Cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) emitió una alerta global el 12 de marzo de 2003, la “inexplicable neumonía atípica” especialmente virulenta que pronto se conocería como síndrome respiratorio agudo severo (SARS) ya había cruzado una docena de fronteras nacionales. La enfermedad había surgido en la provincia china de Guangdong durante el mes de noviembre, y un esfuerzo de investigación mundial pronto identificó “la primera nueva epidemia de enfermedades infecciosas del siglo XXI, causada por un nuevo coronavirus” (según recogió Marilynn Marchione en Anatomy of an Epidemic). Rápidamente los epidemiólogos identificaron su fuente, sus medios y sus rutas de transmisión, los periodistas se apresuraron a informar al público del peligro y los investigadores médicos trabajaron para encontrar una cura o al menos producir una vacuna, y a través de sus relatos del brote convirtieron al SARS en una de las “infecciones emergentes” que se habían identificado como un fenómeno dos décadas antes.
Si bien el coronavirus era nuevo para la ciencia médica, el escenario de aparición de la enfermedad era completamente familiar y facilitó la respuesta mundial al SARS. Los registros de brotes de enfermedades anteriores ayudaron a los epidemiólogos a identificar y responder al problema. Esos registros también proporcionaron puntos de referencia para los periodistas que buscaban informar al público no especializado sobre la propagación de la infección. Incluso los investigadores médicos confiaron en su conocimiento de microbios similares mientras trabajaban para comprender al virus desconocido. Estos precedentes permitieron a los expertos dar sentido a una nueva situación y también moldearon lo que vieron y cómo respondieron. La pregunta que subyacía incluso debajo del más tranquilizador de los relatos era si esta enfermedad, con sus orígenes desconocidos y su alarmante tasa de mortalidad, podría ser “la próxima plaga”, el evento pronosticado por científicos y periodistas que amenazaría a toda la especie, dramatizado en ficciones y películas en las últimas décadas del siglo XX.
Esa posibilidad alimenta lo que yo llamo “la narrativa del brote”, una historia en evolución sobre la aparición de enfermedades. Después de la introducción del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) a mediados de la década de 1980, comenzaron a aparecer informes de nuevas enfermedades que emergían con creciente frecuencia, tanto en publicaciones científicas como en los principales medios de comunicación de todo el mundo. Estos relatos pusieron en circulación el vocabulario de los brotes de enfermedades e introdujeron el concepto de “infecciones emergentes”. La repetición de frases, imágenes e historias particulares produjo una fórmula que se amplificó por el tratamiento extendido de estos temas en las novelas populares y películas que proliferaron a mediados de la década de 1990. Colectivamente, expusieron lo que estaba implícito en todos los relatos: una fascinación no sólo por la novedad y el peligro de los microbios, sino también por las cambiantes formaciones sociales de un mundo cada vez más reducido.
El contagio es más que un hecho epidemiológico. También es un concepto fundamental en el estudio de la religión y de la sociedad, con una larga historia al servicio de explicar cómo circulan las creencias en las interacciones sociales. El concepto de contagio evolucionó a lo largo del siglo XX a través de la combinación de teorías sobre microbios y actitudes respecto del cambio social. La enfermedad transmisible atrae la atención tanto de los científicos como del público en general no sólo por la devastación que puede causar, sino también porque la circulación de microbios materializa la transmisión de ideas. Las interacciones que nos enferman también nos constituyen como comunidad. La aparición de enfermedades dramatiza el dilema que inspira la narrativa humana más básica: la necesidad y el peligro del contacto con otros.
La narrativa del brote —en sus encarnaciones científicas, periodísticas y ficcionales— sigue una trama como una fórmula: comienza con la identificación de una infección emergente, incluye la discusión sobre las redes globales a través de las cuales viaja y realiza la crónica del trabajo epidemiológico que termina con su contención. A medida que los epidemiólogos trazan las rutas de los microbios, catalogan los espacios y las interacciones de la modernidad global. Los microbios, los espacios y las interacciones se mezclan para animar el paisaje y motivar la trama de la narrativa del brote, una historia contradictoria pero convincente acerca de los peligros de la interdependencia humana y el triunfo de la conexión y la cooperación humana, acerca de la autoridad científica y las ventajas evolutivas de los microbios, sobre el equilibrio ecológico y el desastre inminente. Las convenciones de la típica historia sobre las nuevas infecciones emergentes se desarrollaron a partir de relatos anteriores de esfuerzos epidemiológicos por abordar amenazas generalizadas de enfermedades transmisibles. Si bien empleo “la narrativa del brote” para referirme a esa historia paradigmática que siguió a la identificación del VIH, también empleo la frase “las narrativas del brote” en general para designar esas historias epidemiológicas. Por ejemplo, las de los primeros años de la bacteriología y la salud pública en Estados Unidos, donde se puede rastrear el impacto del descubrimiento del microbio en las actitudes hacia las interacciones sociales y la identidad colectiva que caracterizan la narrativa del brote de la aparición de enfermedades.
Las narrativas del brote y la narrativa de brote tienen consecuencias. A medida que diseminan información, afectan las tasas de supervivencia y las rutas de contagio. Promueven o mitigan la estigmatización de individuos, grupos, poblaciones, localidades (regionales y globales), comportamientos y estilos de vida, y cambian las economías. También influyen en cómo los científicos y el público en general entienden la naturaleza y las consecuencias de la infección, y en cómo imaginan la amenaza y por qué reaccionan con tanto temor ante algunos brotes de enfermedades y no ante otros igual de peligrosos y apremiantes. Por lo tanto, es importante comprender el atractivo y la persistencia de la narrativa del brote y considerar cómo da forma a las descripciones sobre la aparición de enfermedades en todos los géneros y medios de comunicación. Esto es lo que me propongo, un análisis de cómo las convenciones de la narrativa del brote dan forma a las actitudes hacia la aparición de enfermedades y de cómo la transformación social puede conducir a respuestas más efectivas, justas y compasivas, tanto a un mundo cambiante como a los problemas de salud y bienestar humano globales.
Cuando el mito se une a la medicina
Los términos que ahora nos son familiares surgieron en los tempranos relatos mediáticos de “la primera epidemia de una nueva enfermedad infecciosa del siglo XXI”. Un artículo de The New York Times del 15 de abril de 2003 que prometía, desde su título, explicar “cómo una persona puede alimentar una epidemia”, empezaba, típicamente, con los dramatis personae de una tragedia en desarrollo: “Un niño en China tan contagioso que lo han apodado ‘el emperador venenoso’. Un médico chino que infecta a 12 huéspedes en su hotel de Hong Kong, que luego vuelan a Singapur, Vietnam y Canadá. Una anciana canadiense que infecta a tres generaciones de su familia”. El papel involuntario que tuvieron en la propagación del nuevo virus convirtió a estos desafortunados en estereotipos de una historia familiar. El precedente epidemiológico de un “caso inicial” responsable de brotes posteriores transformó rápidamente a estas víctimas en agentes —y encarnaciones— de la propagación de la infección. Un azafata singapurense de 26 años, por ejemplo, se hizo famosa por “importar” la enfermedad de China. El virus mató a sus padres y a su pastor, enfermó a otros miembros de su familia y su comunidad, y la convirtió en un chivo expiatorio nacional cuando el ministro de salud de Singapur dijo en una conferencia de prensa a principios de abril: “Nos infectó a todos”.
Ella era una de los “supercontagiadores” del SARS: así llamaron los medios de comunicación a los individuos “hiperinfecciosos” que aparentemente fomentaron la infección al “vomitar gérmenes como teteras”, según el mismo artículo de The New York Times. El tratamiento mediático del “supercontagiador” sobrevivió a la refutación científica del concepto, alimentado por la aparición regular de sus predecesores más notorios. El artículo del Times, por ejemplo, explicaba que “Gaëtan Dugas, el asistente gay de una aerolínea culpado por gran parte de la propagación temprana del SIDA en América del Norte, que se denominó Paciente Cero en el libro de Randy Shilts And the Band Played On, sería considerado un supercontagiador como Mary Tifoidea, porque infectó a otros intencionalmente”. Esta descripción atribuía la intencionalidad al supercontagiador, un término que originalmente sólo refería a alguien que infecta a un gran número de personas. La metamorfosis de las personas infectadas en supercontagiadores es una convención de la narrativa del brote en la que los portadores humanos dan vida retóricamente (o, en algunas de las citas, literalmente) al propio virus.
