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Ilustración: Ramiro Alonso

Pelear por el otro | El renacimiento

12 minutos de lectura
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Es como sacado de un manual: la clase obrera está en la base del actual renacimiento del PCU. Este artículo de Andrés Alsina mira ese fenómeno a partir de una historia que lo resume: la de Laura Alberti. Esa niña inquieta que “era comunista antes de ser comunista”, como dicen quienes la vieron crecer como militante sindical en la construcción.

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Le decían “la revoltosa”. Tanto así que cuando su padre estuvo tan enfermo que necesitó reposo, a ella, la del medio de tres hermanos, la pasaron a vivir ese tiempo con sus abuelos. Esa chiquilina, en incipiente solidaridad, insistía en ir a la olla popular del barrio, porque iban sus amigas de mano de la necesidad. Eso, pese a que en su propia casa se comía en aquella situación: ir a la olla a estar, a apoyar; eso era lo natural. Aun hoy lo relata con tono airado.

Entonces era la que acompañaba a su padre a ver partido de Peñarol que hubiera, pero rehusó hacerse de Peñarol porque es “muy contrera” y nunca le gustó que le impusieran las cosas. Aunque eso implicara no recibir la bicicleta que regalaba el cuadro a los botijas, y eso que ella tenía los seis o siete años en los que se la desea desesperadamente; tan contrera era, que se hizo de Nacional. Pocos años después el padre se fue de la casa y de su vida. Se puso de novia a los 14 y se fue a vivir a la casa de él, que era la de sus suegros. Y ellos, de voto colorado, le decían “la comunista”, porque todo lo cuestionaba.

También tuvo Laura ejemplos tempranos a tomar entre esas dos edades. Su madre la llevaba a su trabajo en la mutual médica Casmu los domingos, cuando no había jefes, y recuerda con entusiasmo los Día del Niño en su sindicato, Afcasmu. También recuerda que su madre, ligada por su trabajo de auxiliar de servicio a la cocina, sacaba comida “para los compañeros que andan correteados”, que eran los clandestinos de la dictadura cívico-militar. Esa chiquilina supo ver el criterio de solidaridad con que la madre arriesgaba, entre tantas cosas, el ingreso de la casa, teniendo tres hijos. Y de esa niñez difícil, elige recordar la felicidad de los domingos en Parque Batlle.

Si temprano fue a vivir con su pareja, temprano, a los 17, quedó embarazada de Santiago, y luego de Micaela. Esa pareja tuvo “una separación muy compleja, con violencia doméstica y disputas”. La relación se rompió, pero trataron de mantener la convivencia en nombre del deber ser tradicional: la familia como base, el bien de los niños; eso duró unos meses. Pero los conflictos continuaban, y en una decisión que fue opción de vida, ella le dijo “no vale la pena” y le puso sus petates en la puerta. Quedó con los chiquilines, sin haber trabajado en su vida, con enseñanza secundaria apenas comenzada; 29 años y todo por delante. Como dice su amiga Laura Rojas, “despertó a la realidad e hizo como todas las mujeres: sacó fuerzas de donde fuera. Enfrentó la vida como pudo y fue encontrando su lugar en el mundo”.

Laura Alberti y sus hijos pasaron hambre, y hubieran pasado peor de no ser por el apoyo de su madre. Su primer lugar en el mundo fue el trabajo en una fábrica de calzado cerca del complejo de viviendas José Pedro Varela, donde entrelaza su vida desde siempre, a la que iba en bicicleta. Aprendió a armar calzado, pero le pagaban 14 pesos la hora, lo que hoy equivaldría a un sueldo mensual de 6.000 pesos. El señor que vendía comida en la puerta se ofreció a ayudarla, y la contactó con una fábrica de cerámica artesanal. Un curso de repostería hecho en otros tiempos le ayudó a desarrollar manualidad y a calificar para hacer lo que en el gremio de la construcción llaman “macacos”: muñecos de yeso. Le pagaban algo más del doble que en la zapatería, así que le está agradecida de por vida a ese vendedor ambulante.

Aquella fuerza

A los tres meses, cumplido el período de prueba, para su sorpresa le ofrecieron una planilla del Sindicato Único de la Construcción y Anexos (Sunca). “Me afilié de inmediato; yo sabía lo que era un sindicato, por mi madre. Y me encantaba el Sunca. Todos mis tíos fueron del Sunca; yo sabía que era un gremio guerrero, peleador”. En la fábrica había más de 50 mujeres, y en el sindicato decían que las de allí eran del “sunga”, ese slip de baño que la moda trajo de Brasil.

