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Ilustración: Ramiro Alonso

Antonia Yáñez en la ciudad cómplice | La resistencia

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Fue uno de los períodos más duros para la izquierda uruguaya. En los años de la dictadura, entre 1973 y 1985, el PCU estuvo a la altura del desafío. Este perfil de Antonia Yáñez podría haber sido la historia de cualquiera de las clandestinas, presas, asesinadas o exiliadas de aquel tiempo. Había miedo, lucha, pero también estaba la calidez del amparo.

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Qué va a ser de ti lejos de casa,
nena, qué va a ser de ti.

Antonia cantaba una y otra vez el estribillo de la canción de Joan Manuel Serrat mientras caminaba por la ciudad. Tenía 26 años y era, tal vez, una de las mujeres más buscadas de Montevideo. Cuando no tenía adónde ir, cuando ningún refugio era seguro, caminaba y cantaba. “Me sentía así. En esa desprotección, y cantaba esa canción que solía cantarme mi padre”, dice Antonia. Sólo supo lo “peligrosa” que era cuando la secuestraron, seis años más tarde, el 5 de diciembre de 1981. Era una leyenda en esa época, y posiblemente la responsable de toda la UJC. Pero ya no lo recuerda.

“Después de La Tablada no recordaba nada más, todo se borró”. En La Tablada estuvo seis meses secuestrada por la dictadura. Apareció en junio de 1982 en la cárcel de Punta de Rieles. Fue una de las mujeres castigadas con más saña y el suyo fue casi con certeza el pasaje más largo por un centro de tortura. Cuando salió en libertad, en 1984, tenía 35 años.

En 1973, cuando ocurre el golpe de Estado, Antonia era secretaria del Centro de Estudiantes del Instituto de Profesores Artigas (IPA) y ya era una referente importante dentro de la UJC. Daba clases en el liceo y además militaba.

Se había afiliado a la UJC en la campaña electoral de 1966. En ese entonces afiliarse no era lo fundamental. “No era ese el acto de compromiso. Lo importante era pertenecer a un grupo”. Años después sí, vio que hacía falta una organización para hacer frente a los desbordes. Ya en el inicio de los años 60, en el liceo 13 de su barrio, Piedras Blancas, empezó a discutir de política. Todavía no había un gremio, pero sí debates entre estudiantes. A veces más que debates. Entre sus condiscípulos había connotados fascistas, como Miguel Sofía, luego integrante de los escuadrones de la muerte, hoy prófugo de la Justicia. “Eran años convulsos en los que todo era blanco o negro”.

En 1968, Antonia ingresó al IPA. Allí coincidió con Nibia Sabalsagaray, militante de la UJC, y con Sara Méndez, luego militante del Partido por la Victoria del Pueblo, con las que formó un trío indisoluble hasta que egresaron, en 1974. En junio de ese año asesinaron bajo tortura a Nibia, a los 24 años. Para Antonia fue uno de los golpes más duros de su vida. En ese momento, para resguardarse, se separó de su esposo, Pedro Giudice, también comunista, estudiante de Arquitectura y luego responsable de la propaganda en el sector universitario de la UJC. Se habían casado en 1973 y, en medio de la convulsión de la dictadura, tuvieron a su hijo, Pedrín, en 1975.

Desde octubre de 1975 hasta junio de 1976 hubo varios operativos contra el PCU. Entre las decenas de detenidos está el entonces secretario en la clandestinidad, José Luis Massera, y enseguida su sucesor, Gerardo Cuesta, quien luego moriría por causa de las torturas. Fue lo que después se conoció como la Operación Morgan. A partir de entonces Antonia y Pedro vivieron etapas de mayor o menor exposición, hasta que definitivamente abandonaron su casa y pasaron a vivir clandestinos en algún momento de 1975.

“Pero sabíamos —recuerda— que también nosotros íbamos a caer. Desde el principio sabíamos que en algún momento nos iba a tocar. El procedimiento era que te detenían, te secuestraban, te mandaban a un cuartel y después a un penal. Era casi un relevo, unas personas iban cayendo y vos ibas ocupando su lugar. Entonces eras el más buscado, caías, otro ocupaba tu lugar, y así otra vez”.

