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Los 90 en clave trans

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Los debates públicos sobre la Ley Integral para Personas Trans permitieron que emergiera en Uruguay una memoria centrada en la violencia estatal durante la dictadura y los primeros años de democracia. En segundo plano quedó otra historia, la de las estrategias de supervivencia, de militancia y de creación de redes y vínculos imprescindibles. Una serie de fotografías de Alessandro Maradei rescata parte de ese relato oculto, y se suma al trabajo del investigador y activista Diego Sempol y de Karina Pankievich, presidenta de la Asociación Trans del Uruguay.

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La década de 1990 fue marcada por el empuje neoliberal, que erosionó la centralidad que tenía la política partidaria en la vida cotidiana. Las formas tradicionales de militancia entraron en una fuerte crisis. Pese a este contexto, para la población trans uruguaya esos años fueron un momento de inflexión: se forjó por primera vez en Uruguay una política travesti, que politizó la identidad de género, creó sus propias organizaciones y exigió en el espacio público el fin de la represión policial y la generación de oportunidades laborales dignas.

Este activismo lidió con los estrechos márgenes impuestos por los gobiernos de Luis Alberto Lacalle y Julio María Sanguinetti, que promovieron un modelo de integración subordinante de la disidencia sexual anclado en la noción de tolerancia: el Estado estaba dispuesto a disminuir la violencia y la exclusión, mientras no se exigiera ni visibilidad normalizadora ni reclamos de igualdad en ningún terreno.

Tatiana, Doriana y Farala en la fiesta de cumpleaños de Doriana. Foto: Alessandro Maradei.

En esa escena, los reclamos de la Mesa Coordinadora Travesti primero y de la Asociación Trans del Uruguay después se centraron en la conquista de “derechos negativos”: el fin de la discriminación y la liberación de las formas de dominio y control policial. Estos objetivos se alcanzarían más tarde, a principios del siglo XXI, gracias a un sostenido esfuerzo. El parteaguas fue la aprobación, en 2002, de la ley sobre el trabajo sexual, que permitió legalizar la actividad y socavar las formas de vigilancia policial hacia las personas trans en las calles.

Mayra, Karina, Farala y María Eugenia durante una fiesta en la tanguería Lo de Margot. Foto: Alessandro Maradei.

Esta primera ola de derechos negativos permitió y habilitó un segundo momento, centrado, ahora sí, en derechos positivos, cuando el modelo de integración tolerante fue sustituido por otro, basado en la igualdad y los derechos ciudadanos. El cambio se produjo en forma progresiva a partir de la llegada al poder del Frente Amplio, en 2005. Durante el ciclo progresista se logró la aprobación de la ley que permite cambiar el género y el nombre en los documentos identificatorios, en 2009, y en 2018 se aprobó la Ley Integral para Personas Trans.

María Eugenia en su apartamento de Barrio Sur, en el año 2001.

Los debates sobre la ley integral marcaron a fuego el imaginario social y formatearon en el ámbito público las memorias trans sobre el pasado reciente. La primera irrupción pública de estas memorias de violencia estatal durante la dictadura y los primeros años de democracia ocurrió el 20 de setiembre de 2017, durante la presentación del proyecto de ley en la sala Acuña de Figueroa del Palacio Legislativo. Cuando se le cedió la palabra, la activista Antonella Fialho se bajó del estrado, se acercó al público que presenciaba la sesión y dijo:

Ahora, más que nunca, no nos van a callar. Es hora de romper el silencio. Nos hicieron pichí encima, submarinos, nos hicieron limpiar calabozos... tantas atrocidades. Nosotras estamos politizadas. Por eso no más lágrimas, no más silencio, no más callar. ¡Sí a la ley integral! Señores legisladores, ya rompimos el silencio, ¿nos escuchan?

Y, agitando las manos con el puño cerrado, comenzó a corear, mientras invitaba a todos los asistentes a acompañarla: “¡Trans, conciencia, memoria y resistencia! ¡Trans, conciencia, memoria y resistencia!”. La sala se enardeció de golpe y todos los asistentes corearon la consigna al unísono justo antes de que Fialho cerrara su intervención con un apretado aplauso.

Carla y Angie en la fiesta de cumpleaños de Dara, en el barrio Cordón.

El episodio marcó la aparición de una serie de testimonios que rompieron un silencio prolongado y pusieron en discusión el pasado reciente uruguayo y los relatos oficiales sobre las violencias estatales de ese período. Pero el debate durante la aprobación de la ley y la posterior instancia de prerreferéndum redujo el espacio de enunciación público de las memorias trans, y volvió algunos de sus aspectos más visibles que otros.

La acusación de algunos legisladores de que se estaba generando un privilegio al reparar a las víctimas de la violencia estatal terminó por reforzar en los testimonios la denuncia de las formas de violencia sufridas. Quedaron relegadas a un segundo plano las estrategias de las personas trans para enfrentar y sobrevivir la persecución, es decir, la resistencia a la que llamaban las palabras de Fialho.

