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Milicianos sandinistas participan en maniobras de defensa en las cercanías de Estelí, en 1984.

El sueño de la razón

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“El poder político para siempre en manos de un partido viene a terminar indefectiblemente en el poder de una persona, o de una familia”, dice el escritor y ex vicepresidente nicaragüense.

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El triunfo de la revolución nicaragüense en 1979, hace 40 años, fue el fruto del heroísmo de miles de jóvenes combatientes que lograron derrotar al ejército pretoriano de Somoza; pero también lo fue, y en una medida trascendental, de una hábil y brillante operación política que movilizó a la población, despojó de temores a la clase media, pospuso las aprehensiones de los empresarios, logró un sólido respaldo internacional y una interlocución con el gobierno de Estados Unidos.

Una “transición ordenada” fue negociada con la administración Carter, lo que implicaba la salida de Somoza al extranjero con su familia y allegados, y la formación de un mando militar conjunto entre oficiales de la Guardia Nacional y comandantes guerrilleros. No resultó así al final, porque el vicepresidente Urcuyo, que sólo debía entregar el mando a la Junta de Gobierno organizada en el exilio, desconoció el acuerdo, y eso precipitó el avance de las fuerzas insurgentes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y el desmoronamiento del Ejército.

La lucha contra Somoza fue una empresa abierta, realizada con voluntad espontánea por gente de distintas clases sociales que no se detuvo a considerar asuntos de ideología, menos una ideología férrea basada en el protagonismo hegemónico de una clase obrera que a duras penas existía en un país de fundamento agrario.

Los jóvenes que luchaban en la clandestinidad, tras las barricadas y en las montañas, y la gente que los apoyaba, jugándose también la vida, entendían poco de artificios ideológicos, y su urgencia era derrocar a una dictadura opresora y corrupta. Y allá abajo empezaron a juntar fuerzas antes de que se llegara a firmar un acuerdo de unidad entre las tres tendencias en que el FSLN se hallaba dividido.

La revolución fue, en sus comienzos, una sincera ilusión de cambio. La idea de convertir a los pobres en protagonistas de la historia era compartida por marxistas y por cristianos partícipes del proceso, que se amparaban en las doctrinas del Concilio Vaticano II y el Congreso Eucarístico de Medellín. Y era un sentimiento de la sociedad en general; una revolución sin cambios estructurales no puede merecer ese nombre.

Pero hay pecados capitales que definen la historia de un proceso revolucionario y definen, a fin de cuentas, la historia misma. Un pecado capital de los líderes de la revolución nicaragüense consistió en poner la ideología por encima de las posibilidades de la realidad. El socialismo, como idea redentora, despreció la realidad, y esta terminó imponiéndose.

Las concepciones leninistas sobre el poder no dejaban de flotar arriba, en el estrato de la vanguardia, encarnada en los nueve comandantes, dueños del papel de conducir una revolución, que, contraria a cualquier molde, se había hecho con novedad e imaginación.

Desde el primer momento, en el proceso revolucionario convivieron dos planos: uno interno, en el que se amparaban las intenciones de crear a largo plazo un Estado socialista bajo la guía de un partido único, o al menos hegemónico; y en el externo la proclama del pluralismo político, la economía mixta y el no alineamiento internacional.

Antes de un año, la unidad de fuerzas políticas diversas que había hecho posible el derrocamiento de la dictadura saltó en añicos. Muy temprano, el FSLN decidió que la responsabilidad de gobernar era en exclusiva suya, y este fue otro pecado capital. No sólo alejó a sus aliados, sino que los estorbó, o impidió, para que formaran o consolidaran partidos de oposición. Cuando fueron llamadas las elecciones de 1984, ya en auge la guerra de los Contras, quiso atraerlos de nuevo, pero la administración Reagan le impidió participar como parte de la estrategia de cerco y debilitamiento que ya estaba en marcha.

En términos estratégicos, la revolución se amparó en el campo soviético, y en Cuba, para el apoyo militar y para los suministros básicos que incluían el petróleo; mientras del otro lado prevalecía el embargo comercial de Estados Unidos junto con una decidida política de aislamiento que, a los ojos del mundo, situaba a David frente a Goliat.

La única posibilidad de redimir a los pobres era creando riqueza, pero la estatización de sectores claves de la propiedad, empezando por la agraria, y los controles del comercio exterior e interior, resultaron en fracaso; y la guerra vino a desbarajustar las iniciativas de transformación social que eran la razón de ser de la revolución.

La empresa privada sobrevivía maniatada, sin iniciativas ni confianza, sujeta a las expropiaciones arbitrarias, y después se fue también por el embudo de la debacle que representó la falta de divisas para los suministros básicos, la inflación y el desabastecimiento.

Nadie en la dirigencia sandinista imaginó la llegada de Gorbachov para sustituir a los viejos carcamales del Kremlin, ni que años después aterrizaría el canciller Shevardnadze en Managua con la notificación de que el apoyo estratégico llegaba a su fin y que era necesario entenderse con Estados Unidos para que la guerra de los Contras terminara; es lo que ya se había acordado entre Washington y Moscú. Tampoco fue previsible la desaparición de la Unión Soviética ni la caída del muro de Berlín.

Cuando, agotadas las posibilidades de seguir adelante con una guerra que había desangrado hasta la extenuación al país, se impuso la necesidad de los acuerdos de paz con la Contra, que también se había quedado sin respaldo del Congreso de Estados Unidos, vinieron, como consecuencia, las elecciones de 1990, que el sandinismo perdió. El proyecto hegemónico colapsó, y las concepciones ideológicas cogieron rápidamente herrumbre.

La revolución terminó entonces mediante una gran paradoja: por la vía de unas elecciones que eran el símbolo de la democracia representativa, que la teoría marxista rechazaba por opuestas a la democracia popular.

Quizás el más aleccionador de los pecados capitales de la revolución, vista ahora como un fenómeno ya lejano, es la concepción del poder político para siempre en manos de un partido, que viene a terminar indefectiblemente en el poder de una persona, o de una familia.

Siempre resulta que el sueño de la razón produce monstruos.

Masatepe, julio de 2019.

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