“La ciudad era muy cómplice nuestra”, recuerda. Cuando el cerco a su alrededor parecía cerrado, alguien que tal vez nunca había visto ni volvería a ver le daba refugio. Una noche, al llegar a su casa, se encontró con un operativo policial. Dio la vuelta y siguió caminando, hacia ninguna parte, por las calles más apartadas, durante horas. ¿La estarían siguiendo? ¿Habrían descubierto a otros? Ninguna casa de las que conocía era segura, entonces se fue a la sala de espera de un sanatorio y pasó allí la noche, arropada con la silenciosa complicidad de la gente. “Teníamos lugares como esos, donde sabíamos que podíamos aguantar hasta enterarnos de qué había pasado”. Al día siguiente supo que el operativo era por un proxeneta que operaba en la zona.

Organizar una reunión, pintar un muro, hasta leer un volante, cualquier cosa podría costar, y a muchos les costó años de tortura y cárcel. “Pero resistíamos. Nosotros éramos la resistencia”.

Era un volante escrito a mano pegado con cinta en el asiento de atrás de un ómnibus antes de bajarte. Era una pintada en un muro que dijera “Abajo la dictadura”. Era un papel dejado en el baño de un bar. “Eran gestos a veces mínimos, pero que daban esperanza a la gente de que no estaba todo perdido. Quien lo veía decía ‘hay resistencia’”, explica Antonia.

En los 70 Montevideo era una ciudad desolada, fría, peligrosa. Cuando Adela Vaz cumplió 21 años ya vivía clandestina. “Los años clandestina fueron los peores de mi vida, peores que la cárcel, peores que todo. Esos años a veces se olvidan. Cada noche subía los dos pisos por escalera de mi apartamento pensando si estarían esperándome arriba. Fueron días, meses, años de convivir con el miedo. El miedo constante al caminar por la calle, el miedo a todas las miradas que pudieran reconocerme a la vuelta de cada esquina. Miedo en las horas eternas de encierro en la casa, sin hablar con nadie, sin poder hacer nada. Recuerdo el miedo y el frío. No podía quejarme del frío, afuera pasaban cosas peores, pero recuerdo las noches heladas, quieta, esperando, muerta de miedo y de frío”. Adela Vaz compartió años de vida clandestina con Antonia, y ante los vecinos fingían ser hermanas, para justificar las visitas.

Muchos de los lugares donde vivió los conseguía la UJC. Algunas veces eran viviendas alquiladas; otras, compartían habitaciones en casas de amigos o de gente que ni siquiera conocían. Alojar a una persona buscada, bajo la amenaza muy cierta de la cárcel y la tortura, fue un gesto de resistencia que hicieron muchos, incluso sin ser militantes del PCU. “A veces quisiera agradecer a todas esas personas que nos ayudaron, a las que quizá nunca más volvimos a ver”, dice Antonia, quien no sólo vivía la incertidumbre por lo que pudiera pasarle a ella, sino también a quienes la ayudaban.

Hubo un apartamento de servicio, en un penthouse, en el que Antonia vivió con Pedro durante unos meses. El edificio tenía 12 pisos más uno en el que estaba su apartamento, donde sólo vivían ellos y el hijo de la portera. Cada noche, cuando la actividad cesaba y se quedaban en silencio, escuchaban el ruido del ascensor. Entonces contaban cada clang que hacía el aparato al pasar por un piso. Hasta 12, podía ser un vecino. Si sonaba uno más, era que venían por ellos.

Pedro fue uno de los primeros detenidos del PCU en 1977. Adela tenía una reunión con él. “A las tres de la tarde Pedro no llegó. Esperé a las tres y cinco, a las tres y diez. Pedro era muy puntual. Nunca llegaba tarde”. Dos días después llega el enlace y les avisa: están cayendo. “Caminamos sin parar, sin rumbo, cambiamos de acera, cruzamos calles, doblamos esquinas, miramos siempre hacia atrás, hacia los costados. Hay que dejar las casas, espaciar los contactos. ¿Nos tienen? ¿Nos detendrán ahora? ¿Al separarnos?”.

Pero no los encontraron. Porque Pedro no habló.

Adela fue detenida cuatro años más tarde, el 22 de diciembre de 1981. Una noche abrió la puerta de su apartamento esperando un enlace. En su lugar estaba la OCOA, el Órgano Coordinador de Operaciones Antisubversivas, creado específicamente para la persecución política.

La forma de camuflaje era muy básica: cortarse el pelo, teñirlo de otro color, hacerse permanente. No existían el rastreo de celulares, internet, las bases de datos digitalizadas ni el reconocimiento facial. Apenas había fotografías e información anotada en libretas y ficheros. Vestida con una pollera tableada y un blazer azul, con el pelo teñido de oscuro y una cartera negra igual a todas las carteras que usaban las mujeres en 1975, Antonia se escondía bajo su aspecto de chica común. Pese a ser buscada, si era necesario podía andar a cara descubierta caminando entre la gente.

