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Ellos miran. Reflexiones sobre la cuestión animal

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Aunque hemos jugado a ignorarlo, cada vez es más difícil soslayar algo que rompe los ojos: abusamos de los animales en las más diversas formas, despojándolos de su naturaleza incluso cuando, por ternura o genuina empatía, los asimilamos a personitas menos hábiles pero encantadoras, merecedoras de pasear con capita y collar y ser protagonistas de reels, fotos y exhibiciones. Hay otras criaturas, en cambio, que deben ser eliminadas sin piedad ni cuestionamientos. En el medio, infinitas formas de cosificación, uso y curiosidad.

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Jorge Fierro, licenciado en Filosofía por la Universidad de la República, periodista ocasional, autor de la novela Mal aliento (Pez en el Hielo, 2021), ha dedicado sus esfuerzos intelectuales a la cuestión animal y ha sido colaborador y referencia de la diaria y Lento en esta materia.

El texto que dejamos a continuación es el primer capítulo de su ensayo Ellos miran. Reflexiones sobre la cuestión animal, publicado recientemente por Estuario, y su título es “La concepción heredada de los animales. Una cuestión de miradas”.

¿Podemos decir que el animal nos mira?
¿Qué animal? El otro.
Jacques Derrida

En ningún rincón de un zoo podrá el visitante encontrarse con la mirada de un animal. A lo sumo, la mirada del animal se fija un instante y sigue su recorrido. Miran de reojo. Miran a ciegas más allá de las rejas. Repasan mecánicamente lo que tienen delante... Ese cruce de miradas entre el animal y el hombre, que tal vez haya desempeñado un papel crucial en el desarrollo de la sociedad humana, ese cruce de miradas con el que los hombres han convivido hasta hace menos de un siglo, se ha extinguido por completo.
John Berger

Si los mataderos tuvieran paredes de cristal, todos seríamos vegetarianos.
Paul McCartney

Esta mañana me han llevado a dar un paseo en coche por Waltham. Parece una población muy agradable. No he visto horror alguno, ningún laboratorio donde se ensayen nuevos fármacos, ninguna fábrica de productos animales, ningún matadero. Sin embargo, estoy segura de que están ahí. Por fuerza tienen que estar ahí. Simplemente, no se anuncian en público.
Elizabeth Costello en La vida de los animales, de Coetzee

La mayoría de los ciudadanos no son enemigos de los animales, pero sí individuos capaces de poner anteojeras a su vida moral y psíquica.
Corine Pelluchon

Recuerdo haber leído que un inglés que había matado un mono en una cacería en la India, no pudo olvidar la mirada que este le lanzó al morir; y, desde entonces, no volvió a matar un mono.
Schopenhauer

Al parecer el mono inconsciente se electrocutó. El otro, o quizás la otra, lo agarra como puede y lo sacude fuerte. Le golpea el pecho, le golpea la espalda. Esto sucede en una estación de tren, en el video se ven muchísimas personas que miran la escena. Es difícil determinar qué es lo que ven exactamente; me es difícil determinar qué es lo que veo yo. ¿Es un mono intentando salvar a otro? ¿Un mono que no entiende que el otro mono está muerto, que lo mueve con impotencia porque el otro está inmóvil? Lo da contra un muro. Lo tira al agua. Lo vuelve a zarandear. El inmóvil, finalmente, se mueve, el mono muerto revive. El otro, o quizás la otra, le apoya las manos en la espalda y ejerce un poco de presión, no sé si considerarlo un acto médico, un masaje o un gesto de cariño, como un mimo.