Laura Alberti, apodada Pipi toda la vida, recibió otro sobrenombre en su sindicato: la Corta. Cada sobrenombre es un ancla de afecto. En su barrio, formó un núcleo con quienes hoy son “amigas de vida, hermanas”, y organizaron el club de baby fútbol Zona 3: Nelly, su tocaya Laura Rojas y Daniela, que ahora vive en Valencia, España. Estas “hermanas” se juntan cuando pueden —algún verano, por ejemplo— y se acribillan a mensajes y whatsapps; por el relato, pareciera que juegan a seguir siendo adolescentes.

Algo más importante, todavía. En ese club de baby fútbol “nunca quedó un niño sin jugar”, aunque no pudieran pagar la cuota. Y si les faltaba comida o un jugolín, se les conseguía. Allí la Pipi aprendió algo más sobre sí misma, que la ayudaría en la inminente militancia: no sólo era rebelde, sino que tenía principios éticos. Y encontró que esos principios se conjugaban en el trabajo en la fábrica y también en la militancia sindical.

“Éramos más de 50 mujeres en esa fábrica, y era mucho más que un trabajo. Te hacían de mamá, de doctora, de psicóloga; era contención en un momento en que yo mucho la precisaba, tras una separación conflictiva”. Y en el sindicato le explicaron la razón de ser del Sunca “y me sentí identificada”. Las responsabilidades en esta nueva identidad parecen siempre haberla buscado a ella, no es que las pidiera.

Como una patada en el pecho

En 2009, una de las dos delegadas quedó embarazada; le preguntaron si aceptaría ser delegada de seguridad, y Laura no dudó. Al año siguiente le pidieron que fuera delegada y asistiera al consejo de salarios; tampoco dudó. Ese fue su primer contacto “con el Sunca real”. Sentada en el club Platense, vio y sintió aquella fuerza y le dijo a su compañera delegada: “Silvia, ¿qué hago yo aquí?”. Pero no. “No éramos sapos de otro pozo, sino dos trabajadoras más. Dicen que hay que pelear, y estamos de acuerdo. Ahí escucho la alocución de un compañero que dice ‘ya no se puede comprar ni un litro’, y yo entiendo que habla de leche, pero se refería al vino”.

Y fue con orgullo que escuchó el cierre de esa propuesta de convenio por radio, con auriculares y en su trabajo de destajista en la fábrica. Pero le faltaba un escalón importante. Daniel Diverio —hoy secretario general del Sunca— la llamó a una reunión con compañeros de otras fábricas para preparar la lucha por efectivizar ese convenio, y los había de todo el país. “Eso me abrió un mundo. Yo vivía en un cascarón, no sólo gremial, sino político”. De lo primero que se dijo en la reunión fue que había que dar la lucha por el convenio con medidas como el paro.

Laura se asustó. Ella andaba con su valijita de destajista, tratando de producir más a costa de su tiempo, su casa y hasta su luz eléctrica, lo que muy pronto entendería que no le era negocio. “No, yo no puedo ir a un paro, que tengo que pagar la luz y mis hijos dependen de mí”, recuerda que dijo. “Y ahí me dieron una clase magistral de prelucha; fue entonces que realmente entendí que nada te lo regalan. Que si yo quería mejorar, debíamos mejorar todos. Fue como una patada en el pecho; fue comprender cómo amar mejor a mis hijos, que es construyendo un futuro mejor”.

Y salió a militar por el convenio en las horas que le correspondían como delegada, y conoció mundo: llegó así a fábricas sin agua corriente, pese a que OSE pasaba por la puerta. Recalcó su argumento: “Fue la experiencia de entender que yo no mejoro si no mejoran todos, si no se ayuda al de al lado. Logramos más de 90% de afiliación”. Y porque ella supo lo que es temer por el descuento de un paro y también lo imprescindible que puede ser ideó para su fábrica una forma de paro original, que era aplaudir un minuto cada hora de la jornada laboral. Esas más de 50 mujeres aplaudiendo le restaban al menos 2% de producción al patrón, sin descuento para las trabajadoras. “Sólo verlo enojado ya era bueno”. Pero el patrón también protestaba, y les reclamaba que no lo hicieran. “Bueno, firmá el convenio entonces, y dejamos de hacerlo”. Aquel de 2011 fue un muy buen convenio.