Las cosas cambiaban cuando se publicaban las fotos en la prensa. “Cuando el nombre de Pedro ya había salido en los diarios y ya era una figura conocida, que no podía trabajar sin ser detectado, como funcionarios del partido nos daban una plata para vivir; pero casi hasta el final trabajamos para mantenernos”.

Después de la detención de Pedro, Antonia trabajó en una planta de hormigón armado casi dos años, mientras seguía militando en forma clandestina. Usó su cédula real, pero haciéndose llamar por su segundo nombre, Ángela. Algunos compañeros de trabajo sabían que era esposa de un detenido por la dictadura, porque incluso habían estado en la cárcel, pero para casi todos era una empleada más. “No salía a la calle por motivos de trabajo, sólo iba de mi casa a la oficina, pero un día, alguien que no estaba en la pega me mandó a hacer una gestión en una oficina pública y tuve que ir. Cuando me acerqué a preguntar en la ventanilla, me atendió Ariel Ricci [uno de los traidores del PCU que pasaron a trabajar con la represión]. Nos quedamos mirando. Nos reconocimos perfectamente. Salí de allí y nunca más volví”.

Cada vez estaban más acorralados. Pero las actividades se seguían haciendo. Lo primero era militar: escribir, volantear, pintar, reunirse para debatir. “Carta Semanal y Liberarce, los medios impresos del partido y de la UJC, tenían que salir. Después se veía si había para comer”, recuerda Adela entre risas. Detrás de cada edición se jugaban la vida, aunque medir el impacto de lo que hacían era muy difícil. Antonia caminaba durante horas para hacer funcionar una pequeña imprenta offset para folletos clandestinos; se arriesgaba, pero luego de meses de gestiones de ir y venir, sentía que no conseguían nada.

En esta época Antonia pasó largos períodos de encierro, casi “cuarentena”. En la soledad se hizo aficionada a escuchar fútbol en la radio. No entendía nada de ese deporte, pero el relato la acompañaba. Su madre, cada tanto y dando miles de vueltas, le hacía llegar cajas de comida gallega que compartía con sus compañeros. “Eso también era la resistencia. Recordar el hogar. Sin esos pequeños gestos no sé si hubiésemos podido”.

El hijo de Antonia, Pedrín, vivía con sus abuelos. Tomando muchos recaudos, a veces Antonia podía verlo. Incluso pudieron pasar períodos juntos en algunas casas donde era posible esconderlos a ambos.

Una tarde Pedrín le preguntó: “Mamá, ¿a papá le gusta Raffaella Carrà?”. El niño sabía que su padre estaba detenido y lo visitaba en la cárcel. Una tarde la propia Antonia fue a visitar a Pedro con su hijo. Los guardias no sospecharon nada raro. Cuando la detuvieron, años después, aún se preguntaban una y otra vez por qué no la identificaron en ese momento. Posiblemente, porque no tenían ni idea de quién era.

El hecho de que también los servicios de inteligencia tuvieran rencillas internas y estuvieran compartimentados hacía que la información circulara menos y que los datos que tenían unos no los tuvieran otros. Durante casi seis años Adela Vaz pudo esfumarse por completo del radar de las fuerzas de seguridad y trabajó en un estudio contable en forma legal.

La suya era, por completo, una vida doble: la clandestina militante y la oficial trabajando en la oficina de Guillermo Stirling, que después fue ministro del Interior. Usó siempre su nombre e incluso la invitaron al casamiento de la hija de Juan María Bordaberry, el presidente colorado que había dado el golpe de Estado. Y fue. Cuando se sintió acorralada, dijo que tenía hepatitis y pidió licencia. “Me amparaba en mi aspecto de chica educada y callada. Cuando me detuvieron no daban crédito. Nadie se imaginaba esa doble vida”.

En 1979 detienen a León Lev, secretario del PCU en la clandestinidad. “Hasta entonces estaba León y, aunque no sabíamos dónde, teníamos la seguridad de que estaba en algún lugar y que algo se podía rearmar”. En la misma operación detienen a decenas de militantes y la estructura que se había rearmado entre 1975 y 1976 vuelve a caer.

En 1979 Antonia empieza a trabajar con José Pacella, el nuevo secretario del partido, y con el sector universitario de la UJC. Ahí ya era una figura “arcaica”, según recuerda. Tenía 30 años.