De esta forma, desaparecieron de los testimonios públicos las redes formales e informales de apoyo, el rol del humor para enfrentar la adversidad, y los espacios de encuentro, de integración. Estos aspectos estuvieron muy presentes en los pocos testimonios públicos de travestis producidos en otras coyunturas, previas al debate de la ley integral, cuando todavía existía un silencio significativo sobre las violencias estatales. Un ejemplo puede ser el libro Recuerdos del travesti más viejo de América del Sur (1991), de NN Argañaraz y Antonio Ladra, con los testimonios de Gloria Meneses sobre el carnaval montevideano, sus amistades y novios, las fiestas y los templos afroumbandistas a los que se integró.

Nandi, Juan Carlos, Doriana, Marcela y Julia en la fiesta de cumpleaños de Dara.

Las restricciones a la posibilidad de poner el foco más allá de la persecución y la violencia están relacionadas con la forma en que se construyen las víctimas. Como señala John Conroy en Unspeakable Acts, Ordinary People: The Dynamics of Torture, en toda sociedad existe una clase de individuos que la mayoría admite como potencialmente susceptibles de ser torturados. Esta categoría va variando en el tiempo y es la base que permite identificar en cada contexto qué víctimas reciben reconocimiento oficial, cuáles van a ser consideradas libres de toda culpa y cuáles son ignoradas por completo en un momento dado. Robert Elias, autor de The Politics of Victimization: Victims, Victimology, and Human Rights, plantea que los procesos oficiales de reconocimiento a las víctimas dependen de muchos factores jurídicos y culturales, pero la configuración y el proceso de selección se vuelven aun más estrictos al momento de determinar aquellas víctimas que son consideradas libres de cualquier culpa. En cambio, las “víctimas culturales” son, según Elias, “aquellas cuyo estatuto de víctima no es reconocido por el sistema jurídico ni la sociedad. Analizarlas nos permite comprender mucho, no sólo sobre la víctima en sí, sino también sobre las percepciones culturales y los dispositivos de poder que atraviesan a estos individuos y los ubican en un lugar en el que no se les reconoce legitimidad enunciativa y sufren vulnerabilidad legal y social”.

A su vez, también se puede analizar esta pérdida como estrategia de una memoria subalterna para llevar adelante, en un contexto adverso, la construcción de su propia autoridad narrativa, negociando así —dentro de lo posible— sus condiciones de representación y audibilidad. O sea, para dar respuesta a una urgencia: ser reconocidas como víctimas y transformar los estrechos márgenes de una configuración social y política, tal como manifiesta John Beverley en Subalternidad y representación. Debates de teoría cultural (2004).

A la derecha Analía, en la pensión de la calle Yaro, en el año 2001.

La posibilidad de publicar las fotos que aquí se presentan es una excelente oportunidad para recuperar algo de esa integralidad perdida. En definitiva, se trata de volver a los 90 (a falta de fotos más antiguas) y a algunas de sus escenas para recuperar las estrategias de supervivencia, sus redes y espacios de socialización. Fue hace poco, y sin embargo parece tan distante en la forma y en el tiempo.

El primer paso lo dio el fotógrafo Alessandro Maradei cuando decidió dar a conocer aquellos negativos que había obtenido durante meses de encuentros con amigas. De esa experiencia resultó un reportaje agudo y profundo de espacios, personas y costumbres de la subcultura trans de esa época. Convocados por Lento, nos reunimos con ese material y de ese intercambio surgió este diálogo descosido entre fotografía, memorias e historia. Lo intercalado en itálica es lo que cuenta Karina en primera persona; los apuntes y agregados corresponden a los dos firmantes de la nota.

Marcha del Orgullo Gay 1998-1999.

Fiestas prohibidas y cultura marica

No teníamos lugares para juntarnos. En los boliches muchas veces no te dejaban entrar y en la calle estabas trabajando, siempre en riesgo. Entonces, conseguir un lugar para reunirnos era clave. Hace 20 años era casi imposible acceder a alquilar un apartamento o una casa. Todas vivíamos en pensiones. Era muy difícil conseguir que alguien te saliera de garantía, o lograr —incluso teniendo todo en regla— que el dueño aceptara alquilarte. A veces los propietarios tenían miedo o querían evitarse problemas con los vecinos. En ese momento se pensaba que si eras “un travesti” —como se decía en esa época— necesariamente ibas a traer problemas con la Policía y a generar un entorno complicado, lleno de alcohol, drogas, violencia y robos.

Por eso cuando una lograba conseguir una casa todas aprovechábamos.

Marcha del Orgullo Gay 1998-1999.