El primer video con el que se lanzó YouTube duraba 19 segundos y mostraba a uno de los creadores del sitio —Jawed Karim— viendo a un elefante en un zoológico, admirándolo. Era el año 2005 y se anticipaba una nueva forma de ver y una nueva mirada hacia los animales. Hoy ya son miles los videos, millones las reproducciones. La filósofa de las ciencias Vinciane Despret tiene la hipótesis de que YouTube está produciendo nuevos saberes sobre los demás animales, sobre lo que pueden y sobre lo que nosotros, los humanos, podemos con ellos. Ella sugiere, de hecho, toda una nueva etología al respecto, no como ciencia del comportamiento animal, sino en el sentido etimológico, aquel que recupera el ethos, es decir, “los usos, los modales, los hábitos que ligan seres que comparten, e incluso crean juntos, un mismo nicho ecológico” interespecífico, relacional (Despret, 2018: 213). Esta estampida audiovisual supone una transformación comparable a la acontecida en los años sesenta, cuando emergieron los documentales sobre animales, que tanto fueron modificando la mirada que tenemos sobre ellos, así como las prácticas científicas y los discursos que los involucraban.

¿Por qué miramos tantos videos de animales? Quizás los adjetivos que acompañan esas películas nos den una respuesta. Se trata de animales raros, extraños, increíbles, sorprendentes, asombrosos. Lo que debemos preguntarnos, entonces, es por qué nos asombran esos animales, qué es lo que nos sorprende de ellos y qué implicancias filosóficas y políticas puede tener esa sorpresa.

Sigo viendo. Videos de animales inteligentes: un pájaro tira una polilla en un arroyo, cuando un pez se arrima a comerla el pájaro atrapa al pez, luego repite la operación: la polilla es usada como carnada. Unos felinos atacan a un búfalo pequeño (¿infantil?) y los búfalos adultos lo rescatan en manada. Un zorro escucha a un roedor debajo de la nieve, lo escucha moverse. Toma impulso y pega un salto enorme hacia arriba y hacia adelante, cae de cabeza de manera que se hunde hasta la mitad de su cuerpo. Sale con el roedor en la boca. ¿Calculó el zorro cuánto se iba a mover el roedor para determinar cuánto tenía que saltar y dónde caer? ¿Hizo un cálculo de espacio y tiempo? ¿Un cálculo mental? Para Arthur Schopenhauer los animales tienen entendimiento intuitivo, mas no así abstracto, pero el primero no es nada menor y es lo que les permite conocer los objetos del mundo, aprehender y distinguir causas de efectos. No tienen razón, nos dirá el alemán, pero sí autoconciencia y voluntad, y la razón, que sí poseen los humanos, está al servicio de la voluntad, es decir, subordinada jerárquicamente.

Con algunas preguntas en mi cabeza aparece Apa, la perra con la que vivo. Se arrima, me mira y se echa a un costado. Le chasco los dedos y me mira. No mira mis dedos, de donde emerge el sonido, dirige sus ojos a mis ojos, pero tampoco mira mis ojos: me mira a mí, y yo la miro a ella. “¿Cómo puede un animal mirarnos de frente?”, se pregunta Jaques Derrida. Apa y yo nos miramos, nos miramos de frente. ¿Qué implica decir que un animal me mira, y que él y yo nos miramos? ¿Qué consecuencias tiene para mi idea de los animales y para mi idea de hombre, debo decir —y este error será fundamental—, para mi idea de humano?

Para ver al otro hay que olvidar el color de sus ojos. Una idea atribuida a Emmanuel Lévinas. Recién ahora lo constato, tras ocho años de convivencia: Apa tiene ojos marrones. Evidentemente, si nos miramos mutuamente, podemos decir que más que un yo y un ella, separados como en la mirada zoológica, hay un nosotros. Una primera aproximación a la cuestión animal nos lleva a reconocer en los demás animales una otredad, un otro mundo propio. Recordemos a Montaigne y su gato cuando se preguntaba si era él el que jugaba con el gato o el gato el que jugaba con él. Pero hay más que eso, porque todo juego es compartido, hay, de vuelta, un nosotros interespecífico, un jugar juntos. Es lo que nos transmite Donna Haraway con su noción de especies compañeras, haciendo referencia a que compañero significa compartir el pan (cum panis), pero no debemos pensar esto como un poseedor del pan que tiene el poder de compartirlo con otro, sino que la noción apunta a que el pan es ganado en conjunto.