Seguir y seguir

Ya militaba a pleno en el Sunca, y fue creciendo con cada vez más responsabilidad: integrante de la dirección de la rama de producción (una de las cuatro del sindicato, más la del andamio), en la que eran una docena de mujeres. Luego integró la comisión de finanzas, y en eso estaba cuando en la fábrica “hubo un traspié” y echaron a más de la mitad. Ella siguió militando. “Cuando las mujeres son jefas de hogar, o somos guerreras o nos resguardamos en nuestra caparazón. Y yo pensé en la leona, que en lo primero que piensa es en sus cachorros; pero así, integrada a otra cosa y hablando con los compañeros, entendés que no es una pelea vacía. Que eso que pensás que ahora perdiste es en verdad una ganancia, si seguís peleando”.

En eso a Diverio le dan la responsabilidad de ser secretario de Organización, y él la convoca a trabajar en su equipo. Luego, a Laura la designan para integrar la Mesa Representativa del PIT-CNT por casi dos años. En 2017, se hace el XII congreso de la central obrera y ella pasa a integrar su secretariado ejecutivo: las mujeres eran la tercera parte de sus 15 integrantes. Al año siguiente, la designan responsable de la Secretaría de Organización del PIT-CNT. Hoy está en el ejecutivo del Sunca y es la primera mujer a cargo de la Secretaría de Finanzas.

El tema de género está ahí. “La mujer tiene que explicarle a su familia qué es militar, que adónde vas, que por qué al Sunca, si ya está el convenio colectivo firmado. Primero a mis hijos, que fueron los que menos explicaciones me pidieron. A mi vieja, que me ayudó y también me criticó, desde su cabeza de que la mujer tiene que quedarse en su casa cuidando a los hijos. Sí, costó que me entendieran, pero hoy mis hijos me dicen que están orgullosos de mí. Yo sé que eso costó, que costó mucho, pero es enorme para mí. Hoy, hablar de militancia es común en mi casa”. Y el tema del género, que es todo otro tema, surge también en la militancia. En tener que pelear para que la mujer que tuvo familia no se tenga que sacar la leche para la crianza sentada en la tapa de un wáter, sino que lo haga con comodidad y respeto.

La ficha

Ese proceso de crecimiento se venía dando cuando el Chimango Faustino Rodríguez llegó a su vida política. Quien murió como presidente del Sunca en mayo de 2019, miembro del comité central del PCU, no fue afiliarla lo primero que le propuso. “Primero te conversan, te cuentan anécdotas, te consultan. Y llega un momento en que te dan el Manifiesto Comunista en una fotocopia. ‘Leelo y si querés preguntar, dale. Después hablamos’. Yo lo leí y me sentí representada por muchas ideas. La invitación que me hicieron fue: ‘Hay formas de participar desde adentro’. Y él y su compañera Mabel me dieron la ficha y fueron quienes me presentaron el PCU”.

Era 2012 y a Laura, a la Corta, le quedó claro que ser comunista “es que te duela lo que le pasa al otro, que hay que ver de mejorar lo que está mal. Yo hoy veo las desigualdades y quiero que no existan más. Desde que me afilié, fueron mis mejores años: ser del PCU en un gobierno progresista. Pero también me formé escuchando hablar a compañeros como el Chimango, como el Toto Núñez, que militaron en la clandestinidad y la pasaron re mal. Para mí fue un orgullo llenar esa ficha y poder decir que soy parte del partido. Decir ‘soy comunista’ es mucho más que una frase. Uno compromete la unidad de acción con lo que piensa. Y es así que yo integro la militancia política con la militancia sindical”.

Para Diverio, que milita en el comunismo desde 1983, Laura forma parte de la bocanada de aire fresco que entró al PCU. “Hubo un proceso en el PCU, a partir del movimiento sindical, que permitió mayor fortaleza y enriquecer las filas con cuadros. Que se dio en forma natural. Y sin menospreciar a otros sectores sociales, es claro que el movimiento obrero lo dota de una pata ancha. Está clara la incidencia en la realidad del proletariado sindicalizado; y en el partido, esa bocanada se visualiza”. Diverio destaca de Laura su fortaleza ante situaciones duras, sus muchos años de estar sola, el entender la lucha y encontrar contención en la propia militancia.

Salir militando

Por esas razones le ofrecen participar en un curso de formación sindical y política en Cuba, invitación que le llega en un momento muy difícil. Cinco meses antes, en junio de 2017 (“hace tres años y dos meses”, dice en la entrevista), asesinaron porque sí a su hija Micaela, de 20 años, en lo que el jefe de Policía de la época calificó de “efecto colateral”. La frialdad de esas palabras le sigue doliendo, y sigue sintiendo la calidez del abrazo fraternal que le dio el dirigente comunista Juan el Negro Castillo.

