Hay un búnker en el jardín, un recuerdo de la guerra entre los rosales. Cuando aterricé en Nicaragua me di cuenta de cuán difícil sería no tropezar a cada rato con esa guerra de la cual escuché. Nicaragua es un país de 130.000 km2 —15 veces más pequeño que México— y con seis millones de habitantes, 500.000 menos que los que viven en Río de Janeiro. Ahí está, en el jardín, ese búnker del cual hicimos bromas durante un año: decíamos a los amigos que estábamos listos para una guerra nuclear. Un búnker. Un fósil de aquellos tiempos de Reagan. Un refugio que tenía sentido en tiempos de la Guerra Fría. Pero la guerra estaba presente en los refugios antiaéreos de otras casas, en las familias que alguna vez se habían partido en bandos y hacía poco se habían reconciliado, en los recuerdos de los padres de los amigos de mi hijo: algunos volvieron a Nicaragua sólo cuando pasó la guerra. Crecieron añorando el país del cual sus padres los arrancaron con miedo por sus vidas. La consejera de la escuela me contó que ella había salido a los siete años de Managua. Sus papás le dijeron que sería sólo por un año. Volvió dos décadas después. Cuando se agitan y comienzan a hablar rápido, lanzan frases en inglés: vuelven a ser los niños que se criaron en Estados Unidos.
Comencé a escribir sobre un país lleno de volcanes activos. Y algunos dormidos. No me di cuenta de que el verdadero volcán dormido era el país. Nicaragua despertó y esa paz artificial, lograda con mano dura, se reventó como una pompa de jabón.
Los nietos del sandinismo están en las calles. Se han rebelado contra el abuelo traidor. Mientras escribo estas líneas, en julio de 2018, esta represión ha cobrado más de 400 vidas. No sé cuántas más se apagarán. No sé cuándo acabará esto. ¿Un mes más? ¿Seis meses? ¿Un año? ¿Quién aguanta tanto tiempo en pie de guerra?
Tengo que sacar dinero. Tengo que comprar más comida. Quiero ir a donar sangre, pero no puedo. No puedo dar excusas para que me expulsen de aquí. Soy extranjera y sé que cualquier crítica en público al gobierno puede ser causal de que me quiten la visa y me saquen de Nicaragua. Y en estos días en que son llamados terroristas quienes salen a protestar, temo que donar sangre para ellos pueda ser tomado como una declaración política.
Ya perdí la cuenta de hace cuántas noches no duermo bien. Cada día hago una suma para no perder la cuenta de los muertos. Cada día temo por la vida de mis amigos. Cada día me pregunto si esto no es un tipo de paranoia.
Una mañana, durante un cumpleaños convocado al apuro —había sido cancelado un par de veces, por las marchas, por el peligro— las madres de los amigos de mi hijo se preguntaban si ya tenían los permisos de salida de sus niños. En Nicaragua, los menores de edad necesitan un permiso del gobierno para salir, aunque vayan a cruzar las fronteras acompañados por ambos padres. Una decía que sí, que ya lo tenía y que era válido por un año. Otra decía que estaba arrepentida de haber sacado el de sus hijos sólo para seis meses. Otra me dijo que nunca pensó que la vida la pondría frente al dilema que sus padres enfrentaron. Pero había decidido que haría lo mismo: si había que irse a la guerra, ella sacaría a sus niños del país, como antes hicieron los padres de su generación. Medio millón de nicaragüenses abandonó el país entre los años ochenta y noventa, según el Centro Latinoamericano y Caribeño de Demografía. El 11% de la población. Me sentí mareada cuando aquella mujer tan sonriente lanzó la palabra guerra como si fuese una opción. Al día siguiente, un titular de prensa decía: “Fuerza policial dispara a matar”. Dos días después, la portada del diario rezaba: “Orteguismo masacra en el Día de la Madre”, y se relataban los disparos de francotiradores que mataron a 18 personas que estaban en una marcha. Dos semanas después: “Ortega desata su furia en Masaya”. Un mes después: “PIB caerá a niveles de 1978”. Entonces caí en cuenta de que la opción existía.
