos. Sin embargo, más allá de la lógica industrial, lo interesante se da en qué es lo que habilita esa adecuación cultural.

Para el consumidor japonés esa adecuación está en que los power-up más recurrentes del juego aparezcan efectivamente con las mismas propiedades y en los mismos lugares y en que los personajes sean reflejo de la aplicación de estos recursos. Si la ficción audiovisual exagera rasgos, que sea sobre aquello que está sugerido en la obra original. Por eso Mario crece desproporcionadamente cuando ingiere un hongo y llora a voz en cuello cuando lo lastiman o Luigi se obsesiona con las monedas.

En esto se ve un patrón de producción cultural que el teórico en literatura comparada Earl Miner denominó “poética afectivo-expresiva”. Según Miner, este rasgo de la cultura japonesa desestima la habitual tensión entre lo mimético y lo antimimético que dividió siempre a la historia del arte occidental en favor de un código de representación en el que el movimiento y los sentimientos constituyen los criterios de verosimilitud, más allá de si se parecen anatómicamente o no a la percepción de la realidad. En definitiva, vemos a Mario como bajo y regordete por aplicar una lectura mimética del código gráfico del videojuego, pero para los primeros audiovisuales japoneses su hermano Luigi no era necesariamente más alto ni más delgado; de hecho su nombre deriva de la palabra japonesa para “similar”, ruiji.

Una importante corriente de estudios comparados en sociología organizacional (Geert Hofstede), psicología cognitiva (Richard Nisbett) y antropología cultural (Edward T. Hall) insiste en diferenciar Occidente y Oriente según una variable denominada “dependencia del contexto”. Para estos autores, las culturas occidentales son menos dependientes del contexto porque les asignan más discrecionalidad al individuo y sus juicios tienen mayor capacidad de abstracción. El sistema semiótico de referencia es la escritura porque puede pasar por distintos contextos sin perder su intelegibilidad. Las culturas orientales, en cambio, serían más dependientes del contexto y, por contrapartida, confían más en los valores comunitarios, sus significados están anclados a sus condiciones específicas de producción y, como el modelo de referencia es la historia oral, la capacidad de abstraer juicios es menor, pero por otra parte son culturas más tolerantes con la ambigüedad; en Oriente las metáforas no son un adorno estilístico, sino marcos que dan pleno sentido al mundo. No es novedad que la crisis del ethos occidental lleve a que muchas personas se refugien en paradigmas orientales buscando justamente esos valores, y que emerjan nuevos modelos espirituales y filosóficos inspirados en ellos.

Sin más pretensión que la de analizar un grano de arena de la cultura popular contemporánea, entiendo que este marco cultural al que pertenece Japón puede explicar la preeminencia del diseño de espacios frente a las biografías y la composición heterodoxa de su universo.

El consumidor occidental, en cambio, busca un complemento que haga verosímiles el mundo diegético donde se desarrolla la acción de la fantasía y la “realidad”. Al ser menos tolerante con la ambigüedad y estar menos habituado a la metáfora, necesita saturar el universo narrativo de Mario con información biográfica; primero construir un héroe, y después entender de manera centrífuga cómo se estructura su mundo. Si hacemos esa lectura del videojuego caemos en el caos: ¿por qué un obrero de bigote y gorro necesita comer hongos y estrellas para atravesar mundos mágicos? Las ficciones audiovisuales restituyen esta carencia y ofrecen marcos narrativos más verosímiles: modelan los personajes a partir de saberes profesionales y un sentido común cívico, articulan la resolución de los conflictos en torno a uno de los muebles narrativos, como las tuberías, y transforman el escenario de operaciones de aquella fantasía colorida en un diálogo permanente entre el paralelo Mundo Real y el también institucionalizado Reino de los Hongos.

Existen algunas referencias puntuales en el videojuego que se relacionan con el folclore japonés, aunque son bastante marginales. La más elocuente se da como la novedad principal, según palabras del propio Shigeru Miyamoto, de Super Mario Bros. 3: el traje tanuki, un power-up que permite a los jugadores camuflarse con los oponentes. Los tanuki son una especie de mapaches típicos de Japón que, según las leyendas populares, tienen la propiedad de transmutar en personas y animales. A pesar de que la serie estadounidense haya sido promocional de este juego en particular, el traje prácticamente no aparece en sus contenidos. En el videojuego se podrían identificar otros personajes menores, como demonios y fantasmas, con influencia de mitos japoneses, pero esta es residual y no explícita. Sin embargo, una referencia borrosa en el videojuego, como es la inspiración de los koopa troopa, los soldados de los Koopa, en la figura mitológica de los kappa, aparece en la película japonesa mucho mejor recuperada. Los personajes, con su calva de monje y cuerpo de tortuga, se asemejan más a las representaciones gráficas de estas figuras.

La falta de referentes culturales a nivel plástico en el universo de Mario llevó a algunos críticos japoneses, como Kōichi Iwabuchi, a plantear el término mukokuseki (en japonés, “sin estado de origen”) como rasgo típico de la industria cultural japonesa, que en vistas de agradar al público occidental elabora productos “culturalmente inodoros”. Sin embargo, a la hora de evaluar los rasgos de producción, lo mukokuseki no se debería entender necesariamente como una renuncia de la autenticidad japonesa sino, al contrario, como un rasgo típico de sus ecosistemas productivos.

Habrá quien piense que el universo de Mario está estratégicamente diseñado para agradar al paladar estadounidense, sin ningún respeto por las tradiciones culturales locales. Yo prefiero pensar que, al igual que en el juego, los objetos mágicos están escondidos en el terreno, y que la construcción de su universo es una oportunidad para ir más allá de los luchadores de sumo, el tren bala y los inodoros con ambientación sonora y descubrir un Japón más hondo y en diálogo con otras culturas del mundo.

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