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Ilustración: Nicolás Peruzzo

El misterio Dylan

20 minutos de lectura
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La vida y la obra de Bob Dylan alientan torrentes de interpretaciones y legiones de intérpretes. El cumpleaños 80 más uno del cantautor estadounidense es la excusa para que Tabaré Couto ponga en orden sus reflexiones sobre el mito viviente.

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Cuando baje a mi tumba
déjenme morir de pie.
“Let Me Die in My Footsteps”

Un año Dylan es una medida de tiempo atípica. Líquida. Que no se rige por parámetros relacionados con la realidad sino con fenómenos que podemos creer ciertos, pero la mayoría de las veces son inventados. Un año Dylan es un conjunto de movimientos y acontecimientos impredecibles o repetitivos, juegos de espejos y superposiciones en loop constantes de metamensajes obvios o incomprensibles que afectan a quienes intentamos interpretarlos. Por ejemplo, yo debía celebrar los 80 años de Dylan escribiendo estas líneas en mayo del año pasado y, como están comprobando, he acabado convirtiéndolas en una experiencia desfasada en el tiempo normal. No fue mi culpa, se los aseguro. Fue el influjo de la dimensión desconocida de un año Dylan. Fue su responsabilidad.

Además, hubiese sido muy poco dylaniano celebrar su aniversario el mismo día o mes de su nacimiento. Incluso, podrían estar leyendo esto en primavera, en Navidad o como una lectura veraniega. Ni siquiera Dylan festejó ostentosamente sus 80, o al menos eso creímos, creemos o debemos creer por ahora, hasta que la historia oficial dylaniana lo certifique de alguna manera.

Al ceder un poco de terreno la pandemia, por ejemplo, el hombre saltó nuevamente a la carretera como si ningún virus hubiese azotado el mundo, y recientemente anunció un libro que, por supuesto, no es el segundo volumen de su Crónicas, sino un trabajo que vaya a saber uno cuándo amaneció en su mente. Definitivamente, interpretaciones sobre la historia oficial de Dylan hay muchas. Demasiadas. Algunas escritas desde una mirada actual o con un afán y una obsesión por el detalle tan irritantes en que nadie, sin embargo, logra superar al propio Dylan. ¿O alguien realmente puede entender por qué Dylan registró tan meticulosamente cada canción de cada show que ha ofrecido en su vida para que 50 años después, cuando inventaran internet, pudiera subir esa información a su web oficial? ¿Por qué lo hizo? ¿Lo hizo él? ¿Qué mirada tenía desde ese momento sobre sí mismo para llevar a cabo aquello?

Un año Dylan es, en resumidas cuentas, una unidad de tiempo amorfa, interminable, como la gira que solamente logró frenar la pandemia, ese obligado encierro pandémico que empujó —suponemos— a Dylan a lanzar un disco con olor a despedida o testamento para luego encerrase en su estudio a forjar metales o desarrollar sus habilidades de carpintería, afinar la selección de una nueva entrega de sus Bootleg Series (que tal vez ya tenía programada hace 15 años, años Dylan o no, quién sabe), ofrecer un show de streaming en blanco y negro desde un ficticio local rodeado de personajes ficticios y con un sonido en vivo ficticio o salir a tomar un café luciendo un misterioso anillo en Santa Mónica —disparando un sinfín de explicaciones sobre la argolla— frente a los paparazzi de turno.

Un año Dylan incluso puede ser simplemente eso: una fotografía absurda en medio de una industria musical regida por otros parámetros y en la que cada día se lo escucha menos. Un camino sin retorno a convertirse en carne de box set desde hace rato y de obituario en breve. O puede ser una sobredosis de todas sus canciones superpuestas. Un himno de la cultura pop al servicio de la venta de su whisky. Un clásico inspirando un cómic como Watchmen. Una melodía lejana cerrando un memorable capítulo de Mad Men.

De todos los Dylan que inventó Zimmerman creemos entender cada día más, pero probablemente sabemos cada vez menos. Porque Dylan es un rompecabezas imposible de completar, al que siempre le falta una pieza que estamos condenados a no encontrar jamás. Así que cada uno junta las piezas que puede y arma los Dylan que tiene a su alcance o se imagina. Y, para colmo, para nuestros dylaniano orgullo herido y desconsolado dolor, Dylan ni se entera ni le importa.