Yo he pasado días de angustia. La vida, que durante mi primer año en este país se antojaba plácida y sosegada, se ha vuelto una sucesión de posibilidades terribles. Hay dos caminos: que caiga el gobierno o que no. El gobierno: 11 años en el poder, un crecimiento económico de alrededor de 5% cada año durante una década, y una popularidad de 64% hasta la encuesta de CID Gallup de 2017. En mayo de 2018, según la misma fuente, la popularidad había caído a 29%. Según la CEPAL, el país iba a crecer 0,5%.
Caiga o no caiga el gobierno, sólo se atisban más muertos y más violencia. Pienso en que tengo miedo de las balas perdidas, que la escuela cerró un mes y medio antes del final del año escolar y que en mayo no sabía si abriría en agosto. Que no me gusta que mi hijo repita que las calles están llenas de tipos malos. Que por lo menos, al apuro, la escuela organizó la foto de graduación del kinder, aunque sin ceremonia. Que tengo que sacar a mi hijo de acá. Que no sé si su primer grado llegará a ser normal. Que existe, sí, la posibilidad de tener que irme a vivir con él a otro lugar si esto se complica más. Que por nada del mundo quiero irme sin todos los míos.
La casa en la que vivo en Managua es linda, con jardines enormes y, sí, está lista para sobrevivir a una guerra. El refugio antiaéreo está frente a la baranda. Dos portones de color verde pasto por donde se baja a un departamento oscuro con dos cuartos y un baño. Hay una docena de caballetes, recuerdo de alguna exposición. Unas cajas de madera vacías. El abrigo contra el miedo de alguna época fue convertido en depósito de cosas viejas. Sucio. Sin bombillas eléctricas. Oscuro. En estos días yo he dejado de hacer bromas sobre el refugio antiaéreo. Lo sensato sería que volviese a ser habitable.
De la guerra también nos quedó el pozo, que nos permite cocinar, bañarnos y regar las plantas sin conectarnos a la red pública de agua potable. Está la huerta, esa cuadra enorme detrás de la tapia donde se cosechan mangos, cocos, jabuticabas, bananas, carambolas, acerolas, jacas, naranjas agrias, maracuyás, aguacates. Y betabeles, lechugas, zanahorias, coles portuguesas, cebollas, cebollines y yucas. Y eneldo, albahaca, cilantro, perejil. Están los gallineros abandonados, el corral donde se criaron varias familias de cerdos, la patera que rehabilitamos, para criar patos y darle uso a mi libro de cocina portuguesa. Comenzamos con cuatro, ahora tenemos más de 30. Se habla mucho de los paros de 1978 que ayudaron a la caída de Somoza, el de los empresarios, que duró dos semanas, y el paro general que comenzó el 4 de junio y terminó 28 días después. Se recuerda el hambre. La incertidumbre. La presión pública contra Somoza. Cómo se ahorcó a la economía del país —perjudicando también los negocios de Somoza—. Cuarenta años después, en cinco meses de protestas, ha habido tres paros nacionales, todos de 24 horas. En casa nos repetimos que en caso de paro nacional comeremos pato todos los días.
Cuando llegué, pensaba mucho en aquellos que vivieron en esta casa durante la guerra. La guerra: familias divididas, hambre, violaciones, miedo. Aquellos habitantes que sabían que de un momento a otro podían quedarse aquí, encerrados. Aquellos que se aseguraron de que habría comida e hicieron los corrales y organizaron la granja. Hay un asadero en el patio. Y leña y fósforos.
Con el tiempo, su sistema para no sentir miedo y no morir de hambre y sed en caso de catástrofe se convirtió en un modelo ecológico. “Vives en una casa autosustentable”, me dijo alguien. Con los años de calma la idea del miedo se convirtió en la idea de la autosuficiencia. Una ocurrencia. Y ahí instalaron los paneles de energía solar en el techo que nos permiten bañarnos con agua caliente en un país tropical.
Todo comenzó el 18 de abril de 2018. De pronto estábamos en un país distinto, en el que se habían robado las elecciones, las protestas eran sofocadas a golpes por las juventudes sandinistas —conocidas como “las Turbas”— y el incendio de una reserva ecológica, Indio Maíz, que había comenzado el 3 de abril y durado diez días, había sido mal manejado por el gobierno. Indio Maíz es parte de una red mundial de áreas protegidas de la UNESCO: 300.000 hectáreas de selva virgen en el sur de Nicaragua, en la costa Caribe, en la frontera con Costa Rica. Durante días, se veían imágenes en la prensa que parecían la explosión de un volcán: humaredas terribles elevándose al cielo, lenguas de fuego saltando. El gobierno rechazó ayuda externa, durante los primeros días, para apagarlo. Al final, unas 5.500 hectáreas se habían perdido. La Policía Nacional culpó a un campesino de comenzar el incendio para sembrar arroz en una cuadra. Los universitarios salieron a protestar y las Turbas a apalearlos. Esas tierras quemadas serían convertidas en pastizales.