Me acuerdo de que en Paso Molino, la finada Alicia hacía sus fiestas e íbamos entre 30 y 40 chicas. La previa era con la familia y algunas conocidas, y después a la noche hacíamos gran-fiesta-gran con todas las chicas.

Eran fiestas prohibidas: era difícil conseguir un lugar, y después, además, había que tener cuidado para evitar las denuncias de los vecinos, la Policía... En esa época también hacíamos happenings todos los 29 en el apartamentito de Madame Lulú. Todas llevábamos buñuelos, tortas, y entre las cuatro paredes poníamos un tocadiscos y bailábamos entre nosotras. Esos eran nuestros lugares de encuentro.

Marcha del Orgullo Gay 1998-1999.

Él era podólogo, pero en la noche se transformaba en Madame Lulú. Bromeando, le decíamos “la dama de los siete velos”, porque a cada rato iba y se ponía una tela. Agarraba una cortina y se hacía un turbante, agarraba una sábana e improvisaba un vestido. Pasábamos las noches así, riéndonos entre nosotras con esas tertulias. Nos encantaban porque era un lugar donde podíamos distendernos un poco y salir de esa represión que sufríamos a diario.

Además, en los 80 y 90 ir a bailar era complicado. Los dueños de los boliches te decían: “La casa se reserva el derecho de admisión”. Si te veían muy travestida, muy producida, no te dejaban entrar. A mí me pasó varias veces. “No, tú no puedes entrar, estás muy producida. Te van a llevar y no quiero problemas”. Te tenían que ver gay para dejarte pasar. Estaba aquello de que si eras trans te miraban mal. El circuito en los 90 era Ibiza, Arcoíris, Metrópolis y Spock. Después estaba Escorpio, donde éramos más aceptadas, y la tanguería Lo de Margot, que una vez a la semana era para las trans y podías entrar. Ahí fuimos varias veces, y la verdad es que el lugar era encantador.

Marcha del Orgullo Gay 1998-1999.

Los cumpleaños eran uno de los pretextos más frecuentes para reunirnos. Me acuerdo de que Doriana había venido hacía poco de París, e hizo su cumpleaños en su casa. Ella fue una de las que se fueron en dictadura, en la peor época, y se quedó años en Europa. Incluso estuvo trabajando un tiempo como bailarina en el cabaret Le Carrousel. Pero a fines de los 80 volvió a Uruguay, y siempre nos invitaba a su cumpleaños. A sus fiestas iba todo el mundo.

Karina Pankievich.

En los 90 todavía subsistían algunas marcas de lo que supo ser la “cultura marica”. Durante buena parte del siglo XX existieron en Montevideo los conventillos, puntos de encuentro de afros, maricones y mujeres jefas de hogar. Muchas amistades se tejieron en torno a una pileta común mientras se lavaba ropa, o comiendo de una olla a la que cada una aportaba algo.

En “Memoria 'marica': un tiempo, una marca de identidad, de género y raza...”, Beatriz Ramírez retrata en forma muy elocuente estas redes y su impacto en la vida cotidiana de las personas. A veces la gente se conocía allí, a veces en el propio agite de la noche, a veces en la jefatura o en alguna comisaría durante largas horas de detención.

Antonella Fialho en la Marcha del Orgullo Gay 1998-1999.

Antes no importaba si eras trans o no, te veían homosexual y te subían a la chanchita y después discutías si eras o no trans. No importaba. Y si veían que eras amanerado morías. Había como una suerte de continuo entre la travesti y lo marica, muchas conexiones y desplazamientos entre el que cosía para carnaval, los bailarines de alguna que otra comparsa y las travestis que trabajaban en un cabaret o en la noche. Martha Gularte y su hija Katy iban a algún que otro cumpleaños de amigas trans.

Esas redes aún subsistían en los 90, y permitían a las personas desplazarse por estos diferentes escenarios sin mayores inconvenientes. Por eso estas fiestas íntimas y populares en los márgenes de lo posible son casi un caleidoscopio de la discriminación y de viejos patrones de encuentro y reconocimiento, microespacios de resistencia en los que la interseccionalidad saca a lucir encuentros hoy bastante improbables. Entre todas confrontaban la exclusión y la violencia apostando a redes de apoyo e intercambiando trabajos y servicios. Construían así un espacio alternativo de sociabilidad, acceso a técnicas clandestinas de transformación corporal y un circuito comercial de objetos y productos específicos para esa microsociedad.

Antonella Fialho en la casa de una amiga, en un asentamiento en Camino Maldonado.

Juan era nuestro modisto, ¡un genio! Él trabajaba para carnaval, hacía la ropa para Bafo da Onça. Cuando necesitábamos un modisto para la fiesta, le pedíamos y él te hacía, con tres o cuatro telas, cosas espectaculares, audaces y de tendencia. También estaba la Pochola, que hacía pelucas y tenía un criadero de perritos. El primer caniche que compré, se lo compré a ella. Sus pelucas de pelo natural eran únicas, todo el mundo se las compraba.