En 1941 nació Robert Zimmerman y eso permitió que Bob Dylan cumpliera 80 años hace un año. Hace más de 60 años, en noviembre de 1961, ese Bob veinteañero grabó su primer disco. Hoy, aquí y ahora, junté algunas piezas de mi Dylan personal —¿real o imaginario? — en su año (más uno). Sea lo que sea que signifique un año Dylan. Sea lo que sea que signifique Dylan.

Un viejo mundo extraño (que no deja de avanzar): Nueva York, enero de 1961

Aquel invierno de 1961 fue especialmente cruel. Bob aún no había cumplido 20 años y sus primeros meses en Nueva York fueron sumamente agitados, con un epicentro claro y preciso: el Greenwich Village. De hecho, la primera noche en el Greenwich, el 24 de enero de aquel año, se apareció en el Café Wha?, el recinto de la esquina de las calles MacDougal y Minetta Lane, para disfrutar una noche hootenanny, el nombre por el cual se conocían aquellas sesiones abiertas y muy democráticas de música folk en las que cualquiera podía subir al escenario y cantar. Woody Guthrie había popularizado el término. Unos pocos días más tarde, Bob se trasladaba a Queens para conocer a Guthrie en persona. El maestro no estaba en la casa y su hija, inicialmente, no le permitió la entrada. Afectado por la enfermedad de Huntington, Guthrie permanecía más tiempo en el hospital de la Veterans Health Administration de la ciudad que en su propia residencia personal. Aquel día, Dylan insistió en saber dónde se encontraba su ídolo hasta que Arlo, su otro hijo, le comentó que en ese momento era imposible y le permitió que cinco días más tarde, en la casa de unos amigos del mito del folk ubicada en East Orange, Nueva Jersey, donde cada domingo Guthrie pasaba el día, finalmente Bob conociera a su héroe. En aquellos días y desde ese momento no existía persona a la que Bob no le contara que había hablado con Guthrie, intercambiado ideas y hasta cantado para su mayor inspirador. Incluso llevaba una carta de Guthrie en su bolsillo que mostraba a aquellos que deseaba impresionar. En la carta, Guthrie escribió: “Aún no he muerto”.

Casi al caer el telón de ese año, el 21 y el 22 de noviembre, Bob ingresaba en el estudio A de Columbia de Manhattan para grabar su primer disco con la producción de John Hammond. Fueron 13 canciones. La sesión costó 402 dólares. Allí sonaba una gema delicada y acústica de una manera profundamente sensible y prístina:

¡Ey, Woody Guthrie! Te he escrito una canción sobre un viejo mundo extraño que no deja de avanzar, que parece enfermo y está hambriento, cansado, hecho jirones, que parece morir y apenas ha nacido.

La canción la había escrito en cinco minutos, aquel invierno, tras una vista a East Orange, en el drugstore de la calle 8. Tenía 19 años.

Misión imposible: 1962-2021

Para hacer esta nota estuve varias semanas seleccionando temas y llegué a una apretada lista de 211 canciones sobre un universo de más de 500. Preliminarmente escogí diez álbumes para destacar sobre una cantidad de discos que no terminan nunca de aparecer. Cincuenta versiones de una misma canción que no se logra completar de manera definitiva. Y llegué a la conclusión de que nadie puede recomendar genéricamente a un solo Dylan para acercarse a una obra de tantos matices y con tantos ángulos de aproximación posibles. Porque su obra no es una sola, sino varias.

En el discurso pregrabado que envió como pretexto poético para que finalmente le pagaran el Premio Nobel de Literatura, destacó tres libros que le marcaron su vida: Moby DickSin novedad en el frente y La Odisea. Sobe la obra de Herman Melville dijo: “Sólo vemos la superficie de las cosas. Podemos interpretar lo que subyace en cualquier forma que creamos conveniente. Los tripulantes caminan por la cubierta atentos a las sirenas, y tiburones y buitres siguen la nave. Leyendo cráneos y rostros como se lee un libro”, dijo. Y remató: “Aquí hay un rostro. Lo pondré delante de ustedes. Léanlo si pueden”. Eso sucede con sus canciones y sus discos. Escúchenlas si pueden. Están delante de ustedes.