Una cálida noche francesa Jacques Derrida salió de la ducha, desnudo, y se encontró con la mirada de su gato. Se tapó su sexo, como Adán, por pudor, y luego sintió vergüenza por sentir vergüenza ante la mirada de su mascota. Algo del orden del acontecimiento sucedió esa noche. El asunto de la mirada resume la historia de la filosofía, la divide y la funda. La filosofía, escribieron luego el padre de la deconstrucción, de Descartes a Lacan, pasando por Kant, Heidegger y Lévinas, olvida deliberadamente que el animal puede mirarme, que “tiene su punto de vista sobre mí” (Derrida, 2008: 26).

¿Por qué ese olvido es deliberado?

El uso del punto de vista de los animales como criterio divisorio de la filosofía, y de su historia, establece dos discursos opuestos: los de quienes miraron a los demás animales y los de aquellos que cruzaron miradas con otros animales.

Estarían, en primer lugar, los textos firmados por gente que, sin duda, ha visto, observado, analizado, reflexionado al animal pero que nunca se ha visto vista por el animal; gente que nunca se ha cruzado con la mirada de un animal posada sobre ellos (por no hablar siquiera de su desnudez); aunque se hayan visto vistos un día, furtivamente, por el animal, no lo han tenido en absoluto en cuenta (temática, teórica, filosóficamente); no han podido o querido extraer ninguna consecuencia sistemática del hecho de que un animal pudiese, mirándoles a la cara, verlos, vestidos o desnudos y, en resumen, sin una palabra dirigirse a ellos; no han tenido en absoluto en cuenta el hecho de que lo que denominan “animal” podía mirarlos y dirigirse a ellos desde allá, desde un origen radicalmente distinto (ídem: 29).

Para Derrida este grupo es mayoritario y estaría integrado por todos los filósofos (por ellos y no por ellas, distingue). El segundo grupo de discursos, integrado por aquellos que sí consideran que el animal nos mira, no tendría filósofos de acuerdo al francés. En el correr de su exposición, sin embargo, se mencionan algunos filósofos que integrarían ese grupo, marcando la huella de un discurso diferente: Montaigne y Plotino, y podríamos sumar a Schopenhauer, a Pitágoras y a algún otro.

Negar la mirada del animal no es una negación cualquiera, continúa Derrida. Es lo que nos hace humanos. “Dicha denegación instituye lo propio del hombre, la relación consigo de una humanidad ante todo preocupada y celosa de lo propio”. ¿No han escuchado o leído miles de veces que lo que hace humano al humano es tal o cual cosa, desde la poesía a la política, pasando por las matemáticas y el juego? Tenemos que interpretar el síntoma de esa denegación.

Encuentro en las reflexiones del filósofo francés una sintonía con otro filósofo, estadounidense en este caso, que hizo un aporte fundamental a la historia y la filosofía de las ciencias. Para Norwood Hanson la observación, y se refiere a la que ejercen los científicos, nunca es neutra. Kepler (que considera que la Tierra gira alrededor del sol) y Tycho Brahe (que considera que el sol gira alrededor de la Tierra) miran un amanecer, es decir, llegan a sus ojos exactamente los mismos estímulos visuales, y, sin embargo, no ven lo mismo. La observación, señala Hanson, está cargada de teoría, y ella nos permite tener una experiencia visual, que es algo distinto al fenómeno físico que se produce cuando los fotones pasan por la córnea.

La tradición filosófica clásica y hegemónica tiene una teoría desde la que observa a los animales, una teoría diferente a la de Empédocles, Plotino, Montaigne, Schopenhauer, Derrida, pero también diferente a la de científicos naturales como Linneo y Darwin. Se podría decir con justicia que esa teoría sobre los animales precede a la observación directa de los animales. Buena parte de la literatura dedicada a la cuestión animal, eso que se ha llamado el giro animal, se ha centrado en este asunto: la teoría antecede y fija al animal que luego observa, y no sucede o ha sucedido aquello que asimilamos con el método científico: observar y luego construir teorías con base en nuestra investigación.