Sin embargo, incluso los supercontagiadores más decididos no podrían hacer el trabajo de infección sin un entorno propicio; la cobertura del SARS dramatizó el peligro del contacto humano en un mundo interconectado. Las fotografías mostraban la temible imagen de la interdependencia humana en las máscaras que lucían compradores, dueños de tiendas, trabajadores de aerolíneas e incluso niños pequeños mientras caminaban a la escuela o hacían piruetas en clases de ballet. Las máscaras representaban lo que el SARS ponía en relieve: los inútiles esfuerzos de los seres humanos para defenderse contra la amenaza de la enfermedad en las interacciones diarias que el transporte y el comercio contemporáneo volvieron globales. Las redes humanas se convirtieron en los conductos de la destrucción viral. Como informó el periódico Straits Times de Singapur a principios de abril de 2003:
Sólo se necesitó una tos seca en Hong Kong para propagar el mortal virus SARS a siete personas y matar al médico de la OMS que lo identificó por primera vez. Y sólo se necesitaron unos pocos pasajeros de avión para que la enfermedad llegara a unos 20 países en Asia, América del Norte y Europa y para que la OMS declarara la enfermedad “una amenaza para la salud mundial”.
La mujer de Singapur identificada como una superpropagadora del SARS era, como Gaëtan Dugas, una azafata. El médico chino viajó en autobús desde Guangzhou (en la provincia de Guangdong), donde había estado tratando a pacientes con neumonía, a Hong Kong, donde se hospedó en el hotel Metropole. Entre otros huéspedes del hotel que se infectaron estuvieron un hombre de negocios que llevó la enfermedad a Vietnam y la anciana canadiense mencionada en el artículo del Times, que la llevó a Toronto. El largo período de incubación era “uno de los aspectos más siniestros” del SARS, porque transformaba a las personas infectadas en “precisamente el mecanismo de contagio que causó el pánico en las ciudades afectadas. Ese hombre que está a tu lado en el tren, esa señora que tose al otro lado del pasillo; de repente, los medios y modos de transporte estaban plagados de potenciales supercontagiadores”, escribió Karl Taro Greenfeld, uno de los cronistas del brote, en su libro China Syndrome.
En estos relatos, los supercontagiadores y la interdependencia mundial convirtieron las interacciones más simples en eventos potencialmente fatales a escala global. “Un mundo cada vez más pequeño aumenta el riesgo de epidemias mundiales”, anunció el South China Morning Post en los primeros días de cobertura de SARS; en The New York Times, el escritor y médico Abraham Verghese atribuyó la amenaza de una pandemia a la interconectada forma en que vivimos ahora (su artículo se tituló “Way We Live Now”); un artículo de mayo de 2003 en Newsweek, “The Mystery of SARS” (“El misterio del SARS”), ayudó a contar la historia con fotografías. Una leyenda compartida convirtió las tomas adyacentes de una tripulación de la compañía Lufthansa enmascarada en un aeropuerto y de un corral de patos a las afueras de Guangzhou en una descripción de los espacios cambiantes de la globalización y sus peligros intrínsecos:
El miedo al SARS incita a un equipo de Lufthansa a usar máscaras en el Aeropuerto de Hong Kong; el virus puede haber nacido en una granja como la de arriba en Guangzhou, China, donde los animales y las personas viven juntas.
Las imágenes narraban el viaje del SARS desde sus supuestos orígenes en una “granja” en medio de una metrópolis hacia las rutas del transporte y el comercio mundial a través de las que se extendió. Las yuxtaposiciones suministran las conexiones, trazando las rutas de la enfermedad desde el corral de patos, lo que sugiere falta de limpieza e incluso de propiedad (los seres humanos viviendo cerca de sus animales, como en tiempos preindustriales), a los aeropuertos y ciudades de la aldea global.
La especulación se difumina en explicación, ya que la autoridad visual de las imágenes oscurece las palabras “puede haber” de la leyenda. Otro artículo del mismo número de Newsweek, titulado “Cómo el progreso nos enferma”, refuerza la narrativa de las fotografías en su relato de la nueva enfermedad:
El nuevo coronavirus que causa el síndrome surgió de Guangdong, la misma provincia china que entrega nuevos virus de la gripe al mundo la mayoría de los años. Los cerdos, los patos, los pollos y las personas viven cara a cara en las primitivas granjas del distrito, intercambiando gérmenes de gripe y resfriado tan rápidamente que un solo cerdo puede incubar fácilmente virus humanos y aviares simultáneamente. Las infecciones duales pueden generar híbridos que escapan de los anticuerpos dirigidos a los originales, despertando una nueva cadena de infección humana. El factor decisivo es que estas granjas se encuentran a pocos kilómetros de Guangzhou, una ciudad en ebullición que mezcla personas, animales y microbios del campo con viajeros de todo el mundo. Difícilmente se podría diseñar un sistema mejor para agigantar pequeños brotes.
La descripción ubica el problema del SARS menos en su novedad que en su familiaridad como una de las muchas “nuevas y temibles enfermedades” que esperan su lanzamiento inminente en los circuitos de una infraestructura global. El artículo muestra al VIH/sida como un precedente importante de cómo “nos colocamos en el camino del virus, lo esparcimos por todo el mundo, y estamos bien encaminados para hacerlo nuevamente”, y explica que lo que convirtió a un virus en “holocausto” fue no sólo un nuevo agente infeccioso, “sino una proliferación de carreteras, ciudades y aeropuertos, un colapso de las tradiciones sociales y el advenimiento del almacenamiento de sangre y el intercambio de agujas”. Así, enfermedades específicas se confunden al tiempo que las infecciones emergente mapean los espacios, las relaciones, las prácticas y las temporalidades cambiantes de un mundo globalizado. Guangdong exporta la enfermedad como una mercancía en los espacios peligrosamente promiscuos de una economía global concebida como una ecología.
Las imágenes y la historia de los artículos de Newsweek ejemplifican cómo las interacciones sociales, los espacios y las prácticas, así como la comprensión pública de una enfermedad contagiosa, se reconfiguran conceptualmente por su asociación mutua. Las “granjas primitivas” de Guangzhou, al igual que los espacios “primordiales” de los bosques tropicales africanos, temporalizan la amenaza de infecciones emergentes y proclaman el peligro de poner el pasado en proximidad (geográfica) con el presente. El aeropuerto vuelve a Hong Kong, Nueva York, Toronto y cualquier otra ciudad importante tanto como Guangzhou, el telón de fondo de la fotografía. Los artículos de Newsweek expresaban preocupación por la estigmatización de grupos y espacios que caracterizaron lo que algunos críticos creían que era una respuesta exagerada a la amenaza del SARS; la advertencia fue, de hecho, un estribillo en algunos de los medios de comunicación de todo el mundo, que especulaban sobre el papel de la xenofobia en la tradición del “peligro amarillo”, y un titular del Boston Globe lo denuncio como una “epidemia de miedo”. Sin embargo, la representación de Guangzhou en Newsweek alimentó esos prejuicios.
Los informes de Newsweek fomentaron el “nativismo medicalizado”, un término acuñado por el historiador Alan Kraut para describir cómo la estigmatización de los grupos de inmigrantes se justifica por su asociación con enfermedades transmisibles, que implica la creencia casi supersticiosa de que las fronteras nacionales pueden brindar protección contra las enfermedades contagiosas. Como muestran las imágenes de Newsweek, el nativismo medicalizado implica más que superponer una amenaza de enfermedad a un grupo desafortunado. Más bien, la enfermedad está asociada con prácticas y comportamientos peligrosos que supuestamente marcan una diferencia cultural intrínseca, a la vez que expresa el poder transformador destructivo del grupo. Representar las “prácticas primitivas” de las granjas de Guangzhou y la naturaleza contagiosa de esas prácticas como una expresión de identidad cultural es un buen ejemplo del nativismo medicalizado.
El marco temporal implícito en la descripción de ciertas prácticas como “primitivas” oscurece la comprensión de dichas prácticas como expresiones de pobreza. Si bien las transformaciones sociales y espaciales de la modernidad global exacerban esta pobreza, la temporalidad intrínseca proporcionada por el uso de la palabra primitivo permite representaciones contradictorias de la modernidad global en los relatos mediáticos del SARS: las redes globales como amenaza y solución. Fue “gracias a la tecnología y a un espíritu de cooperación global” que el virus fue rápidamente identificado y detenido, según el primer artículo de Newsweek, y el segundo informó las “buenas noticias”: que “las fuerzas que hacen que los microbios sean tan móviles también los hacen más fáciles de rastrear”. El SARS había sido “sólo el último recordatorio de cuán poderosas pueden ser las nuevas conexiones globales”, y el peligro era únicamente una expresión de ese poder. Desplazar el problema de la pobreza al peligro de las “prácticas primitivas” les permitió a estos relatos mostrar la modernización como una solución prometida al problema de las infecciones emergentes, en lugar de identificarla como parte del problema. En el proceso, convirtieron las granjas de patos de Guangzhou en reliquias de un pasado anticuado en lugar de espacios de modernidad global.
