Atilio se rascó un ojo mientras iba a abrir la puerta, todavía creyendo que estaba dentro del sueño (no recordaba cuál) que había tenido durante la preciosa siesta que había estado durmiendo. Obligándose a prestar atención, abrió la puerta. Se encontró con dos policías uniformados que lo miraban con cara seria y espabiló enseguida. Alguien se tenía que haber muerto y no podía ser que él, adivino de profesión, no lo hubiera sabido antes.
—Buenas tardes, señor. ¿Se encuentra Atilio Rodríguez? —preguntó uno de los policías, al que era la primera vez que veía por la zona.
—Sí, soy yo. ¿Qué pasó, oficial?
—¿Podemos pasar? Tenemos que hablar con usted.
Pucha.
—Claro, pasen.
Atilio respiró hondo y trató de comunicarse con sus espíritus, pero sólo le hablaban de siesta. Debían de estar enojados. Más preocupado por el golpe al ego que por la mala noticia que seguramente le estaban por transmitir, espetó:
—Díganmelo ya. ¿Quién se murió?
Los policías cruzaron miradas.
—Nadie —dijo el primero.
—Estamos acá porque hemos recibido algunos comentarios y queríamos aclararlos antes de que haya problemas, ¿vio? —dijo el segundo—. Este es un pueblo chico y nos conocemos todos.
Atilio sintió el alivio de su reputación profesional intacta. Que se le escapara una muerte cercana era raro; de los rumores, sus espíritus nunca le decían nada.
—¿Comentarios? ¿Como qué?
—Hay un par de personas. Clientes suyos, bah. Un par de clientes que, bueno, están involucrados en algo y lo nombraron. Dicen que las lecturas que usted hace son un poco… controversiales, digamos. Reñidas con la ley, quizás.
—¿Reñidas con la ley? —repitió Atilio. Si estaba al borde de la cárcel y los espíritus no le habían dicho nada, se iba a enojar en serio—. No entiendo qué puedo haberle dicho a nadie que sea algo ilegal —continuó, a sabiendas de que cuando estaba en trance, en medio de una lectura, no siempre recordaba lo que estaba transmitiendo.
—Bueno... no, sí. No es que usted personalmente esté denunciado, por eso estamos acá. Para charlar como vecinos —lo tranquilizó el primer policía, colocándose de forma que quedara disimulado el escudo de la camisa—. Pero entenderá que queremos saber qué pasó, por si las personas que pretenden involucrarlo tienen razón. Para que tenga cuidado nomás, porque le puede traer problemas.
—¿Quién me quiere involucrar en algo? ¿Qué fue lo que pasó?
—Mire, no le podemos decir quiénes, porque la denuncia todavía se está terminando de investigar. Igual usted ya debe de saber, seguramente.
Atilio se asombró de que le estuvieran reconociendo sus dotes de adivino, pero el policía continuó:
—Como ya dije, este pueblo es chico y acá todos sabemos todo.
Atilio se esforzó por esconder el nuevo golpe al ego.
—Hay algunas personas que están siendo investigadas por zoofilia y lo nombraron a usted. Dicen que usted los instigó —informó el segundo oficial.
—¿Zoofilia? Ni siquiera sabía que eso era un delito.
—Sí. Lo metieron en la última ley de presupuesto.
—¿Y dicen que yo estoy cometiendo instigación a la zoofilia?
—Por ahora eso no es un delito, señor Rodríguez. Por eso sólo estamos conversando.
—No entiendo cómo puedo estar metido en esto. ¿Qué dice esta gente? ¿Que viene a leerse el futuro conmigo y yo les digo que tienen que salir a voltearse chanchos? Yo no puedo creer —gritó Atilio, agitado.
—Bueno, con calma, por favor, Rodríguez —indicó el primer oficial—. No son chanchos.
—Lo que sea, chanchos, vacas, caballos, es lo mismo, ¡era un ejemplo! ¿Cómo voy a andar instigando a la gente a cometer zoofilia? No sé ni cómo defenderme más allá de decir lo absurdo que me parece todo esto. ¿Me puede dar algún dato, aunque sea, a ver si encuentro dónde estuvo el malentendido? Porque otra cosa que un malentendido no puede ser.
—Eh... de acuerdo, pero usted no lo supo por mí. La situación involucra a animales de la granja de Sánchez. Ahí a la entrada, a medio kilómetro por la ruta.
Atilio se quedó pensando.
—¿Ese que se instaló hace poco, donde era el campo del Tano Borelli? ¿El que puso un criadero de... animales poco comunes para nosotros?
—Ese mismo.
Atilio se paró, decidido, y abrió la puerta.
—Gracias, oficiales. Pueden irse. Pierdan cuidado: voy a dejar de decirles a mis clientes que, en el amor, el futuro les depara un encuentro con una vieja llama.