Río de Janeiro, 1990

El 25 de enero de 1990, vestido de cowboy, con un pesado abrigo azul oscuro de mangas largas y bordados dorados, Dylan atraviesa una brisa húmeda y espesa que sobrevuela los 30 grados. Está debutando en Sudamérica haciéndole el honor al lugar que lo acoge: la Praça da Apoteose, la Plaza de la Apoteosis, ahí cerca de la favela del Morro da Mineira, donde se desarrolla la oficialidad del carnaval carioca. El hecho sitúa en el mapa de la historia del rock el fugaz festival que lleva el nombre de una marca de cigarrillos: Hollywood Rock. La conjunción de datos resulta (casi) surrealista: Dylan atacando el comienzo del show con “Subterranean Homesick Blues”, en un evento llamado Hollywood pero que se desarrolla en Río de Janeiro, con un público que pagó entradas caras para ver a estrellas pop como Bon Jovi y Eurythmics, a metros de una favela, con más de 35 grados pero vestido como para combatir las heladas de Duluth, Minnesota.

Más allá del impacto de ver por primera vez en vivo al mito, fue una velada en la que el caballero se mostró simpático y particularmente comunicativo, desplegando en versiones relativamente respetuosas de sus originales más de 20 canciones, incluidos tres bises soberbios, como “Like a Rolling Stone, “Forever Young” y una luminosa “Rainy Day Women #12 & 35”.

Cara a cara: Montevideo, 1991

Estaba escondido en un equipo deportivo con capucha. Bob Dylan se sentó frente a mí en el lobby del viejo hotel Victoria Plaza, en unos sillones cercanos al ascensor principal. Llevaba un paraguas. Nos miramos en silencio. Me impresionaron sus profundos ojos claros. No pude reaccionar. No pude hablarle. No hay fotos. Obvio, no existían los celulares. Tampoco me hubiera atrevido a pedirle una. Sólo recuerdo esa mirada, ese instante que me heló. Y su equipo deportivo muy usado.

Era la noche del domingo 11 de agosto de 1991. Dylan había cruzado el Río de la Plata de Buenos Aires a Colonia y viajado hasta Montevideo para actuar al día siguiente por primera vez en nuestro país en el Cilindro Municipal. Eduardo Darnauchans, que abriría la histórica cita, estuvo aguardando junto a sus amigos, pero se había retirado del hotel unos minutos antes, cansado de esperar. Dylan, sentado frente a mí, esperaba a sus hijos, Anna y Jakob. Cuando se le acercaron, mirando de reojo se puso de pie y se fue a su habitación, la 410.

Telonero: Buenos Aires, 1998

El 4 de abril de 1998, Bob canta en Buenos Aires como telonero de los Rolling Stones. Abre con “Maggie’s Farm” y aquellos versos que dicen “It’s a shame the way she makes me scrub the floor” (“Es una vergüenza cómo ella me hace fregar el suelo”) parecieron alcanzar un significado oculto e irónico ante el entorno. Toca sólo 11 canciones. Las set lists de los shows de Dylan siempre son insuficientes, aunque finalicen con un endemoniada revisión de “Highway 61 Revisited”, en la que desgranó sus versos con vehemencia sobre una base rítmica demoledora, impenetrable y levemente acelerada.

Más de una hora después, y en el ecuador del set de los Stones, tras la elasticidad funky de “Miss You”, Jagger presentó a su invitado especial y tras un palmoteo de compromiso y respeto casi protocolar Dylan y los Rolling Stones se aprestaron a desarrollar casi seis minutos fabulosos en la historia del rock, extrañamente situados en el Río de la Plata. Fue una versión de “Like a Rolling Stone” tan desprolija como robusta, tan salpicada de errores como de una carga emocional inigualable. Al comienzo, Richards y Wood parecían disfrutar el momento, mientras Bob continuaba en la suya y Jagger bailaba y animaba tratando de cubrir con disimulo y exageración los errores de su invitado. Lo miraba de reojo, le sonría, le aceptaba el juego sin dejar de cumplir su función de amalgama ideal para que las piezas encajasen con un mínimo de decencia. Entonces, Dylan dio un par de pasos hacia atrás y se situó entre Wood y Richards. Transcurrieron unos segundos y desde las profundidades, Dylan emergió soplando su armónica de manera soberbia, como si fuera el alma en pena de Little Walter, un fantasma atrapado entre Marksville y Chicago, viajando entre Luisiana e Illinois en busca de redención, un espectro que acaba de caer en una parte del universo que desconocía. Todo un rolling stone desesperado que no encontraba el camino de regreso a casa.