Sin embargo, las transformaciones ejercen una presión insistente, en parte a través de la figura del portador de la enfermedad, que las encarna. Los supercontagiadores “no son sólo interesantes porque son atípicos”, observa Nicholas Thompson, del Boston Globe, “sino porque sirven como nodos que conectan a todos con los demás, en unos pocos saltos”. Son figuras de fascinación y de miedo debido a las conexiones que ponen de manifiesto. Las rutas recorridas por las enfermedades contagiosas iluminan las interacciones sociales (los espacios y los encuentros, las prácticas y las creencias) de un mundo cambiante. Eso era igual de cierto a principios del siglo XX, cuando se identificaron por primera vez portadores humanos sanos, como lo es a principios del siglo XXI. Las ideas sobre el contagio registran la intriga y la posibilidad, así como la ansiedad generada por esos cambios. La metamorfosis fisiológica de los portadores humanos los convierte en figuras representativas del hecho, el peligro y las posibilidades de interdependencia humana en un mundo cada vez más reducido. Su experiencia del impacto del cambio de las interacciones sociales en los individuos explica el dominio que han ejercido en la imaginación popular desde la identificación de los primeros portadores humanos de enfermedades en los primeros años del siglo XX.
Un artículo sobre chivos expiatorios y SARS en el periódico Irish Times reconocía el poder de la figura en una descripción del portador más famoso, “Mary Tifoidea”, como un “arquetipo mítico del inmigrante pestilente que infecta a una sociedad occidental saludable”. De origen irlandés, la cocinera Mary Mallon o “Mary Tifoidea” (1869-1938) fue la primera portadora humana sana de una enfermedad transmisible que se identificó en Estados Unidos; se cree que contagió a más de 500 personas de fiebre tifoidea y pasó casi tres décadas en cuarentena. Con lo de “arquetipo mítico” el autor del artículo, Fintan O’Toole, deja claro cómo su invocación rutinaria para referir a este tema la ha convertido en un estereotipo, el paradigma del supercontagiador. Crítico de la estigmatización, O’Toole utiliza mítico como sinónimo de creencia falsa, pero el significado más especializado del término describe acertadamente la potencia representativa de esta figura paradigmática y de la narrativa del brote en la que la figura del supercontagiador es central.
Un mito es una historia explicativa que no tiene un autor específico, sino que surge de un grupo como expresión de los orígenes y los términos de su identidad colectiva. Su fuerte atractivo emocional deriva de los valores fundamentales, las jerarquías y las taxonomías que son condiciones previas de esa identidad, al tiempo que las afirma. En Mitos, sueños y misterios, Mircea Eliade clasifica los mitos según su estado de ánimo y su trama: el sentido de la atemporalidad y la renovación, de una conexión con los orígenes y lo sagrado, asociado con “una reentrada periódica en el tiempo primordial”, donde una lucha primaria entre la destrucción y la resistencia se repite continuamente. En Antropología estructural, Claude Lévi-Strauss ubica su atractivo en su estructura, lo que permite la coexistencia de poderosas contradicciones sociales. Aunque mito es con frecuencia un término asociado con culturas “primitivas” o se usa coloquialmente, como en el artículo de Irish Times, para referirse a una creencia ficticia, los mitos siguen siendo una expresión significativa de la identidad colectiva teológica o sobrenatural. En Discourse and the Construction of Society, Bruce Lincoln define acertadamente al mito como “una pequeña clase de historias que poseen credibilidad y autoridad”, que derivan de su expresión “de verdad paradigmática” y a través de las cuales “se evocan los sentimientos a partir de los cuales la sociedad se construye activamente”. Joseph Mali (autor de Mythistory: The Making of a Modern Historiography) también utiliza el término para describir “las narrativas que expresan y explican las creencias en los orígenes y los destinos comunes que por sí mismas convierten a nuevas ‘comunidades imaginadas’ en reales, confiriéndoles su antigüedad”. Especialmente recurridas en tiempos de rápida transformación social, esas historias articulan las “normas morales y formas de vida social” como verdades duraderas.
Las invasiones microbianas toman un giro mítico cuando se representan como respuesta de la Tierra a los seres humanos, que se han aventurado en lugares primordiales que no deben molestar. Entendida alternativamente como defensiva y vengativa, esta reacción primaria es una característica recurrente de los brotes epidemiológicos no sólo en la ficción, sino también en sus descripciones científicas y periodísticas (en las que el término primordial aparece con frecuencia).
El portador es el extranjero arquetípico, que encarna el peligro de invasión microbiana (más explícitamente en los híbridos humanos-virales) y lo transforma en la posibilidad de rejuvenecimiento y crecimiento. “Un antiguo proverbio musulmán dice que cualquiera que se quede en una tierra donde hay una enfermedad epidémica será un mártir y será bendecido”, señala Charles Pierce (“Epidemic of Fear”, Boston Globe). Tanto más el portador, que sufre y representa a la vez los pecados del mundo moderno. Esta figura encarna no sólo las intrusiones prohibidas, las conexiones profundas y los lazos más esenciales de la comunión humana, sino también el poder transformador de las enfermedades transmisibles. Figuras como Mary Tifoidea y el Paciente Cero se vuelven míticas en estos relatos debido a sus simultáneas funciones demoníacas, representativas y también redentoras, pero a la vez claramente sociales; incluso podría decirse teosociales.
Las narraciones contemporáneas sobre infecciones emergentes registran la influencia de relatos anteriores de plagas y teorías de contagio, explicaciones científicas contemporáneas y preocupaciones sociales. Estas narrativas son críticas a las desigualdades socioeconómicas y los relatos emocionantes de luchas apocalípticas con demonios terrestres primordiales, análisis obstinados del agotamiento ambiental e historias esperanzadoras de renovación eterna. Al mismo tiempo que pronostican la destrucción inminente y afirman los cimientos perdurables de la comunidad, ofrecen mitos para el momento contemporáneo, lo que explica el dominio imaginativo y la persistencia de la historia que llamo “la narrativa del brote”.
Contagio y pertenencia
A través de épocas y culturas, las plagas han sido formativas de la existencia y la especulación humana. La Ilíada y Edipo rey comienzan con plagas provocadas por las transgresiones de un rey. Las plagas son el lenguaje del disgusto de los dioses, y al aprender a leer ese idioma los reyes llegan a comprenderse a sí mismos como la fuente involuntaria del sufrimiento de sus pueblos. Las plagas los obligan a asumir la responsabilidad de sus acciones, ya que ilustran la relación entre el grupo y un individuo anómalo.
En A History of Public Health, el historiador de la salud pública George Rosen documenta el desarrollo de teorías “científicas” de las epidemias en Grecia que contenían explicaciones de lo sagrado y culminaron en una “gran liberación de pensamiento durante los siglos V y IV a. C.”. La observación sugería la transmisibilidad de ciertas enfermedades, pero su origen siguió siendo un misterio y se atribuyó a un desequilibrio entre los seres humanos y su entorno. Las explicaciones religiosas, sociales y ambientales de las enfermedades transmisibles se entremezclaron y se les unieron, gradualmente, teorías del contagio. Girolamo Fracastoro articuló estas teorías en su libro de 1546 De contagione, contagiosis morbis et eorum curatione (Sobre el contagio, las enfermedades contagiosas y su curación), en el que introdujo la idea de que existían semillas (seminarios) de enfermedad.
Para sus primeros cronistas —el médico Hipócrates, el historiador Tucídides—, la peste devastaba el orden social tanto como los cuerpos individuales. El colapso de las relaciones sociales, los rituales y las instituciones fue también el foco de los tratamientos literarios posteriores, desde El Decamerón (1353), de Giovanni Boccaccio, hasta Diario del año de la peste (1721), de Daniel Defoe, Arthur Mervyn (1799), de Charles Brockden Brown, y El último hombre (1826), de Mary Shelley. Cuando las enfermedades transmisibles hacen que sea peligroso congregarse y ponen en riesgo de muerte a quienes ayudan a los enfermos, tales colapsos no son sorprendentes. Y el golpe psicológico que sigue a los desastres de gran magnitud agrava la disolución de la organización social. Boccaccio describe la falta de duelo y observa:
No se otorgaba más respeto a las personas muertas que el que se mostraría hoy en día hacia las cabras muertas. Porque era bastante evidente que la única cosa que, en tiempos normales, ningún sabio había aprendido a aceptar con resignación paciente (a pesar de que golpeaba tan rara y discretamente) ahora también se mostraba a los simples, pero la magnitud de la calamidad les hacía considerarla con indiferencia.
Defoe, por su parte, se lamenta de que el “peligro de muerte inmediata nos quitó todas las entrañas del amor, todas las preocupaciones mutuas”.
