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Ilustración: Ramiro Alonso

Inserción cultural

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No llevaba un mes como embajador y ya le tocaba organizar su primera recepción. Aquella ciudad estaba repleta de cónsules, agregados culturales y diplomáticos de todas partes del mundo, así que esperaba una gran concurrencia. Mandó su ropa a la tintorería, reservó el catering con varios días de anticipación y ordenó que pusieran a punto el salón más grande de su residencia.

—Es la oportunidad perfecta para dar una buena primera impresión.

—Y la única —acotó con tino su asistente personal.

Pese a los nervios, o quizás debido a ellos, todo estuvo pronto antes de lo previsto. El embajador dejó la camisa sobre un sillón para no sudarla en demasía y dio vueltas por toda la casa hasta que llegó la hora señalada y comenzaron a llamar a la puerta. Su asistente era el encargado de recibir a los invitados y presentarlos a viva voz.

—La señora embajadora de la República de Prinea y su esposa.

El anfitrión jamás había visto tanta clase junta. Las dos mujeres lucían trajes de lentejuelas multicolores y gorros con plumas amarillas que casi tocaban el techo.

—Sean muy bienvenidas.

Amagó a besarles la mano, pero recordó lo que había leído acerca de la población prineana: odiaban el contacto físico. Así que se limitó a hacer una reverencia e indicarles la ubicación de la bandejita de sánguches olímpicos, algo que ellas apreciaron bastante. No pasaron dos minutos hasta que el timbre volvió a sonar.

—El señor agregado cultural de la Sagrada Nación de Benlandia.

—Pfff —dijo el recién llegado—. La luz está demasiado fuerte. Recuerde que nuestro país tiene noches que duran quince años.

Un mozo corrió a regular el dimmer y dejó la habitación en penumbras. Las prineanas hicieron una mueca de disgusto hasta que vieron a su colega y entendieron el protocolo. Iban por la tercera bandejita.

—El emisario de los Estados Soberanos de Somacia y su hijo.

El hijo tendría unos veinte años, pero entró sentado en los hombros de su padre. Ante la mirada del dueño de casa, que no había hecho los deberes en su totalidad, el asistente le explicó que el hijo menor somací siempre es trasladado por su padre. Se trata de una vieja creencia religiosa basada en la vida de un profeta y tiene el único objetivo de obligar a las familias a seguir teniendo hijos. Esa misma religión castiga con la muerte el consumo de dulce de membrillo, así que esa noche el plato de martín fierro tendría sólo pedazos de queso.

La población de Brután les tiene fobia a los sonidos fuertes, aunque no se ha podido determinar si es por razones biológicas o psicológicas. Lo cierto es que la llegada de su embajador marcó el final de las mejores conversaciones de la noche, esas que incluían carcajadas. Por eso siempre le pedían que asistiera a los eventos una hora más tarde, y por eso muchos diplomáticos se esforzaban por ser puntuales. Fiel a las tradiciones de su país, el brutánico llegó completamente desnudo y en el torso llevaba pintado el escudo real, que parecía una enorme flecha apuntando a su pene. Los rezagados, ya sin chances de hablar a los gritos, siguieron llegando.

—Desde Justovia, su representante ante las demás naciones.

Por suerte su asistente le había advertido que algo así podía ocurrir. La voluminosa mujer llegó mordisqueando lo que claramente era una pata de perro. “Delicatessen local”, fue la explicación. Es algunas regiones de Justovia el olor corporal es símbolo de estatus, y aquella dama era de una de esas regiones y tenía un estatus impresionante. Aun con las luces bajas, todos supieron que había llegado. Y hubieran abierto las ventanas, pero en la patria de un par de ellos eso estaba prohibido por ley.

Llegaron diplomáticos de la mano de niñas que parecían sus nietas (de eso buscaba convencerse el dueño de casa), otros que vomitaban sobre las bandejas para ablandar la comida, y otros cuyas creencias castigaban las actitudes más cotidianas, por lo que eran enviados a la terraza ni bien llegaban.

Brindaron con agua para no ofender a cuatro invitados en recuperación de su alcoholismo, y el anfitrión estaba por dar el cierre a la velada cuando sonó el timbre una vez más.

—El cónsul del territorio soberano de Nueva Trikistán.

Dos gigantescos guardaespaldas cruzaron la puerta de entrada y luego ingresó un hombre de galera, gabardina y cabellos hasta la cintura, que pronunció palabras que el dueño de casa no entendió.

—¿Qué dijo?

—Que es hora del ritual de purificación —respondió su asistente—. Garantiza la prosperidad de los invitados.

—Me está mirando fijo. ¿Tengo que hacer algo?

—Tranquilo, señor. Ellos se encargarán de todo.

Los guardaespaldas tomaron al organizador de la fiesta de los hombros y lo colocaron sobre una mesa que ya había sido vaciada por el apetito voraz de los diplomáticos.

—Sean delicados, que tengo una hernia de disco.

El tipo de la galera buscó en los bolsillos internos de su gabardina hasta que encontró un enorme cuchillo. Ordenó que taparan la boca del embajador, para no ofender a la delegación de Brután, y con un movimiento certero le abrió el torso. Retiró el corazón y lo mostró a los presentes, que reaccionaron de manera respetuosa. Era, después de todo, una costumbre de aquellos pagos.

Días más tarde llegó un nuevo embajador, que al poco tiempo se emocionaría ante la posibilidad de organizar su primera (y última) recepción.

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