Al acabar, ambos regresaron a los micrófonos. Mick arrastró a Bob a su mundo —que en realidad es el universo de Dylan revisitado— y hasta le arrancó una sonrisa cómplice al hombre de Duluth, que, si había estado tenso, ausente o nada de eso y aún más, ahora se mostraba casi gozoso y a gusto. Entonces, el errante de Minnesota le arrojó una mirada cómplice mezcla de rendición, respeto y cariño: “está bien, ganaste”, pareció decirle.

Soplando un vals: Los Angeles, 2016

Hechizado por una banda en penumbras comandada por un vaquero septuagenario que homenajeaba a Frank Sinatra ahogada en blues o inspirada en la Biblia, me conmuevo con una versión que transforma casi en un vals a “Blowin’ in the Wind”. Otra vez me hace sentir que no todo está perdido. O sí, pero no importa tanto.

Un premio nobel

Vargas Llosa está indignado porque le han otorgado el Premio Nobel de Literatura a Bob, lo cual me parece una muy buena señal. Puedo soportar que Dylan toque “Knockin’ on Heaven’s Door” ante el papa (uno debe ser precavido), pero no sé si me agradaría ver a Vargas Llosa cantando “Love Minus Zero/No Limit”.

Estoy en medio de un atardecer plagado de tonalidades violáceas que se quiebra en el desierto, cuando Dylan vuelve a llamarse al silencio salvo a través de sus canciones. La luna aparece provocativa y seductora y deja ver su escote mientras suena “It’s All over Now, Baby Blue”. Bob roba unos versos a la Biblia: “Forget the dead you’ve left, they will not follow you” (“Olvida a los muertos que has dejado, no te seguirán”). En “Simple Twist of Fate”, la música atraviesa el aura mística que rodea ese entorno. “Desolation Row” se transforma, contra su propio discurso surrealista y el alma de su poesía, en una pieza que a ratos irradia luminosidad y juguetea rítmicamente al piano. Dylan no canta. Vive. Y muere. Y renace en cada estrofa.

La pandemia

“Ballad of a Thin Man” aparece trágica y densa, se acomoda el traje oscuro y pesado de un blues rasposo para llevarnos al borde de los bordes de nuestros sentimientos más oscuros y tristes, esos que incitan a nuestro cerebro a descargar preguntas que nunca tienen respuestas fáciles, espejos en los que no nos queremos mirar. Y pienso, al ver a Bob abandonar el escenario sin despedirse, que si Dylan no ha podido responder esas preguntas aún por qué debería hacerlo yo, un mortal tan ordinario. Y me siento aliviado, casi feliz. Al menos viviendo un instante de felicidad.

Por esos días que hoy parecen tan lejanos, Bob viajaba de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, y a su paso nos dejaba una fotografía del pasado proyectada en el presente sin intención de mostrarse eternamente joven ni actual ni vigente ni nada. El hombre sólo estaba vivo y tocando, para él y para los demás. Ya está. El resto es la vida. Y cada uno la vivía como podía mientras Dylan seguía en su viaje hacia ningún lugar. En su gira interminable. En la travesía de una vida que, aunque termine, nunca dejará de respirar. Porque sus canciones ya no le pertenecen. Porque su poesía ya no es propia. Porque los telones de las ciudades por donde lo vimos pasar cambiaron su fisonomía, deconstruyeron su particular horizonte para siempre y ante el paso de su música. Y un día llegó una pandemia y Dylan, como todos, dejó de tocar.

Caminos rudos y ruidosos

El 15 de junio de 2020, cuando acumulábamos muertos y contagios por la pandemia, Dylan dio su última entrevista conocida a Douglas Brinkley. Estaba apoyando su sorpresivo nuevo álbum, el lúgubre y al mismo tiempo inquietante y, ¿por qué no?, inspirador y esclarecedor trabajo Rough and Rowdy Ways. Su primer single fue la larguísima “Murder Most Foul”, un repaso al siglo pasado transformado en una quilométrica poesía hecha canción. “Para mí no es nostalgia”, dijo. “No creo que sea una idealización del pasado ni algún tipo de celebración de un momento desvanecido. A mí me habla del presente. Siempre fue así, sobre todo cuando estaba escribiendo la letra de ‘I Contain Multitudes’”.

—¿Pensás a menudo en la mortalidad? —le preguntó Brinkley.

—Pienso en la muerte de la raza humana, en el largo y extraño trayecto del simio desnudo. No es por ser delicado al respecto, pero la vida de todos es pasajera.