Sin embargo, estas mismas representaciones también sugieren que la experiencia de una epidemia de enfermedades transmisibles podría evocar un profundo sentido de interconexión social: la comunicación configura a la comunidad. En El Decamerón, la plaga insiste en las conexiones de las cuales la gente espera huir: “Cada vez que los que la padecían se mezclan con personas que todavía no se habían visto afectadas, se abalanzaría sobre ellos con la velocidad de un incendio que atraviesa sustancias secas o aceitosas puestas a su alcance”. Ante la evidencia concreta de microbios, la propagación de la enfermedad parecía ser una fuerza mística, ya que “también parecía transferir la enfermedad a cualquiera que tocara la ropa u otros objetos que habían sido manipulados o utilizados por sus víctimas”. Estos vínculos no pueden ser negados, y el reconocimiento de su indisolubilidad motiva a los jóvenes protagonistas de El Decamerón a afirmar los principios sociales básicos tanto en la sociedad ritualizada que diseñan como en las historias que cuentan.
Una epidemia era una experiencia compartida en múltiples niveles. El narrador de El último hombre, de Shelley, describe cómo los desastres de la plaga “llegaron a tantos senos y, a través de los diversos canales de comercio, llegaron completamente a cada clase y división de la comunidad”. El contagio era el color de la pertenencia, tanto social como biológica. La susceptibilidad común de todas las personas atadas a los lazos comunes de la humanidad, y la idea de una plaga como un gran ecualizador que afecta a ricos y pobres, mundanos y devotos fueron temas habituales en la literatura. El dolor en sí mismo podría marcar esos lazos, como en la descripción de Shelley de cómo la respuesta de una joven madre a la leve enfermedad de su hijo “le demostró que todavía estaba unida a la humanidad por un lazo indestructible”.
Las representaciones literarias de sociedades abrumadas por pestes evidencian el complejo vocabulario a través del cual los miembros de una población devastada responden a las epidemias y experimentan las conexiones sociales que los hacen una comunidad. La palabra contagio significa literalmente “tocar juntos”, y uno de sus primeros usos en el siglo XIV se refería a la circulación de ideas y actitudes. Con frecuencia connotaba peligro o corrupción. Las ideas revolucionarias eran contagiosas, al igual que las creencias y las prácticas heréticas. La locura y la inmoralidad se etiquetaban como contagiosas más a menudo que la sabiduría y la virtud. El uso médico del término no era ni más ni menos metafórico que su contraparte ideológica. La circulación de enfermedades y de ideas era material y experimentable, incluso si no era visible, y mostraba el poder y el peligro de los cuerpos en contacto y la fragilidad y la tenacidad simultáneas de los lazos sociales.
Las teorías de la comunicabilidad y las ideas sobre las implicaciones sociales de las epidemias circularon juntas a través de los muchos relatos sobre plagas en la historia, la ciencia y la ficción. En diferentes lugares y en distintos momentos dominó una u otra de estas teorías, pero se mantuvieron más o menos influyentes hasta que la bacteriología, que surgió a fines del siglo XIX, mostró cómo los microbios específicos causan enfermedades transmisibles y documentó rutas de transmisión que hasta entonces apenas eran sospechadas. Mary Douglas, que llama a esto “la revolución más radical en la historia de la medicina”, lamenta que el surgimiento de la bacteriología no sólo alteró las teorías del contagio, sino que también afectó las teorías sobre los primeros rituales religiosos y la organización social. Como antropóloga, le preocupa que las lecciones de bacteriología hayan vuelto “difícil pensar en la suciedad, excepto en el contexto de la patogenicidad”, tal como dice en su estudio Purity and Danger: An Analysis of the Concepts of Pollution and Taboo, y se queja de que el estudio de la religión comparada, con raíces disciplinarias en la misma época, “siempre ha sido demonizado por el materialismo médico”, un término que ella adapta de William James para referir a la falacia de atribuir una explicación principalmente higiénica a los primeros rituales religiosos. Los análisis realizados a través del lente bacteriológico, argumenta, fallan al abordar las prohibiciones, que están diseñadas no para prevenir enfermedades, sino para marcar transgresiones peligrosas —“una ruptura simbólica de lo que debería unirse o una conjunción de lo que debería estar separado”— que resultan en enfermedades y otras formas de retribución divina. Las prohibiciones iluminan los márgenes, en los que las categorías se vuelven turbias, y hacen que la organización social sea visible y atractiva. Las explicaciones higiénicas ocultan el hecho de que las prohibiciones ofrecen expresiones simbólicas de organización social. Tales explicaciones también oscurecen cuánto afecta el significado social de las prohibiciones a la representación y la experiencia de la enfermedad y la idea de contagio. “Incluso si algunas de las reglas dietéticas de Moisés fueran higiénicamente beneficiosas, es una pena tratarlo como a un administrador de salud pública iluminado, en lugar de como a un líder espiritual”, bromea Douglas.
La nueva ciencia proporcionó un vocabulario que dio forma a las ideas contemporáneas no sólo sobre el pasado distante, sino también de las interacciones y las prácticas en el momento actual. Sin embargo, como sugiere Douglas, las actitudes hacia la enfermedad contagiosa y el contagio continuaron registrando una historia densa, y la suciedad y la enfermedad se mantuvieron (y siguen siendo) simbólicamente poderosas. Las motivaciones higiénicas no sólo no dieron cuenta de la historia de los antiguos rituales religiosos, sino que tampoco brindaron la historia completa de las teorías y las prácticas de salud pública más contemporáneas. Los administradores de la salud pública de principios del siglo XX no eran exactamente herederos de Moisés, pero, especialmente en medio de una epidemia (o amenaza de una), eran a su vez sumos sacerdotes del contagio y la comunidad, dispensando los principios de cohesión social a través de las prácticas de prevención de enfermedades.
Para los funcionarios de salud pública las enfermedades transmisibles eran un problema médico y social, y promovieron la influencia mutua de las teorías científicas y sociales del contagio a medida que recurrían a los dos campos de investigación. El crecimiento de las ciudades dio lugar a lo que veían como espacios sociales “promiscuos”: las personas se topaban literal y figurativamente entre sí en espacios más pequeños y en mayor número que nunca. Los microbios prosperaron en tales entornos, produciendo infecciones generalizadas que, a su vez, brindaron a los investigadores la oportunidad de estudiarlos. Al mismo tiempo, los nuevos encuentros culturales inspiraron a los teóricos sociales a estudiar las interacciones grupales y los lazos sociales. Los científicos y los teóricos sociales a menudo leían el trabajo de los demás, pero, lo que es más importante, estaban motivados por fenómenos relacionados: las consecuencias sociales y médicas de los espacios e interacciones cambiantes de un mundo cada vez más interconectado. El intercambio conceptual entre ellos era inevitable.
Dos teorías especialmente influyentes de la fuente de los lazos sociales registran el impacto conceptual de la investigación científica contemporánea. Émile Durkheim y Sigmund Freud escribieron sus estudios sobre los orígenes de la organización social y la religión totémica —Formas elementales de la vida religiosa (1912) y Tótem y tabú (1913), respectivamente— en el apogeo de la revolución bacteriológica, cuando los microbios llenaban titulares, en los dos países, Francia y Alemania, que fueron pioneros en el trabajo en el campo. El interés en el poder de las prohibiciones contemporáneas y en la organización social los envió en busca de los orígenes de esa organización, y ambos encontraron en el concepto de contagio el principio a través del cual describir cómo la fuerza mística de lo sagrado se derrama inexorablemente a lo profano a través del contacto físico o de la asociación simbólica. Contagio refería a una fuerza sagrada tan poderosa, explicó Durkheim, que incluso la “similitud superficial” entre los objetos o las ideas era suficiente para iniciar el proceso. El contagio era un principio de clasificación que mostraba los fundamentos de la organización social y era, por lo tanto, la fuerza que unía a las personas a las relaciones que constituían los términos de su existencia. Proporcionó la lógica de pertenencia totémica y permitió a los teóricos explicar la cohesión social. Con estos relatos, trataron de hacer que las rutas de transmisión cultural fueran tan visibles como las vías de transmisión de enfermedades que habían mostrado los bacteriólogos. Durkheim creía que con su aclaración de categorías el concepto de contagio había sentado las bases “para las explicaciones científicas del futuro”. Las categorías de pertenencia y las teorías de la infección microbiana se unieron en esa figura más mítica —y más científica—, el portador humano, que hizo de eslabón, en el estudio de Freud, entre sus pacientes y la cultura “primitiva”.