Tanto Descartes como Aristóteles estudiaron a los animales, aunque sería más justo señalar que Descartes no estudiaba a los animales, sino los órganos internos de estos, el bombeo de la sangre, el corazón, etcétera. Era un viviseccionista avanzado. Lo que señala Derrida se ve radicalizado en la exposición de Linneo. Ante el argumento de Descartes, según el cual un mono natural y un mono robot serían indistinguibles, pues no serían diferentes, en tanto ambos carecen —y esta carencia será fundamental— de lenguaje, de alma, de mente, de capacidad de responder, de sentir placer o dolor, Carlos Linneo, padre de la taxonomía natural, sostiene que es evidente que Descartes nunca vio un mono.

Pensemos en todo lo que pensamos sobre los animales. ¿Cuál es el origen de ese pensamiento, tan seguro de lo que nos distingue, de lo que podemos nosotros y de lo que carecen ellos? ¿De dónde provienen todas nuestras ideas sobre los animales? ¿Podemos decir que las dedujimos tras efectuar diversas investigaciones, que las estudiamos en libros de zoología o comportamiento animal? ¿Fuimos productores de esos pensamientos o meros reproductores?

Tenemos una concepción heredada de los animales que no se condice en casi nada con aquellos seres materiales que llamamos animales. Si lo pensamos en relación a los aportes científicos en la materia, al menos desde mediados del siglo pasado, podemos asegurar que los humanos mayoritariamente hablamos de los animales como los tierraplanistas o los antivacunas hablan del planeta y los virus.

Tom Regan, en uno de los textos fundamentales sobre ética y animales —En defensa de los derechos de los animales— continúa esta línea de argumentación al comenzar su reflexión analizando el siguiente cuadro de Alejandro Durero:

El cuadro en cuestión es San Jerónimo en su gabinete. ¿Qué animal es el que reposa en el sector inferior de la obra? No es claro. Dado que la figura no se condice con ningún animal más o menos conocido, al menos del presente, y considerando que el resto del cuadro maneja un nivel de detallismo mimético bastante impresionante (típico de Durero —“el Leonardo alemán”—), podríamos pensar que se trata de un animal que vivió en el Renacimiento, pero que ahora está extinto. Sin embargo, quienes conozcan la leyenda de san Jerónimo, en la que se cuenta que el santo le sacó una espina a un león y este se quedó a vivir con él de forma amistosa, sabrán que el animal representado, pese al gesto perruno, al tamaño, la punta de la cola y las manos extrañas, es un león.

¿Eran distintos los leones de la época de Durero? No. ¿Cómo se explica tal error en la mímesis del artista? El asunto, explica Regan, es que Durero jamás vio un león. Lo representó según se lo describieron o de acuerdo a sus lecturas sobre el felino.

Entonces Durero nunca había visto un león, pero estableció una imagen de él. Derrida considera algo similar al establecer que la construcción del concepto animal pocas veces es atravesada por saberes etológicos, esto es, pertenecientes a los estudios de comportamiento animal. De ahí el mandato práctico de Donna Haraway: “Aprender a encontrarnos con los animales como extraños, para desaprender todas las suposiciones idiotas que nos hemos hecho acerca de ellos”.

Retomando la cuestión inicial, es posible distinguir dos reacciones ante los videos de animales, que no son más que dos caras de una misma moneda: asombro y negación. El asombro, o la sorpresa, se debe al reconocimiento de capacidades que no pensábamos que los animales tenían, tornando dicha sorpresa en una suerte de anomalía, en el sentido de Thomas Kuhn: cuestiona nuestro paradigma o nuestra concepción de los animales. Los seres que se nos presentan en los videos de YouTube, como antes lo hacían en los documentales, son “seres con talento, o notables por su heroísmo, su socialidad, su inteligencia cognitiva o relacional, su extravagancia, su imprevisibilidad o su inventiva”, dice Vinciane Despret (2018: 214).