Y más adelante volvió a hablar del espíritu, los huesos, la carne y los fantasmas de sus canciones: “La letra es lo verdadero, lo tangible; no son metáforas. Las canciones parecen conocerse y saben que puedo cantarlas, vocalmente y rítmicamente. Casi se escriben solas y cuentan conmigo para cantarlas”.

Reino de las sombras: julio de 2021

Bob hizo el primer disco doble y un single de más de cinco minutos. Se electrificó cuando todos lo veneraban desenchufado. Se puso surrealista cuando todos esperaban sus sermones de protesta envueltos en poesía rebelde. Y cuando el mundo empezó a girar fuera de los vinilos y los casetes, se lanzó a transportarse en otros soportes: un CD y ediciones conceptuales, como sus Bootleg Series, en todos los formatos habidos y por haber hasta llegar a inundar el mundo digital con una web actualizada hasta el más mínimo detalle sobre su vida y obra. Aun se dio el tiempo para vender su archivo personal para la creación de un museo que digitalizara, preservara y ofreciera al mundo con meticuloso orden tras una fiel y delicada curatoría su obra.

El viejo zorro nunca ha sido lejano a la tecnología y aunque haga uso de esta con certeza y sin pudor, no dudó en su última entrevista en mostrarse preocupado por el avance desbocado de las redes y sus variantes: “Nos vuelve vulnerables a todos”, dijo. “Pero los jóvenes no piensan así. Eso no les importa. Las telecomunicaciones y la tecnología avanzada forman parte del mundo en el que nacieron. Nuestro mundo ya es obsoleto”.

Desde su obsolescencia, entonces, observa a los jóvenes y a sus cogeneracionales sin piedad: “Hay muchas razones para mostrarse aprehensivo al respecto. Definitivamente hay mucha más ansiedad y nervios que antes. Pero eso sólo aplica a las personas de cierta edad, como tú y como yo. Solemos vivir en el pasado, pero esos sólo somos nosotros. Los jóvenes no tienen esa tendencia. No tienen pasado, así que todo lo que saben es lo que ven y escuchan, y se creen cualquier cosa. En 20 o 30 años, todos estarán en la delantera. Cuando veas a alguien que tiene diez años, sabrás que tendrá el control en 20 o 30 años, y no tendrá idea del mundo que conocimos nosotros. Los jóvenes adolescentes de ahora no tienen pasado que recordar, así que quizá lo mejor es adoptar esa mentalidad en cuanto podamos, porque así será la realidad”.

Dicho esto, el 18 de julio de 2021, y en una pantalla con una cuenta regresiva y un chat que ardía, Dylan se vistió de millennial tecnologizado y utilizó las redes para vender millones de entradas a 25 dólares cada una para ofrecernos 50 minutos de su único show en directo y streaming, titulado Shadow Kingdom: The Early Songs of Bob Dylan, el primer “evento” en vivo de Bob desde su última actuación en directo real, el 8 de diciembre de 2019.

“Básicamente tocás lo mismo una y otra vez de la manera más perfecta que puedas”, había dicho meses atrás, y lo que allí vimos fue una prueba fehaciente de aquello: una serie de minicuadros, viñetas en blanco y negro, videoclips registrados con un playback bastante decoroso, en un ficticio club de Marsella llamado Bon Bon Club, con una audiencia que fumaba y bebía sin remordimientos y con un Bob anciano pero transportado a algún lugar en el tiempo entre los 40 y los 50. Y con un playback que se soportó gracias a que el audio original era tan maravilloso e inédito que cautivó desde los primeros segundos.

Grabado especialmente para la ocasión, con una banda enmascarada —el único detalle que nos trasladaba a la realidad pandémica que se respiraba metros afuera de ese estudio de Santa Mónica—, el set estuvo compuesto por versiones memorables y sobre todo muy, pero muy bien cantadas. Con una voz evidentemente descansada y alejada tanto tiempo de la Gira interminable, Dylan jugueteó con su garganta como hacía tiempo no lograba hacerlo. “Tombstone Blues” apareció ralentizada casi en un recitado; “Queen Jane Approximately” se desarmó susurrada de pie, apoyada en un contrabajo sutil, su armónica, guitarras eléctricas y acústicas y un acordeón bellísimo; rarezas que no escuchábamos hacía tanto tiempo “en vivo”, como “When I Paint My Masterpiece”, “Watching the River Flow”, “Pledging My Time” y “What Was It You Wanted”, entre otras, cobraron dimensiones juguetonas, intimas, provocadoras o se recostaron en interpretaciones raposas, momentos oscuros y al borde del colapso del crooner loser o de la pose desafiante del viejo rockero quebradizo camuflado tras ese saco blanco y esas mujeres a su costado en “I’ll Be Your Baby Tonight”. Hay que tener personalidad para parase así frente a millones de personas en cualquier parte del mundo. Algo a lo que está acostumbrado a hacer desde hace 60 años.