Freud escribió Tótem y tabú para explicar la prevalencia del tabú del incesto en todas las culturas en términos sociales y psicoanalíticos, en lugar de médicos. La historia de Edipo le da a su relato un marco narrativo. Freud comienza esta historia de orígenes sociales con la premisa de que “los dos crímenes de Edipo” —incesto y parricidio— son la fuente de lo que “forma el núcleo de quizás toda psiconeurosis”. Afirmando que estos crímenes encuentran expresión abierta en culturas “primitivas” y en la primera infancia, él hace de su análisis un mito sobre la pertenencia social y la organización para la era moderna. La conexión que establece entre las neurosis y la historia humana comienza con lo que llama la explicación “histórica” de Charles Darwin del tabú del incesto: su hipótesis, basada en la observación de animales, de una horda primitiva en la que los celos sexuales de los hijos incitan al padre a expulsar a esos hijos, quienes eventualmente se unen para matar al padre y llevarse a sus mujeres, sus madres y hermanas. Pero Darwin, explica, no ofreció pruebas suficientes de su hipótesis para establecer su autoridad sobre otras teorías. Para esa prueba Freud recurrió a las observaciones psicoanalíticas de niños y pacientes y a la historia de Edipo, que es fundamental para sus teorías sobre el desarrollo infantil y las psiconeurosis. Atribuyendo a los hijos la ambivalencia que había identificado en sus analizados, Freud se deslizó del relato de la especulación de Darwin a la narración en tiempo pasado para crear un escenario en que los hijos alivian su remordimiento por su acción animando al padre en un tótem al que entonces se les prohibió matar. También se negaron a sí mismo el premio al prohibirse las relaciones sexuales con las mujeres de la horda. La hipotética “horda primitiva” se convirtió en la “horda primordial” cuando Freud transformó las reflexiones de Darwin en una historia de los orígenes de la religión y la sociedad en la que la “comida tótem” se volvió “una repetición y una conmemoración de este hecho memorable y criminal, que fue el comienzo de muchas cosas: de la organización social, de las restricciones morales y de la religión”.
La historia de la horda primordial es, por supuesto, el drama edípico escrito en grande. Las neurosis de los pacientes de Freud son las claves para su transformación de los mitos —de los orígenes humanos y de Edipo— en una teoría de la civilización. La influencia de la bacteriología en el pensamiento de Freud aparece en una figura que se repite en las fantasías de sus pacientes obsesivos. Al describir la semejanza entre los tabúes y el pensamiento contagioso (asociativo) característico de la neurosis, Freud señala que ciertas personas o cosas se vuelven “imposibles” para sus “pacientes obsesivos [que] se comportan como si las personas y las cosas ‘imposibles’ fueran portadoras de una infección peligrosa que se puede transmitir por contacto a todo su vecindario”. Explica que para los pacientes obsesivos estas personas son “imposibles” debido a su asociación (a menudo accidental) con ideas, deseos e incluso espacios prohibidos, pero no explica por qué esta imposibilidad toma la forma de una enfermedad contagiosa.
La idea de un portador de enfermedad sano fue uno de los descubrimientos de la bacteriología más publicitados y transformadores. Fue ampliamente discutida tanto en la literatura médica como en la prensa dominante en Europa y América del Norte en las primeras décadas del siglo XX. La identificación de esas personas clarificó las rutas de transmisión de enfermedades y revolucionó la epidemiología y las prácticas de la salud pública. Los portadores eran los desconocidos peligrosos que uno encontraba con frecuencia alarmante en un mundo cada vez más interdependiente, y eran también aquellas personas más cercanas, peligrosamente distanciadas por el descubrimiento de su estado portador. Volvieron visible el contacto que las personas no necesariamente sabían que habían tenido —elementos compartidos, espacios frecuentados—, así como otros que tal vez no hubieran deseado dar a conocer.
Los portadores también estuvieron en el centro de los debates públicos sobre la responsabilidad social. Pusieron de manifiesto, e incluso ayudaron a fomentar, ideas cambiantes sobre la relación del individuo con el grupo y con el Estado a medida que las lecciones de bacteriología animaban la tensión entre el derecho a la privacidad y la responsabilidad del Estado en el mantenimiento de la salud pública. Cuando, sin saberlo, los portadores causaban un brote de una enfermedad contagiosa, la naturaleza de la violación era tan incierta como el lugar de la culpa. Representaban la cuestión de la culpabilidad en ausencia no sólo de intención, sino más fundamentalmente de conocimiento. No es de extrañar, entonces, que tales personajes estuvieran disponibles para la apropiación simbólica, por marcar las asociaciones transgresoras de los pacientes de Freud.
La cuestión de la culpabilidad llevó a Freud de regreso a Edipo, quien hace su primera aparición directa en el texto en una nota al pie en la que Freud explica que la transgresión involuntaria de un tabú no mitiga la culpa: “La culpa de Edipo no fue paliada por el hecho de que lo incurrió sin su autoconocimiento e incluso en contra de su intención”. En la obra de Sófocles, a pesar de la ignorancia de Edipo de sus crímenes, la plaga causada por su transgresión requiere que sea castigado. En ese sentido, anticipa al supercontagiador: la asistente de vuelo de Singapur que infectó a una nación o Mary Tifoidea, que hizo su debut epidemiológico apenas años antes de la publicación de Tótem y tabú. Los portadores humanos enseñan la lección compartida por el psicoanálisis y la bacteriología: que las personas carecen de autoconocimiento. Al igual que Edipo, no sabemos quiénes o qué somos. Es lo que nos hace peligrosos, y exige nuevos códigos de conducta.
La naturaleza de la transgresión del Edipo de Freud está en el centro de su castigo; él representa fantasías primarias que son tan socialmente destructivas que debe transformarse en una figura de piedad y repulsión antes de que pueda ser redimido. Sus crímenes lo colocan en los portales de la civilización, donde la violencia y la sexualidad deben ser cuidadosamente ritualizadas. Los primeros portadores humanos identificados dramatizaron de manera análoga la necesidad de nuevas formas de ser en un mundo de microbios recién identificados y con un creciente contacto humano. La propagación de la infección requería rituales de limpieza que también estaban implícitamente sexualizados. Los portadores humanos se convirtieron fácilmente en chivos expiatorios, ejemplos de las transgresiones del grupo por el que sufrieron simbólicamente. Pero fueron aun más importantes y ejemplares por lo que mostraron. A medida que se reintegraron (a través del castigo, el tratamiento o ambos), los portadores humanos, como Edipo, fueron testigos del funcionamiento de un poder social y epidemiológico transformador. La versión de Freud de la historia de Edipo mitifica las lecciones de la revolución bacteriológica e ilumina las características míticas de los portadores humanos sanos, en tanto proyectan el drama de los brotes de enfermedades en términos de una lucha continua por la supervivencia humana contra las fuerzas destructivas de la naturaleza y la arrogancia. En The Gospel of Germs, Nancy Tomes ve en “los tonos de asombro y aprensión que con tanta frecuencia aparecen en los primeros relatos del mundo microbiano” la “influencia persistente de los puntos de vista religiosos y mágicos de la enfermedad”.
Estos puntos son más que el eco de creencias pasadas. Son la base del contagio, ya que constituyen lazos sociales míticos que vibran con la fragilidad exquisitamente tenaz de una amenaza siempre presente.
Esos lazos sociales se ven reforzados por el legado institucional de las enfermedades transmisibles: las políticas y prácticas establecidas para prevenir o manejar brotes devastadores. Las epidemias dramatizan la necesidad de regulación con “urgencia aterradora”, como dice George Rosen, y ponen en marcha lo que él llama “el mecanismo administrativo para la prevención de enfermedades, la supervisión sanitaria y, en general, la protección de la salud comunitaria”. Pintan los caminos de la interdependencia con el pincel de la mortalidad y pueden ayudar a revocar o reforzar la autoridad del gobierno. La memoria de las epidemias, sin embargo, suele aprovecharse al servicio del reforzamiento. Rosen muestra cómo las epidemias, entre otros problemas de salud, fomentaron el crecimiento paralelo del Estado y la idea de salud pública, ayudando a modelar el concepto de población. Un grupo cohesivo ofreció una forma de representar, medir y promulgar la creciente centralización del poder en el Estado.