Pero estas acciones realizadas por otros animales no siempre se aceptan. Si nuestro paradigma en relación con los animales está muy arraigado, el cuestionamiento que supone la aparición de una anomalía se dirigirá a lo visto y no a la teoría o a la concepción sobre los animales. Acontece la negación. Es decir, se sostiene que lo visto no es real, que es una puesta en escena, un trucaje. Porque considerar que un zorro hizo un cálculo mental de espacio y tiempo para cazar un roedor va en contra de toda la teoría que el humano tiene sobre los animales, es solamente una antropomorfización del zorro, que carece de mente y de inteligencia como para realizar un cálculo.1

Tenemos una concepción heredada de los animales que, como dijimos, no se refiere a los animales concretos. Una concepción que no se ha basado en la investigación etológica o que cuando lo ha hecho la ha tergiversado. Una concepción que no es natural, ni neutral, ni universal. Se trata de una concepción que no puede explicar el comportamiento de los animales. Una concepción que llega al absurdo de considerar que los animales no tienen un punto de vista sobre nosotros, que no nos pueden ver.

Sin embargo, y muy a pesar nuestro, los animales nos miran. Si tiene ojos tiene punto de vista, se ha dicho. Las sorpresas que los humanos experimentaremos ante su accionar tienen una larga carrera por delante porque, parafraseando a Spinoza, no sabemos lo que pueden los animales.

¿Cuáles son las consecuencias de asegurar que los animales tienen su punto de vista?

Si el animal deja de ser objeto de mirada para volverse sujeto de mirada, dejamos de estar frente a una cosa y emerge un sujeto. Mirar así a los animales, mirarnos ellos y nosotros, pone en cuestión lo propio del humano, su autodeterminada esencia, que justificaba la jerarquización de especies. Se nos presenta entonces un dilema ético, en nuestra relación con el resto de los animales, porque, si son sujetos, ¿cómo mirar y cómo entender lo que les hacemos?, ¿cómo justificarlo?, ¿cómo no resultar afectados por lo que vemos?, ¿cómo seguir indemnes, indiferentes, impunes?

La aproximación a la cuestión animal produce un giro gestáltico en nuestra percepción de los animales, un giro que no sólo nos hace ver diferente, también nos marea, nos confunde y nos hiere. No hay manera de dimensionar plenamente el daño que le hacemos al resto de los animales. Algunas organizaciones como PETA2 han sido muy cuestionadas por mostrarnos la violencia que sucede adentro de los mataderos, por exponer lo que sistemáticamente se oculta.

Esto me hace recordar la película El fuego inextinguible, de Harun Farocki. La cinta comienza con una lectura del mismo director del testimonio de Tahi Bihn Dan, una víctima del napalm en Vietnam, presentado en el Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra de Estocolmo. El testimonio hace referencia a cómo la explosión de una bomba de napalm envuelve a Tahi Bihn Dan, quemándole todo el cuerpo hasta perder la conciencia por el dolor. Farocki se hace la siguiente pregunta:

¿Cómo podemos mostrarles el daño causado por el napalm? Si les mostramos fotos de daños causados por el napalm cerrarán los ojos. Primero cerrarán los ojos a las fotos; luego cerrarán los ojos a la memoria; luego cerrarán los ojos a los hechos; luego cerrarán los ojos a las relaciones que hay entre ellos. Si les mostramos una persona con quemaduras de napalm, heriremos sus sentimientos. Si herimos sus sentimientos, se sentirán como si hubiésemos probado el napalm sobre ustedes, a su costo. Sólo podemos darles una débil demostración de cómo funciona el napalm.

A continuación, Farocki toma un cigarrillo encendido, lo dirige hacia su brazo y lo apaga aplastándolo en su piel. El narrador señala: “Un cigarrillo quema a 200 grados. El napalm quema a 1.700 grados”.