Filosofía de la canción moderna: 2022

El martes 2 de noviembre de 2021, Dyan dejó atrás la pandemia y se presentó en el Riverside Theatre de Milwaukee para retomar su Gira interminable. Anunció un regreso “mundial” que se presume continuará al menos hasta 2024. En su primera noche en vivo tras dos años de silencio, cargó el repertorio hacia su último trabajo y lo matizó con clásicos como “Simple Twist of Fate” o “It Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry”. Presentó a dos nuevos integrantes en su banda y, vaya sorpresa, se dirigió a la audiencia al dedicarle el show a Les Paul: “Sabemos que era de aquí y queremos honrarlo esta noche con este espectáculo”. Tras esa velada, se puso al día con otros 20 shows en poco más de un mes.

Mientras se encuentra de gira, los rumores sobre un posible nuevo lanzamiento en el marco de sus Bootleg Series apuntan a un trabajo dedicado al vigésimo quinto aniversario del álbum Time Out of Mind. Sin embargo, la sorpresa llegó con el anuncio de un libro de ensayos para el 8 de noviembre: The Philosophy of Modern Song. “La publicación del brillante caleidoscopio de trabajo de Bob Dylan va a ser una celebración internacional de canciones de los mejores artistas de nuestro tiempo”, avisaron pomposamente desde la editorial. Dylan se encargará, aparentemente, de brindar su punto de vista sobre las obras de artistas como Stephen Foster, Elvis Costello, Nina Simone y Hank Williams en cerca de 60 ensayos y reflexiones personales. Si en 2004 se llevó los aplausos con su Chronicles: Volume 1 (nunca supimos qué sucedió con el volumen 2), ahora el único antecedente que poseemos es la portada de un libro que, dicen, empezó a construir hace 12 años, en la que aparecen sonrientes Little Richard, Alis Lesley y Eddie Cochran. Puro Dylan.

La carta

Cuando estaba a punto de cerrar este artículo, Bob accedió —gentilmente— a enviarme una carta personal, pero que —admitió en un mensaje privado que debo omitir— no sólo estaba dirigida a mi persona, sino que autorizaba a hacerla extensiva a quien quisiera leerla en cualquier espacio y tiempo de cualquier año Dylan y en hasta ese momento impreciso y difuso en el tiempo en que estas líneas alcanzaran a sobrevivir. Ahí va.

La gente está loca y los tiempos son extraños. Estoy fuera de rango. Antes me preocupaba, pero las cosas han cambiado. Estoy en la ciudad equivocada, con mucha agua bajo el puente.

Vivo en el extranjero, pero acabaré cruzando la frontera. No terminaré bajo tierra porque alguien me diga que la muerte se acerca. Y no me dejaré morir sin más. Sólo estoy pasando por aquí. Se ha trazado la línea y la suerte está echada. Sé que llevo mucho tiempo lejos. Negocié mi salvación y me dieron una dosis mortal. Pero no es el partir lo que me duele, sino el amor que va a quedar atrás. Hay tanto amor en mí como puedas soportar.

La vida es triste. La vida es una ruina.

Me iré otra vez antes de que empiece la lluvia. Penetraré en las tinieblas de un bosque insondable donde es mucha la gente y no hay nada en sus manos. De nada sirve parar y preguntarse por qué. De todas formas, da igual: el lento de ahora será luego veloz. Al igual que el presente será un día pasado. Toda la verdad en el mundo se suma a una gran mentira. ¿Cómo se siente estar por tu propia cuenta sin dirección a casa? Algo está ocurriendo y ya no sabés qué es. Nunca te diste vuelta para ver los ceños fruncidos de los malabaristas y los payasos que hicieron sus trucos para vos. Nunca comprendiste que eso no estaba bien. La página de la tentación sale volando por la puerta y estás en guerra.