Rosen narra cómo gradualmente, a partir del siglo XVI, se fue percibiendo que la supervisión y la regulación de la salud de la población debía ser responsabilidad del Estado, y el correspondiente alineamiento del bienestar de la población con el bienestar del Estado. Los diferentes tipos de Estado produjeron una variedad de organismos reguladores. Especialmente influyente fue la idea alemana de “Policía médica” (medizinische Polizei), un término acuñado a mediados del siglo XVIII relacionado con la responsabilidad y la autoridad del gobierno para crear e implementar políticas de salud. Más tarde, el término francés hygiène publique desarrolló aun más la idea, estableciendo firmemente, en palabras de Michel Foucault, “el control político-científico del medioambiente”. En El nacimiento de la biopolítica, Foucault extiende el análisis de Rosen a una teoría del poder que él llama “biopolítica” y que describe como “el esfuerzo de racionalizar los problemas presentados a la práctica gubernamental por los fenómenos característicos de un grupo de seres humanos vivos constituidos como población: salud, saneamiento, tasa de natalidad, longevidad, raza”. Afirma que el concepto de salud pública fue formativo para la sociedad moderna, y que las epidemias fueron importantes porque manifestaron la necesidad de protección en forma de conducta social regimentada. Sólo la guerra podría infligir la devastación a tal escala, pero la violencia de la guerra no podría rivalizar con la ineludibilidad o el nivel de destrucción de las peores epidemias. Las prácticas sanitarias y políticas de salud pública del siglo XVIII, que surgieron de los procedimientos de cuarentena en Europa a fines de la Edad Media, también dejaron un legado espacial en la organización física de las ciudades durante este período.
La biopolítica atañe al surgimiento de instituciones, políticas y prácticas que dieron forma a los contornos de una “población”. Si bien el lenguaje del “bienestar social” sugiere cómo y por qué los miembros de una población podrían identificarse con el Estado, Foucault no ofrece una explicación sostenida de la experiencia afectiva del sentido de pertenencia que convierte a la gente en “un pueblo”. Relatos como El Decamerón muestran que la experiencia social de la enfermedad, la imagen de la comunicabilidad y la materialización de la interdependencia que caracteriza las representaciones de epidemias sugieren una epidemiología de la pertenencia a través de la cual las personas podrían experimentar su surgimiento como “un pueblo”. La idea del contagio fue formativa para la experiencia de “comunidad” en los primeros años de la bacteriología, cuando Freud y Durkheim estaban escribiendo.
Los descubrimientos de la bacteriología no surgieron a través del cultivo puro de un laboratorio; más bien se filtraron a través de estas ideas complejas, perversas y contradictorias sobre el contagio, a medida que circulaban en relatos de enfermedades transmisibles. Aunque encontraron expresión en una variedad de géneros y campos, las narrativas fueron formuladas en términos de epidemiología. Surgida originalmente de la observación de brotes de enfermedades, la epidemiología proporciona la metodología y la historia de la salud pública, incorporando la recopilación de datos y el análisis de estadísticas dentro de una narrativa para conferirle sentido a los cálculos. “Como las epidemias ocurren a través del tiempo y en diferentes lugares, cada caso debe describirse exactamente de la misma manera cada vez para estandarizar las investigaciones de enfermedades. Dado que los casos ocurren en cada epidemia por separado, deben describirse y diagnosticarse de manera consistente de un caso a otro, utilizando los mismos criterios de diagnóstico”, explica el epidemiólogo Thomas C. Timmreck. Los epidemiólogos construyen su conocimiento a partir de brotes previos que esperan que vuelvan los casos futuros comprensibles y finalmente previsibles, o al menos contenibles. Cuando la epidemiología convierte un brote de enfermedad transmisible en una narrativa, hace visibles las rutas de transmisión y ayuda a los epidemiólogos a anticipar y controlar el curso del brote. En esa capacidad de transformación, la narrativa epidemiológica es, como el microscopio, una tecnología, y se encuentra entre las tecnologías epistemológicas que delinean la membresía y la escala de una población.
A partir de los precedentes y la estandarización, comienza a surgir una historia reconocible. Los epidemiólogos buscan patrones. En An Introduction to Epidemiology (2002), Timmreck dice que el trabajo de los epidemiólogos es “caracterizar la distribución del estado de salud, enfermedades u otros problemas de salud en términos de edad, sexo, raza, geografía, religión, educación, ocupación, comportamientos, tiempo, lugar, persona, etcétera”. La escala de su investigación es el grupo o la población, más que el individuo, y cuenta una historia sobre ese grupo en el lenguaje de la enfermedad y la salud. “Un brote, como una historia, debe tener una trama coherente”, observa el virólogo Philip Mortimer. En sus investigaciones, los epidemiólogos confían y reproducen suposiciones sobre lo que constituye un grupo o una población, respecto de la definición de la patología y el bienestar, y de las conexiones entre la enfermedad y “el estilo de vida y los comportamientos de los diferentes grupos”. Estas clasificaciones informan las narrativas epidemiológicas y, por lo tanto, pueden importar suposiciones culturales que están fundamentadas por la autoridad de la ciencia médica y la urgencia de una amenaza para la salud pública.
Heather Schell señala que “las técnicas estadísticas para ver un patrón en incidentes aparentemente dispares” que ofrece la epidemiología la convierten en “una herramienta extremadamente poderosa para crear narraciones maestras sobre el mundo”. Cuando se escriben con atención al detalle narrativo y a los ritmos con que se desarrollan las historias, los relatos epidemiológicos pueden aprovechar el atractivo de las historias de detectives. Relatos de este tipo fueron diseñados con ese atractivo en mente por periodistas y científicos en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Ambos grupos vieron en la epidemiología la oportunidad de contar una buena historia, y en esas historias, la oportunidad de promover un importante campo de investigación. Paul de Kruif había demostrado que había un mercado para los relatos de descubrimientos científicos con su best seller de 1926 Microbe Hunters (Cazadores de microbios). Aunque su trabajo llevó a muchos de sus heroicos científicos al campo de trabajo, De Kruif, un bacteriólogo, glorificó la investigación de laboratorio.
No fue un científico, sino un graduado de la primera clase de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, el primero en explicar el atractivo narrativo de la epidemiología para una amplia audiencia. Geddes Smith, como De Kruif, había nacido en la década de 1890, durante los primeros años de la bacteriología, y había alcanzado la mayoría de edad con el desarrollo de las promesas de la nueva ciencia. Vio en la epidemiología “el drama biológico que se esconde detrás de la peste negra y del resfrío de Mary Lou”. Su instinto para el drama de la epidemiología hizo que su libro Plague On Us (La plaga en nosotros) tuviera tres ediciones en una década. Smith explotó la estructura narrativa y la lógica de la epidemiología, anticipando por casi medio siglo la fórmula que convertiría el relato epidemiológico en una narrativa del brote de emergencia sanitaria. Plague On Us demuestra cuán formulativa y formativa es esa historia.
“De bacterias, mosquitos, ratones y hombres”
Smith es, ante todo, un contador de historias, y en el breve prólogo de su libro muestra su oficio al establecer el tema de su obra: la enfermedad contagiosa es a la vez (y paradójicamente) un enemigo a ser conquistado y un hecho de la vida a ser aceptado. Por un lado Smith adora al científico contemporáneo y narra las victorias de la medicina moderna; por otro lado, marca su relato con recordatorios de los campos del saber aún no conquistados. De los “hombres que buscan conocimiento” señala que “nada es demasiado pequeño para ellos, nada (salvo la influenza, tal vez) demasiado grande”. La capacidad de rastrear microbios en todo el mundo ha conquistado al menos la superstición que consideraba a la “pestilencia” como “algo que los dioses enojados enviaban a los pecadores”. Con la visión clara de la ciencia llegó el catálogo de victorias, y las epidemias de la historia parecieron quedar relegadas al pasado. Pero si las supersticiones tejidas en los mitos formativos de la tradición occidental por Homero, Sófocles, Boccaccio y otros han quedado atrás, las lecciones de la tragedia clásica emergen en el recordatorio que sigue al catálogo: “¿Somos tan sabios que hemos vencido a nuestros parásitos?”. La arrogancia, la hubris, como es bien sabido por la mayoría de los historiadores y dramaturgos —especialmente cuando, como tantas veces, son los mismos—, siempre precede a una caída. Al final, escribe Smith, “buscar sustento, multiplicarse y morir es el propósito común a bacterias, mosquitos, ratones y hombres”.
La epidemiología dramatiza la lucha a muerte de los seres humanos con su entorno social y biológico. La calificación entre paréntesis “salvo la influenza, tal vez” resurge con más fuerza en el párrafo final del prólogo de Smith, la semilla de la derrota en la flor de la victoria: “La influenza siguió el paso de la última guerra. Si llegara mañana no podríamos detenerla. Los amos de Europa están luchando de nuevo. Masas de hombres son bombardeados fuera de sus hogares y ciudades, perseguidos en el exilio, conducidos de aquí para allá en la más grande dislocación de la vida ordenada que cualquier hombre racional hubiera creído posible. Tal mundo está en peligro de pestilencia. Es pronto para jactarse”. El relato heroico de la epidemiología se ve afectado por la sombra de la historia trágica y familiar de la arrogancia y la ambición humana. Es el cuento de la sombra que comprende el drama de la propagación y la contención de las enfermedades transmisibles.