En este país en el que nada pasaba, se anunció el 16 de abril una reforma al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social. Los empleadores y los trabajadores debían pagar más al seguro y las pensiones se encogerían. El gobierno —que por primera vez en años no había consultado la medida con los empresarios— lo justificó diciendo que el instituto tenía un gran déficit y que estaba siguiendo las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional. El 18 de abril los abuelos que salieron a reclamar en Managua y en León fueron agredidos. Los estudiantes salieron a defenderlos. La Juventud Sandinista cumplió su papel, como siempre. Llegó para repartir golpes entre quienes protestaban, con garrotes, con piedras, con palos, con cascos en la cabeza, pero esta vez fue distinto. Los estudiantes respondieron. Lanzaban piedras. Llegó la policía antimotines.
De aquel primer día, quizá la fotografía más famosa es la de un miembro de la Juventud Sandinista —con la camisa blanca que los identificaba, una que decía “Juntos en victorias”— golpeando en la espalda a un fotógrafo que se encogía de dolor. Fue tomada en Managua, frente a un centro comercial llamado Camino de Oriente. Al día siguiente, 19 de abril, se cortó la transmisión de cuatro canales independientes de televisión —otros cuatro pertenecen a la familia Ortega Murillo y cuatro más son afines al gobierno— y uno de ellos sólo volvió al aire seis días después. Ese 19 de abril murieron tres personas. Desde ese día comenzamos a contar los muertos. Desde ese día comenzaron las protestas en otras ciudades: Masaya, Granada, Matagalpa, Estelí y Rivas. Al día siguiente, 20 de abril, murió el primer niño. A Álvaro Conrado, de 15 años, un francotirador le disparó en el cuello mientras llevaba agua a un grupo de universitarios atrincherados. En un hospital público le negaron atención —como a todos los participantes en las marchas—. Murió en otro hospital.
Los millennials nicas desempolvaron las canciones de protesta de los Mejía Godoy —esas que sus padres y abuelos cantaron durante la lucha contra Somoza y ahora se habían convertido en banda sonora universal de las marchas a favor y contra el gobierno— y el grito de Leonel Rugama, un joven que fue masacrado por la Guardia Nacional de Somoza. Le gritaron ríndete y él devolvió: “¡Que se rinda tu madre!” #queserindatumadre. #SOS-Nicaragua. En Twitter y en las calles, los jóvenes salieron a hacer la revolución. La Guardia Nacional ya no existe. Quienes gritan “ríndete” son los policías.
En ese primer mes de abril fueron asesinados casi 80 jóvenes nicaragüenses. El más chico tenía 15 años. El mayor, 33. En julio ya estábamos cerca de 400. Unos cayeron en la calle. Otros fueron detenidos por la Policía Nacional y aparecieron en la morgue. Sin uñas. Fracturados. Ahorcados. Desfigurados. Los que se salvaron terminaron en el Chipote, una cárcel terrible, a la que en agosto el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos calificaría como centro de tortura. Otros llegaron hasta el hospital, pero en los hospitales públicos no atendían a los manifestantes por órdenes del Ministerio de Salud. En esos primeros días, sólo el hospital Vivian Pellas —privado, carísimo— abrió las puertas para atenderlos. Tres semanas después me encontré con el doctor Tito, mi dentista. Había envejecido diez años en pocos días. Su mirada combinaba tristeza y ojeras.