Volvieron a empezar con las acciones de propaganda. Reuniones, pintar carteles, generar actividades, juntar firmas contra el examen de ingreso. “La resistencia venía del contexto, de estar inmersa en un grupo, con compañeros a los que no ibas a dejar. No pensabas en abandonar”. Cada vez eran menos y el cerco estaba cada vez más cerrado. En esa época los contactos ya estaban compartimentados con un número muy limitado de personas. En su caso era con Pacella y algunos pocos militantes de la UJC, pero no mucho más.

Su micromundo era muy reducido. Aun así, con una amiga y tomando todas las precauciones, una tarde fue al cine a ver El hombre de mármol, de Andrzej Wajda, e Iluminación, de Krzysztof Zanussi. Entraron separadas, ya empezada la función, y salieron un ratito antes de que terminara. Después tenía una reunión con la UJC. “¡Y discutíamos de cine! ¡De lo que pasaba en Polonia! Ahí me di cuenta de que el mundo estaba girando y nosotros seguíamos en nuestra chiquita”.

En 1980 empezaron a preparar el no al plebiscito con el cual la dictadura pretendía reformar la constitución del país para perpetuarse en el poder. En medio de un clima de terror, se organizaban “reuniones y discusiones eternas para hacer cosas pequeñas. Yo tenía la idea de que íbamos a ganar. Tenía la convicción. Observaba lo que pasaba en la gente: una ironía, un chiste, un comentario en un almacén. Era una locura ganarle un plebiscito a una dictadura”.

Ahí la figura de Antonia fue relevante para hacer contactos con los demás partidos democráticos y organizaciones sociales. A veces hacer un contacto demoraba meses. Para hacer una reunión había que llegar a una casa quizá una noche antes, dormir ahí, y salir recién a la noche siguiente.

Pronto las cosas empezaron a cambiar para mejor.

“De un equipo pequeño de gente que tenía que llegar a una reunión tres días antes para no ser detectado, se llegó a tener mucho más apoyo. Uno que te presta una casa, otro te lleva un papel; era un acumulado de cosas”.

Muchas mujeres que podían hacer un hectógrafo, ese sistema de copiado basado en gelatina de pescado que se utilizaba en las escuelas, preparaban los volantes. Era algo que se podía camuflar entre las tareas del hogar y se disimulaba más fácilmente, aunque el riesgo era el mismo. Luego se hacía un paquete con los volantes, “el regalo”, se dejaba en un buzón, y después se entregaba a quienes los podían distribuir. Era una cantidad de gente que aportaba pequeñas acciones. Antonia no pegó ningún volante para esa campaña ni pudo ir a votar el día del plebiscito. En 1980 su figura era ya de alto perfil y el riesgo era demasiado. Los militares perdieron la votación y el proceso hacia la democracia quedó encaminado. Las detenciones, a partir de entonces, fueron más una represalia, una venganza, que la intención de desbaratar la organización. “Sabíamos que habíamos ganado”.

El 5 de diciembre de 1981 la detienen. “Intuía que estaba la operación montada, pero el cerco estaba cerrado. Finalmente, en la calle, llegando a una casa, me agarraron”. En el bolso, que engramparon junto con su ficha, tenía una caja de fósforos y un pedazo de queso. También, escrita a mano en un papel, la letra de “Explicación de mi amor”, del poeta Enrique Estrázulas, canción que cantaba Alfredo Zitarrosa:

De golpe no estás —nada más sucedió—
borrachera fetal que tu muerte me deja.
Con esta canción que solloza, olvidada de mí,
rondaré tus maderas.

Quisiera explicarte mi amor, no tu ausencia o mis culpas; ayer tú vivías.
Si ya no merezco cantar para ti,
yo te pido: no sigas muriendo.

Ilustración: Ramiro Alonso

Terrorismo de Estado

Durante la dictadura, Uruguay fue el país con más presos políticos del continente en proporción a su población. En total fueron 5.925 prisioneros de todas las organizaciones de izquierda.

Entre el 27 de junio de 1973 y el 28 de febrero de 1985, la dictadura asesinó a 28 militantes del PCU y a siete de la UJC.

En ese mismo período se constata la desaparición de 23 integrantes del PCU (cinco de los cuales desaparecieron en Argentina).

Las principales oleadas represivas contra este partido fueron la Operación Morgan (1975-1976) y la posterior al plebiscito de reforma constitucional (setiembre de 1981 a enero de 1982).

Antes, en abril de 1972, habían sido fusilados ocho militantes comunistas en la seccional 20 de la avenida Agraciada.

RLB

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