Otra continuidad fuerte se daba con la religión. Muchas de las fotos son de reuniones en la casa de Horacio, pai de santo, y en algunas aparece también Víctor Hugo Paternostro, un gran tirador de cartas de tarot. En esos círculos y templos muchas travestis encontraron contención y espiritualidad, un espacio donde ser y crecer interiormente sin tener que disociarse o fragmentar su vida e historia, una forma de construir comunidad a la cual no le importó ni el comercio sexual —que muchas tenían que ejercer para pagar cuentas—, ni el desafío que sus corporalidades imponían a la cisnormatividad.

Antonella Fialho en la casa de una amiga, en un asentamiento en Camino Maldonado.

La Cachuzo fue una gran pianista. Actuaba en fiestas particulares (casamientos y cumpleaños), en los shoppings de Punta Carretas y Portones, era pianista del Ballet del SODRE, y también en el Conrad. Llegó a tocar en el programa de Omar Gutiérrez, en Canal 4, varias veces.

Era tremenda persona y yo la amé mucho. Ella cumplía el 17 de julio y yo el 18, por lo cual dos años consecutivos festejamos juntas. La última vez que la vi fue un 5 de noviembre, estuvimos jugando rummy canasta en casa hasta las seis de la mañana, y me dijo que al día siguiente se internaba porque tenían que hacerle un tratamiento para destrabar un problemita que tenía en una arteria. Falleció después del procedimiento. El último recuerdo que tengo fue el de jugar a las cartas esa noche y de ella diciendo: “Cuando solucione el problema de la arteria vamos a ir a la piscina y nos vamos a poner dos piezas”.

Angie y Julia en la fiesta de cumpleaños de Dara.

Era una excelente pianista, tenía un repertorio infinito. La conocí así, cuando ella tocaba en un boliche en la calle Pozos del Rey, un bar que estuvo muy poco tiempo. Me acuerdo de que entré al local y lo primero que vi fue a aquel hombre-mujer (estaba de traje, pero tenía pechos) con camisa blanca y una moñita. Agarré una copa y me fui a escucharla al lado del piano. “Este tema es para vos”, me dijo, y empezó a tocar “Amor de hombre”, el tema de Mocedades. ¡Me re emocioné! Hasta hoy me acuerdo y se me eriza la piel. Ahí nos hicimos amigas íntimas. Siempre fue un personaje muy ambiguo. Un día salía vestida de varón con la boca pintada, o de mujer, pero con barba. No le daba importancia a lo estético. Ella decía: “Yo soy la Cachuzo y quereme así”.

Nandi y Carla en la fiesta de cumpleaños de Julia, en la calle Florida.

Así como reunirse era un acto de resistencia, había oportunidades para ir por más: avanzar sobre las calles de la ciudad, pero ahora para protestar, disputar sentidos, hacer política con el cuerpo y denunciar desigualdades ensordecedoras.

En 1993 fue cuando el activismo trans protestó por primera vez en el espacio público. Es que la primera marcha del “orgullo homosexual” fue travesti, más que gay. No es una sorpresa: las trans hacía tiempo que estaban ocupando la calle, mucho antes de que gays y lesbianas saliéramos masivamente a luchar contra la discriminación y la violencia social y estatal. Comenzó allí una lucha importante de construcción política y confrontación con las formas de dominio y de control policial.

Festejo de cumpleaños en una casa de Malvín Norte.

En las fotos de esta marcha y las que le siguieron aparecen rostros familiares y muchas activistas trans que ya no están: Gloria Meneses, Michele Yanuzzi, Gloria Álvez, Antonella Fialho, Marcela Tato, Manteca Cotelo, Allison, Julia...

Sus cuerpos ocuparon las primeras filas en la protesta, mientras muchos marchaban “acompañando” desde la vereda, sin poder bajar a la calle y unirse a la columna principal. El cineasta Aldo Garay retrató varias de estas marchas y en particular la primera, que fue del obelisco a la explanada de la Universidad. Es interesante y emocionante visualizar estos primeros pasos en la lucha por una agenda que en los últimos 15 años cobró gran centralidad y consiguió logros muy importantes.

Ese es el poder de las imágenes y su diálogo con la memoria. Logran activar silencios o aspectos olvidados, pero también permiten una nueva mirada, desplegar nuevos sentidos y horizontes de expectativa. A más de un cuarto de siglo de este primer acto de lucha, estas fotos activan la memoria y testimonian muchas de las formas con las que se vistió la resistencia a la cisnormatividad, y son prueba fiel del proceso largo y denso de construcción de un actor político que logró —nada más ni nada menos— ampliar las fronteras de lo que incluye actualmente la política.

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