Ninguna figura encarnó mejor la tensión entre el logro científico y el factor humano incontrolable que el portador humano sano, que fue el eje de la teoría bacteriológica del contagio. “Era difícil creer sin reservas en el contagio cuando A estaba enfermo mientras B, a su lado, se mantenía bien, pero C, al lado de B, se enfermaba de la enfermedad de A; los hombres se volvieron naturalmente hacia el aire y las estrellas para explicar cómo la infección cayó tanto en A como en C”, escribía Smith. Así, los descubrimientos de bacteriología que permitieron a los científicos identificar y explicar al portador sano convirtieron la superstición en ciencia. Smith se equivocaba, sin embargo, cuando observaba que “como Dios en el epigrama de Voltaire, el portador o el caso perdido habría tenido que inventarse si no hubiera existido, y ahora postulamos B —como en la propagación de la poliomielitis— incluso antes de demostrarlo”. Descubrimiento de la ciencia e invención del arte (narrativo) de la epidemiología, dice Smith al respecto: “La principal fuente de infección para la humanidad... es la humanidad misma. La mayoría de las enfermedades transmisibles que sufren los hombres se mantienen en circulación, como el pecado original, por la raza humana”. La metáfora es reveladora; la enfermedad transmisible conserva sus asociaciones religiosas, a pesar del descubrimiento del microbio. Como la transmisibilidad personificada, los portadores son sus figuras (humanas), sus agentes, que abarcan desde la diseminación involuntaria de gérmenes hasta el contagio intencional. La recalcitrancia humana está animada para Smith en la figura de “María Tifoidea, de triste fama”. Como solución al rompecabezas del contagio, los portadores también prometen una salvación que finalmente no pueden entregar.
La enfermedad transmisible ilustra la lógica de la responsabilidad social: el mandato de vivir con conciencia sobre los efectos de las acciones de uno sobre los demás. La idea del portador humano sano significa que es posible constituir una amenaza sin saberlo, lo que hace que el mandato sea especialmente pertinente. En las primeras descripciones el portador es con frecuencia un desconocido, un extraño, una figura convencionalmente marcada como objeto de deseo y miedo. Pero el portador también podría ser la figura ominosa del familiar distanciado. Al igual que Edipo, sin darse cuenta de quién y qué es él, y por lo tanto fuente involuntaria de la peste, el portador confunde las categorías. En una ilustración especialmente sorprendente de tal confusión, Smith define a los niños como “inmigrantes en el rebaño humano, inmigrantes cuya susceptibilidad diluye la resistencia del rebaño y ayuda a mantener ciertas enfermedades en circulación”. La observación captura la naturaleza caótica y recombinante de las enfermedades transmisibles, a medida que los familiares por excelencia se convierten en los extraños por excelencia. Irónicamente, son amenazantes debido a su propia susceptibilidad —porque, esto es, están amenazados—, y los futuros agentes de la reproducción de la comunidad conllevan la amenaza de su aniquilación. Al mostrar a los niños como inmigrantes, Smith identifica la inestabilidad fundamental de la comunidad. Las enfermedades transmisibles marcan tanto la destrucción potencial de la comunidad como las consecuencias de su supervivencia. Es la figura de un desequilibrio necesario, e incluso productivo.
También es la coartada para los mecanismos de gobernanza de la comunidad, que deben salvaguardar sus embates contra la enfermedad. Para Smith, que anticipó a Rosen y Foucault, esos esfuerzos se ejemplifican mejor con la cuarentena, particularmente en los puertos marítimos y en los aeropuertos, lo que marca “el esfuerzo para poner una cerca alrededor de una nación entera”. Con tal barrera, el Estado imagina la enfermedad como una amenaza externa, y de hecho usa la enfermedad para imaginar a la nación como un ecosistema discreto, con sus propias conexiones biológicas y sociales. Para el modelo que proporciona a la organización espacial, la cuarentena imparte el imperativo de la salud pública. Los portadores saludables plantean un desafío particular a los esfuerzos de cuarentena y, por lo tanto, a la nación así concebida. La bacteriología dio la explicación biológica de una figura mítica, pero la ciencia no pudo desprenderse por completo de la inflexión mítica.
La imprevisibilidad llevó a los epidemiólogos, según el relato de Smith, a buscar “una fórmula para epidemias” o a desentrañar “la trama de una epidemia”. Estas formulaciones proyectaban una lógica narrativa sobre las epidemias, y el papel de la epidemiología era leer y escribir la epidemia como una historia de detección con valor predictivo. La narrativa fue, por lo tanto, fundamental para la epidemiología, que marcó una conjunción del arte y la ciencia en la que personificó la fe más profunda en los logros humanos. Las historias de detectives de enfermedades que Smith incluye en Plague On Us, aunque rudimentarias, manifiestan su comprensión de los supuestos de un campo emergente y sus intuiciones sobre su valor de entretenimiento.
Detectives de enfermedades
Los contornos de estas historias de detectives epidemiológicos comenzaron a completarse en la década de 1950, con la aparición en los medios populares de informes que presentaban el trabajo del recién formado y provocativo Servicio de Investigación Epidemiológica (EIS, por su sigla en inglés) del Centro de Enfermedades Transmisibles (CDC). Time y Newsweek publicaron breves artículos con el mismo título, “Detectives de enfermedades”, el mismo día, 19 de enero de 1953. Ambos adjudicaron la formación del EIS (en 1951) a un ambicioso funcionario de la salud pública, Alexander D. Langmuir, quien se había unido al CDC dos años antes, en 1949. La creación del EIS fue impulsada por las ansiedades imperantes en torno a la guerra biológica, que se habían intensificado con el comienzo de la Guerra de Corea, en 1950. Langmuir, un jugador clave en la política de salud pública institucionalizada, utilizó esa situación para argumentar sobre la importancia de la epidemiología, y contribuyó significativamente a la construcción del CDC. Dotado para las relaciones públicas, Langmuir bien pudo haber iniciado crónicas como las que aparecieron en Time y en Newsweek, que vio como excelente publicidad para el EIS y para la epidemiología en general. Con títulos diseñados para evocar al detective más famoso de Arthur Conan Doyle —“El caso de las aguas servidas del campamento” o “El caso de la ensalada de zanahoria”—, ofrecían breves relatos de misteriosos brotes resueltos por los sabuesos de la enfermedad de Langmuir.
Relatos similares aparecieron durante las siguientes dos décadas en revistas como Reader’s Digest y Parents’ Magazine, pero nadie hizo más para popularizar y desarrollar el género que un emprendedor periodista de The New Yorker llamado Berton Roueché. Autor de una columna titulada “The Annals of Medicine” (“Los anales de la medicina”), Roueché había estado investigando material del Departamento de Salud de la ciudad de Nueva York cuando el EIS llamó su atención. Se acercó a Langmuir, quien rápidamente reconoció la oportunidad que las columnas de Roueché podrían proporcionar para reclutar e incluso entrenar a oficiales para el EIS, como señaló en su introducción a una colección de ensayos de Roueché de 1967, titulada The Annals of Epidemiology (“Los anales de la epidemiología”).
Tanto Roueché (en su prefacio) como Langmuir llaman la atención sobre la importancia de la forma narrativa de las historias de Roueché. El periodista reconoce específicamente a Conan Doyle como su modelo, pero se apresura a señalar que su progenitor “derivó del método holmesiano del gran diagnosticador de Edimburgo, el doctor Joseph Bell”. Langmuir también localiza “los orígenes de la ciencia en las descripciones narrativas y los relatos históricos de epidemias”. La narración surge naturalmente, como él lo explica, del pensamiento sistemático de los observadores científicos; representa el descubrimiento y la expresión de la propia lógica de la epidemia. Langmuir identifica “un patrón que llama la atención” que hace que las historias de Roueché sean tan útiles como interesantes, y al hacerlo articula la fórmula de una narrativa de brote que parte de “un solo paciente colocado en un momento y lugar exactos, y con síntomas descritos vívidamente”, y lleva “a la principal pregunta epidemiológica” acerca de la fuente, los medios y las rutas de transmisión “hasta que todas las piezas del rompecabezas caen en su lugar lógico y se resuelva el problema”. Así se escribe la narrativa epidemiológica del brote. Al afirmar que este “patrón” derivó en la observación científica, Langmuir lo establece como intrínsecamente científico (por lo tanto, autorizado): la ciencia como inherente al acto narrativo. Las historias deben su autoridad a su previsibilidad, y, a su vez, establecen la validez científica del enfoque que describen.