No hay manera de mostrar todo el daño que les provocamos a los demás animales, estamos ante una magnitud desbordante. Lo que sí podemos hacer es empezar a reconocer el daño. Hacer que las metáforas que a veces usamos cuando señalamos que nos tratan como animales tengan una nueva carga significativa y empezar a preguntarnos no sólo por lo que los animales pueden, sino por qué cosas podemos nosotros los humanos con y en relación con ellos. Muchos estudios sobre el comportamiento animal han intentado descubrir (en efecto, exitosamente) si los animales (y cuáles) pueden intercambiar perspectivas, es decir, ver cómo los otros ven, ponerse en los zapatos del otro, reconocerse siendo vistos. Allí están los experimentos con espejos y las deducciones lógicas de lo que implica para un animal esconderse. Allí aparecen sus capacidades y sus intereses particulares.

Es evidente, dice Despret, que muchos de los animales —incluso la mayoría— reunidos para ser mostrados en zoológicos o en circos, viven cotidianamente la trágica experiencia de la separación de “ellos” y “nosotros”. Porque son animales, y no humanos, es que son así exhibidos, encerrados, entregados a la mirada y obligados a ejecutar cantidad de cosas que visiblemente no tienen ningún interés para ellos y los hacen infelices. En esas historias no hay ni un “nosotros”, ni menos aún posibilidad de intercambiar perspectivas —si nosotros fuésemos activamente capaces de eso, ellos no estarían allí donde están— (ídem: 137).

¿Podemos los humanos intercambiar perspectivas con los demás animales? En Por qué amamos a los perros, comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas, Melanie Joy apela al concepto de la psicología social “disociación cognitiva”, esto es, la operación de distorsionar nuestras ideas para que sean coherentes con nuestras prácticas, algo que hacemos muy a menudo para no cambiar dichas prácticas. El ejemplo más común es el de las personas que sostienen que fumar les hace daño, pero que sería peor si dejaran de fumar porque lo sustituirán por un exceso de comida. Joy desglosa la operación de disociación cognitiva en relación con el carnismo, como llama ella a la ideología que apela a las tres N para justificar el consumo de animales: que es natural, necesario y normal (asociaciones desmentidas, o como mínimo discutidas).[^3] Pero la operación es mucho más amplia que para el consumo de carne, e incluye la negación del punto de vista de los animales, la negación de su sufrimiento, la negación de que podemos vivir sin hacerles daño.

En su Manifiesto animalista, Corine Pelluchon señala:

Cuando estamos dispuestos a mirar esta realidad de frente, nos enfrentamos a algo que no se puede percibir plenamente: la intensidad del sufrimiento animal y el número de vidas aniquiladas. Es tremendo comprobar todo lo que unos humanos pueden hacerles a otros seres sensibles en todo momento y en todo el mundo. Cuando esta verdad penetra en la conciencia, el aire se vuelve irrespirable. A nuestro alrededor se hace un silencio que alberga la soledad, la vergüenza y la certeza de que ya no se podrá seguir viviendo como hasta entonces (Pelluchon, 2018: 23).

El reconocimiento de la herida, poder ver la herida del otro, y aceptar que eso nos hiere, es un desafío tremendo, un desafío que nos pone a prueba como seres humanos. Adentrarnos a la cuestión animal es radicalmente trágico, sobre todo al principio, cuando corremos lo que se ha llamado el “velo púdico sobre el sufrimiento animal”. Por eso tantas veces reprimimos la piedad, la compasión. Estamos en una guerra por la piedad, dice Derrida, una batalla por la mirada de los radicalmente otros, los animales. Porque en ese reconocimiento de un punto de vista sobre nosotros, los humanos somos vistos como seres abominables. Žižek hace este razonamiento luego de leer a Derrida, y recordando la foto de un gato recién salido de una prueba científica, un felino que miraba a la cámara, horrorizado: “En sus ojos veo inscrita mi pérdida”, cita el esloveno a Gilbert Keith Chesterton, y concluye lo siguiente: “En lugar de preguntar qué son los animales para nosotros, los humanos, según nuestra experiencia, deberíamos preguntarnos qué, o tratar de imaginar qué somos los humanos para los animales”. El antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, quien ha investigado a diversas comunidades indígenas y ha propuesto el “perspectivismo amerindio”, nos da una posible respuesta nativa a la pregunta en un texto con título bien pertinente, La mirada del jaguar: “Una de las ‘tesis’ del perspectivismo es que los animales no nos ven como humanos y sí como animales. Y, por otro lado, ellos no se ven como animales, sino como nosotros nos vemos, es decir, como humanos” (Viveiros de Castro, 2013: 20).