“Nunca quise venganza, pero me di cuenta de que me fortalecía en mis convicciones, como mujer de izquierda. Para seguir viviendo tenía que seguir siendo la que les da orgullo a mis hijos y a mi compañero. Eso no era sólo militar sindicalmente, sino ponerme frente de las desigualdades. Fui al Comcar, fui al Inisa [Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente]; sé que hay formas de ayudar a los gurises que salen, que no es ojo por ojo la cosa. No me oculté, me enfrenté a esa realidad. Cuando hablamos de violencia, en uno de los lugares en donde más tenemos que meternos es en las cárceles. Y si no les damos oportunidad de ser y crecer en sus capacidades, si no les damos educación y posibilidades van a querer ser como el narcotraficante que tiene plata. A los que mataron a Micaela no les deseo el mal; no sé qué les pasó por la cabeza y no me los quisiera cruzar en mi vida, pero sé que surgen de lugares con mucha vulnerabilidad”.

Así, fue a Cuba “con mucho miedo, más allá de saber lo que quiero y saber lo que soy políticamente. Fui con el peso del dolor extra. Pero también… al final del curso te preguntan, y yo les dije que había llegado rota, pero que todo lo que me dieron me había ayudado a juntar un poquito las piezas. Me fortalecí como izquierda, como comunista, como leninista; como le quieran poner. Fortalecí mis convicciones, pues para ayudarme a sobrevivir tenía que ayudarme a seguir siendo como soy: siendo la Laura de la que mis hijos están orgullosos, de la que yo sé que mi compañero está orgulloso. Tenía que salir de esto militando, y no sólo sindicalmente, sino por lo que pudiera hacer para corregir las desigualdades”. Y el mundo está lleno de ellas: que el pan con que los escolares acompañan la leche sea para todos, manteniendo la igualdad vareliana; que dio la discusión sobre las rejas del perímetro del complejo de vivienda, aunque la perdió, para no dificultarles a las madres llevar a los chiquilines a la escuela. Ella es rotunda al definirse como marxista-leninista. Y eso es, explica, pelear por el otro, ponerse en lugar del otro, con solidaridad y empatía. Tal vez el leninismo sea eso, ahora.

Ilustración: Ramiro Alonso

El renacimiento

El rostro del PCU es un rostro que ya casi no tiene las cicatrices de la ruptura. En 2001, 85% de los afiliados habían ingresado después de 1992. Sostenido en su inserción en el movimiento obrero, desde entonces no dejó de crecer. Ahora, el “fenómeno Óscar Andrade” ha dotado de carisma aquel trabajo de hormiga de las bases. Surgido de la cantera del Sunca, histórico feudo comunista, Andrade se convirtió en una usina de movilización —real y virtual— luego de la derrota electoral del FA en 2019, cuando la centroderecha volvió al gobierno después de 15 años de gestión de izquierda.

Sacudidos por esa derrota, los frenteamplistas de a pie encontraron dos consuelos. La arremetida final en segunda vuelta, que contra todos los pronósticos los dejó a 30.000 votos de una remontada histórica, y la sensación de que se contaba con una generación de recambio en los tres precandidatos presidenciales supuestamente perdedores, que, justamente por eso, habían quedado preservados de la derrota. Los tres —como se ha dicho— provenían de la esfera comunista. Andrade, de la orgánica partidaria, en tanto que el economista Mario Bergara y la ingeniera Carolina Cosse formaban parte de la diáspora. La inmediata alianza del sector de Cosse con la lista 1001 posicionó al espacio comunista como una zona a la vez combativa y rigurosa de la bancada de senadores del FA.

Pocos meses después, los dos candidatos a la Intendencia de Montevideo que también representaron el sacudón renovador repitieron aquel origen. Además de Cosse, ya más cercana a la orgánica que a la diáspora, se presenta el neurocirujano Álvaro Villar, ex miembro de la UJC, apoyado por el Movimiento de Participación Popular (que tiene al intendente de Canelones, Yamandú Orsi, como carta propia de renovación hacia el lejano/cercano 2024) y por el también ex UJC Mario Bergara. En ese contexto, el acercamiento entre diáspora y orgánica, que se veía como utópico e indeseado por ambas partes 30 años atrás, encuentra hoy un campo fértil en la necesidad de consolidar nuevos liderazgos en la izquierda. No está mal para el momento del centenario.

RLB

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