También les otorgan un contexto nacional a los detectives de enfermedades. Parents’ Magazine los llama “nuestros detectives nacionales de enfermedades” y compara el CDC con el FBI, al igual que Reader’s Digest en su artículo “FBI de la medicina”. Denominan a los microbios “enemigos públicos mucho más peligrosos” que los delincuentes más buscados por el FBI. El EIS es la “unidad de vigilancia” del CDC, y “vigila los brotes de enfermedades en todo el mundo”. La vigilancia global se configura aquí como una necesidad nacional de salud pública nacida de una interdependencia cada vez más global: debido al viaje en avión, “el cólera en Bombay puede ser una amenaza inmediata para San Francisco, la fiebre amarilla en África Occidental, un peligro potencial para Nueva Orleans”. Así se establecieron las convenciones para la narrativa de la aparición de enfermedades que surgirían tres décadas después.
En los años intermedios, a medida que las enfermedades transmisibles se habían convertido en una amenaza cada vez menos importante y que la muy publicitada vacuna contra la poliomielitis puso a una de las más devastadoras bajo control, y cuando las epidemias de enfermedades transmisibles potencialmente mortales comenzaron a desaparecer de la memoria histórica en América del Norte y Europa, los epidemiólogos centraron cada vez más su atención en las enfermedades no transmisibles, como el cáncer y las enfermedades autoinmunes, en comportamientos colectivos perjudiciales, como el tabaquismo y la violencia, y en los peligros ambientales. La erradicación mundial de la viruela, liderada por Donald A. Henderson, del CDC, durante la década de 1970, marcó el comienzo de una actitud de optimismo general respecto de la amenaza de brotes de enfermedades transmisibles. Sin embargo, fue un optimismo de corta duración, y las Casandras entre los especialistas en enfermedades tropicales e infecciosas, que nunca cesaron de hacer advertencias, demostraron estar muy acertadas, ya que la primera de las llamadas “enfermedades emergentes” afectó pueblos enteros, aunque apenas se notaron hasta que comenzaron a aparecer en las metrópolis del mundo.
Con los informes de aparición de infecciones se generó el concepto de enfermedades emergentes. La globalización fue, de hecho, la fuente de la propagación. Como se predijo, los microbios circulaban a través de los viajes aéreos, el comercio y los circuitos de capital, y materialmente expresaban las ansias de contacto. Pero, como he sugerido, la experiencia de las enfermedades transmisibles y la idea de contagio evidente en estos relatos no eran nuevas.
Mientras que en el siglo XIX Estados Unidos se quedó atrás de Europa Occidental tanto en iniciativas de salud pública como en desarrollos científicos en bacteriología en los primeros años de esos campos, el siglo XX fue testigo de un creciente dominio económico y político de Estados Unidos en la institucionalización de ideas sobre la salud en todo el mundo. A finales de siglo, la producción cultural reforzaría la importación de estas ideas. La “narrativa del brote”, aunque no es exclusivamente un fenómeno estadounidense, es parte de esa producción. Su circulación entre los géneros y los medios hace que sea al mismo tiempo el reflejo y el principio estructurante de los relatos científicos y periodísticos, de las representaciones novelísticas y cinematográficas de brotes de enfermedades transmisibles e incluso de la proliferación contemporánea de estudios históricos sobre el papel central de las enfermedades transmisibles en la historia humana.
He descrito la importancia de la identificación del portador humano sano para las historias y la historia de la epidemiología. Nadie es más recurrido que Mary Tifoidea, una figura notoria de la literatura científica y el periodismo de principios del siglo XX. La transformación de Mary Mallon en Mary Tifoidea fue una historia de salud pública que creó un vocabulario de responsabilidad social a partir de las lecciones de bacteriología. Reflejó una nueva forma de pensar sobre las relaciones sociales y las responsabilidades individuales en Estados Unidos en un mundo cada vez más interconectado. Y se convirtió en un ejemplo característico del dilema de la salud pública.
La ciudad fue la ubicación de la mayoría de esas historias de salud pública, y las ideas cambiantes sobre las interacciones sociales y los entornos urbanos sirvieron como su telón de fondo. Esos cambios fueron el tema del campo naciente de la sociología urbana. La evolución a la par de las teorías de transmisión cultural y microbiana es clara, por ejemplo, en el trabajo del sociólogo Robert Park y sus colegas en los primeros años del Departamento de Sociología y Antropología de la Universidad de Chicago. Central a lo que llamaron su “ciencia de la sociedad” fue el concepto de “contagio social”, que describía cómo la circulación de ideas y actitudes convirtió a los individuos en grupos sociales y, finalmente, en culturas. Sus principios explicativos de las formaciones sociales incluían una visión ecológica de la interdependencia y la figura del desconocido como agente de cambio peligroso y productivo. Con sus ideas sobre el contagio social, las ecologías urbanas y los ciclos de asimilación, Park y sus colegas imaginaron la transformación de las comunidades locales en comunidades nacionales en un contexto global al formular lo que yo llamo un “americanismo transmisible”. La mezcla de teorías sociales y científicas del contagio condujo a la articulación de una forma de identidad colectiva y de un principio de pertenencia que está en el corazón de la narrativa del brote.
La imagen de una “invasión” cultural que Park tomó prestada de la botánica y la zoología para su estudio de la ecología humana asumiría un papel más siniestro en el clima paranoico que siguió a la Segunda Guerra Mundial. El lenguaje de la amenaza interna (“enemigos públicos”) y la amenaza inminente del exterior, así como la necesidad de vigilancia, que presentó el artículo del Reader’s Digest “FBI de la medicina” ejemplifica el vocabulario de la virología de la década de 1950, cuando el organismo fue incluido en la política de Estados Unidos ante la Guerra Fría. La ciencia y la política impactaron en la idea de contagio y de evolución de la narrativa del brote. Con apariciones constantes en las narrativas del brote, este lenguaje estableció que los estallidos de enfermedades eran agentes “foráneos” o “extranjeros” que representaban una amenaza nacional. En los principales medios de comunicación, así como en los documentos de políticas públicas, la amenaza encontró expresión literal en las invocaciones de la guerra de gérmenes; es evidente, por ejemplo, en la conclusión del artículo de Time “Detectives de enfermedades”, en la que se asevera que “los oficiales de salud pública que han tenido un año de servicio en el EIS serían los mejores detectives de enfermedades si llegara la guerra biológica”.
El portador ganó una atención renovada en estos estudios de caso, y encarnó tanto la importancia de la responsabilidad social como la necesidad de detectives de enfermedades capacitados para identificar a esas personas. Estas ideas, así como su forma narrativa, se desarrollaron en las ficciones populares de la época, en las que el virus animado adoptó una variedad de formas, entre ellas, como argumenta Kirsten Ostherr, el alien invasor de la ciencia ficción de la década de 1950. Los duplicados de personas surgidos de vainas alienígenas de la novela de Jack Finney The Body Snatchers (Los invasores de cuerpos) tuvieron una influencia especialmente fuerte en la imaginación popular, y ejemplificaron el tipo de historia de horror epidemiológico que vendría a dotar a la narrativa del brote de las convenciones del horror. Las numerosas versiones de la historia de Finney demuestran su evolución según las cambiantes teorías científicas y las preocupaciones sociales, desde sus encarnaciones novelísticas y cinematográficas en la cultura de la paranoia de la década de 1950 hasta su animación en la película de 1978, que misteriosamente pronostica los primeros años de la epidemia del VIH/sida, que llamaría la atención del público sólo unos años después de su lanzamiento.
El atenuamiento de la Guerra Fría y el optimismo precipitado por la desaparición de las pandemias de enfermedades transmisibles habían convertido a las personas nacidas en vainas en algo anacrónico y ridículo en 1978, pero sus herederos resurgirían para vengarse tras la identificación del VIH y el fracaso de esfuerzos por contenerlo. El VIH/sida llevó la idea de las infecciones emergentes a la conciencia pública. La devastadora epidemia tuvo todas las características de una narración de brote, excepto una: no pudo ser contenida. Seguramente es la epidemia más documentada de todos los tiempos, pero no se puede incorporar directamente a las dimensiones míticas de las narrativas de brotes de enfermedades transmisibles. Sin embargo, indirectamente, la epidemia del VIH/sida es una presencia influyente en esas narraciones en sus muchas manifestaciones, y los siniestros virus encarnados en el Paciente Cero, esa figura científica, periodística y ficcional, están entre sus legados. Estas figuras nos recuerdan a la gente nacida en vainas de la década de 1950, en tanto anunciaban a los bioterroristas de la ficción y el cine contemporáneo. Para conocer la evolución de estos personajes y las narrativas que los presentan es fundamental comprender el atractivo y las consecuencias de las historias sobre brotes de enfermedades y emergencias sanitarias. La narrativa del brote es convencional y se vale de fórmulas, pero también está en constante evolución. Las historias de aparición de enfermedades, en todas sus encarnaciones, son poderosas porque son tan dinámicas como las poblaciones y las comunidades a las que afectan.