Días después, apareció una rata viva. Superada la primera reacción cultural de asco, miedo y odio, me dediqué a observarla. Incluso le arrojé unos trozos de pan y de queso. Me sorprendió encontrarme, a pesar de toda la propaganda, con un animalito elegante, inteligente, grácil y tierno. El único detalle un tanto antiestético de su figura era la cola, larga, gruesa y segmentada. Vi que la rata tomaba el trozo de pan con sus delicadas manitas, y que las utilizaba igual que nosotros las nuestras (imagino que tendrán eso que llaman “oposición del pulgar”), la vi partirlo en dos mitades bastante exactas e ir a guardar, o esconder, una de ellas detrás de la escoba vieja que teníamos en un rincón, y la vi luego comer con mesura y consciencia la otra mitad, mientras uno de sus vivos ojillos permanecía alerta a mis movimientos detrás del vidrio de la puerta-ventana. Si yo me acercaba mucho, especialmente al principio de nuestra relación, corría a esconderse con movimientos muy rápidos, ágiles y elegantes, pero con tan conmovedora ingenuidad que, se escondiera donde se escondiese, siempre dejaba la cola afuera. [...] Ese detalle de su ingenuidad despertó, más que cualquier otro, una ternura infinita en mí, una ternura casi insoportable. Yo veía en ella a un niño, con toda su inteligencia pero también con su falta de experiencia de vida. Casi diría que veía a un hijo. [...]

Fue una larga agonía. Todavía hoy no puedo recordar sin angustia aquellos largos días. Para mayor oprobio, recuerdo la información impresa en el envase del veneno: este actúa por algo así como la rotura de vasos sanguíneos... basta.

El animal se fue quedando quieto, mirándonos con tristeza desde su nido en la maceta volcada; ya no trataba de huir cuando uno se acercaba, ni parecía preocuparse por ninguna de las cosas de este mundo. La mirada, sin embargo, siguió siendo inteligente y lúcida, aunque muy triste, hasta los últimos momentos. Se trataba ni más ni menos que de un envejecimiento rapidísimo; y lo nuestro no fue ni más ni menos que un crimen repugnante.

Mario Levrero, Diario de un canalla

  1. Lo que resulta necesario no es la carne, sino diversos nutrientes en determinada proporción diaria. Considero que la cuestión de la salud alimentaria no debe ser pasada por alto. La comunidad científica ha requerido mayor investigación respecto a las dietas veganas, pero por lo pronto se saben algunas cosas. En Uruguay el consumo de carne está ampliamente relacionado a las disparatadas muertes por problemas cardiovasculares (la principal causa de fallecimiento). Al mismo tiempo, la dieta vegana sin complementos es deficiente en términos nutritivos (podría afectar el buen funcionamiento cerebral la falta de creatina, carnosina, taurina, epa y dha omega-3, el hierro hemo y las vitaminas B12 y D3). Los animalistas debemos cuestionar el consumo de carne y demandar mayores investigaciones científicas respecto a las dietas veganas. También debemos deconstruir por completo la noción de alimento natural, perdiendo todo prurito respecto a la ingesta de complementos nutricionales en forma de pastillas. Ver: “Cómo una dieta vegana puede afectar a tu inteligencia”, en https://www.bbc.com/mundo/vert-fut-51365555.

  1. Vale la pena recordar el orden moderno occidental que prejuzga el término antropomorfización, así lo expone Viveiros de Castro: “Los filósofos acostumbran usar la palabra ‘antropomorfismo’ como censura. Yo, por el contrario, encuentro al antropomorfismo un gesto intelectual fascinante”. 

  2. Personas por el Trato Ético de los Animales, por sus siglas en inglés. 

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