Me contó que casi no dormía. Que en las mañanas llegaba al hospital para esperar a pacientes que no llegaban y que durante las noches se dedicaba a reconstruir mandíbulas en emergencia. Que dormía poco y volvía rápido al hospital, porque algo le decía que ahí lo necesitaban, aunque se pasara las mañanas sin consultas. Me contó que los balines despedazaban los rostros de los chicos. Me dijo que la puntería era tremenda. Los heridos llegaban con balas en pecho y cabeza. Luego lo confirmarían los informes de Amnistía Internacional y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). “El uso desproporcionado de la fuerza por parte de los agentes policiales provocó la muerte de al menos 35 hombres, de entre 15 y 45 años de edad, que fueron ultimados con impactos de uno o dos proyectiles en la cabeza, cuello y tórax, con unas características que evidencian que estaban dirigidos al exterminio de los manifestantes”, dice el primero de los informes de la CIDH. El dentista fue la primera persona que me dijo que estaban disparando a matar.
Janice Luna, un conductor a quien conocí cuando llegamos a Nicaragua, me contó una vez que había cumplido 15 años en una barricada en Sabana Grande, hoy un barrio popular a ocho minutos del fin de Managua. Él me contó que la barricada la habían hecho con los adoquines de las calles. Janice Luna me contó la historia de un niño de 11 años que recitó un poema contra Somoza y luego fue arrastrado por un jeep militar y su cuerpo abandonado entre escombros, cosido a balazos. Él me dijo la frase que vuelve una y otra vez a mi cabeza en estos días: “En tiempos de Somoza, ser joven era un crimen”. En tiempos de Ortega también.
La revolución de los nietos tiene a muchos niños en su lista de muertos. Bebés. Niños en edad preescolar. Chiquillos en el umbral de la adolescencia. El primer niño que murió tenía 15 años. Fue en abril. Se llamaba Álvaro Conrado. Se había escapado de su casa para comprar con el dinero de su mesada agua para los universitarios que estaban en una barricada. Un francotirador le disparó en el cuello. En el hospital no lo atendieron.
El otro murió en mayo, durante la marcha por el Día de las Madres, organizada como un homenaje a las madres que perdieron a sus hijos en abril. La marcha, pacífica, fue la mayor que se había visto en Nicaragua. Había comenzado en una tarima donde los Mejía Godoy habían cantado “Nicaragua, Nicaragüita”. Debía terminar en otra tarima, a cuatro kilómetros de ahí, frente a la Universidad Centroamericana, donde hablarían las madres y los estudiantes. Pero no pasó. En el estadio de béisbol Denis Martínez esperaban las Turbas de la Juventud Sandinista y unos francotiradores. Mientras pasaba la multitud, comenzaron a disparar. Todo fue llanto, gritos, carreras. Terror. Una madre vio desplomarse a su hijo, que estaba junto a ella. Había muerto en un instante. Trece personas murieron en la emboscada. Hubo más de 80 heridos. Y cientos de presos. Días después, algunos aparecieron en el Chipote. Otros, en la morgue.
En la marcha estaban el escritor Sergio Ramírez, la líder campesina Francisca Ramírez y la defensora de los derechos humanos Vilma Núñez. Marcharon todos mis amigos. Las madres y padres de los amigos de mi hijo. Muchas de sus profesoras de la escuela. La primera amiga que tuve en Managua. Mi profesora de yoga. El pediatra de mi hijo. Mi dermatólogo. Había abuelas, abuelos, bebés en cochecito, adolescentes, madres, padres. Era un mar de banderas blancas y azules. Luego, fue el caos. Más de 3.000 personas se refugiaron en la universidad. El rector, el padre José Idiáquez, un sacerdote jesuita, dijo que había sido testigo de una masacre. Bianca Jagger, activista de derechos humanos, publicaba en las redes sociales lo que estaba ocurriendo en Managua.
Al día siguiente, el grupo de Whatsapp de la escuela enloqueció. Empezaron a compartir los puntos de donación de sangre que la Cruz Roja estaba instalando en Managua. Había preguntas sobre quiénes podían donar. Luego un triste orgullo: los turnos de donación se acababan rápido. Las filas eran enormes. Contaban que en los supermercados la gente estaba haciendo compras para los campesinos y para los estudiantes, y que muchas personas se acercaban y preguntaban qué más necesitaban y compraban y donaban ahí, en la fila. Había decisión.
Yo verifico que todo esté listo. Tengo comida, tengo agua, tengo velas, fósforos y una linterna. Es raro pensar que lo tenía listo en caso de terremoto o erupción, no en caso de revolución. En las marchas, en Twitter, en Facebook flota el verso de una canción de Luis Enrique Mejía Godoy: “juntos somos un volcán”.