Soy del montón, incluso ordinario. Soy el hermano y el hijo de cualquiera. No me distingo de nadie, usaba las ideas como mapas, pero entonces ya era más viejo y ahora soy mucho más joven. No soy el hombre que necesitás: me arrebatan los sentidos, tengo las manos agarrotadas y los dedos de los pies yertos para el camino. Pero puedo ir donde sea, estoy dispuesto a esforzarme. Dejá que olvide el hoy hasta mañana.

En un mundo con ojos de acero asesino y hombres que luchan por un poco de calor, ella dijo: pasá, te daré cobijo en la tormenta.

La belleza está en el filo de una navaja. Un día será mía. Pero si vieran los sueños que yo pienso me llevarían de cabeza a la guillotina. No pasa nada, es la vida y nada más. La emoción no tiene precio, tanto si muero en la cima del monte como si no lo consigo. Cuando me preguntaste qué tal me iba, ¿me estabas tomando el pelo? Ya no encajo. Siempre estuve solo. Lo único que sabía hacer era seguir adelante como un pájaro que vuela, enredado en la tristeza. Sí, creo que es hora de dejarlo. Ya no me sirve de nada. Creo que estoy llamando a las puertas del cielo. Ya no puedo disparar más, sobre mí desciende ya la gran nube negra. Llevo una carga que a veces no puedo soportar. No hay vuelta atrás cuando el pie del orgullo tropieza: otra taza de café para el camino, una más antes de irme al fondo del valle. En las sombras de un cielo hueco, recordá que la muerte no es el final. Sé que parezco moverme, pero sigo quieto. Aquí nací y aquí moriré contra mi voluntad. Aún no ha oscurecido, pero ya falta menos. “Tiene que haber un escape”, dijo el bufón al ladrón. Y Dios dijo: “La próxima vez que me veas, más vale que salgas corriendo”.

La gente me dice que es pecado saber y sentir demasiado. Un simple vuelco del destino. Vivimos en un mundo político y el saber acaba entre rejas, la vida está en los espejos. Vivimos en un mundo político donde el coraje es cosa del pasado. Vivimos en un mundo político bajo un microscopio y te podés ahorcar: donde quieras que vayas nunca te faltará una soga.

Normalmente tengo la cabeza en su sitio, tengo fuerza para no odiar, pero todo está roto. Tengo los nervios embotados y ausentes. Ni siquiera recuerdo de qué estaba huyendo. Ni siquiera oigo el murmullo de un reno. Sólo pensaba en una serie de sueños y que a ningún sitio puedo regresar. He deambulado en medio de la nada, intentando llegar al cielo antes de que lo cierren. Si todo es tan hueco como parece, cuando creés que has perdido todo, descubrís que podés perder un poco más. A veces es pura idiotez quedar a merced del viento: es ahora o nunca, más que nunca. Es un largo camino, una vía larga y estrecha. Si no logro subir hasta vos, algún día tendrás que bajar hasta mí.

Que el tiempo te haga justo y que puedas ver la verdad y la luz en torno a vos. Que tus manos no descansen, que tus pies nunca desmayen. Que tu canción siempre sea cantada. Que permanezcas siempre joven.

Pinto paisajes y pinto desnudos. Voy directo al borde y al final. Voy justo donde todas las cosas perdidas se arreglan de nuevo. No tengo disculpas que pedir, soy un hombre de contradicciones. Soy un hombre de muchos estados de ánimo.

Contengo multitudes.

Saludos.

Bob

Banda sonora

Desordenadamente (o no, ya no es mi problema): “Things Have Changed”, “The Times They Are A-Changin’”, “A Hard Rain’s A Gonna Fall”, “Shelter from the Storm”, “Walkin’ Down the Line”, “Farewell”, “Like a Rolling Stone”, “Ballad of a Thin Man”, “I Shall Be Free No.10”, “It Ain’t Me, Baby”, “Mr. Tambourine Man”, “Just Like a Woman”, “Desolation Row”, “It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)”, “It Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry”, “All Along the Watchtower”, “Highway 61 Revisited”, “Knockin’ on Heaven’s Door”, “Tangled Up In Blue”, “Simple Twist of Fate”, “Foot of Pride”, “One More Cup of Coffee”, “Death Is Not the End”, “Political World”, “Everything is Broken”, “Most of the Time”, “Serie of Dreams”, “Tryin’ to Get to Heaven”, “Standing in the Doorway”, “Floater”, “Narrow Way”, “Forever Young”, “I Contain Multitudes”.

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