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La historia oculta de la Argentina negra

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Reconocerse “marrón” al otro lado del Río de la Plata es parte de la pulseada de las identidades en contra del blanqueamiento forzado, real y simbólico. El mito eurocéntrico apenas ha podido ser cuestionado en los últimos años en un fenómeno que no deja de asombrar fuera de fronteras. También en eso el eco maradoniano fue liberador. El autor de este artículo publicado en The New York Review of Books, y que Lento publica por convenio con Clave Intelectual, sigue el desconcierto de autores anglosajones ante la invisibilidad de los afroargentinos.

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“Este país carece de una tradición original”, dijo Jorge Luis Borges en una entrevista que me concedió en 1975. “No hay una tradición autóctona, no la proporciona el indio, que acá fue un bárbaro. Nos fue dado recurrir a la tradición europea y, ¿qué tiene esto de malo? Es una espléndida tradición”. Hoy, leer esto podrá resultar indignante, pero en el contexto del mundo en el que vivió Borges estas frases eran moneda corriente. Su abuela paterna, Frances Haslam, había nacido en Inglaterra, en Staffordshire. Y en 1920, cuando Borges cumplió 21 años, más de la mitad de la población de Buenos Aires era europea, compuesta por inmigrantes que habían llegado en sucesivas oleadas a fines del siglo XIX y principios del siglo XX.

Según esta visión del origen de Argentina, Buenos Aires es la París sudamericana, “todos somos descendientes de europeos”, como afirmó el expresidente Mauricio Macri en el Foro Económico Mundial de Davos, en 2018. El corolario de esta afirmación ya lo había expresado su par Carlos Menem al público neerlandés que lo escuchaba atentamente en la Universidad de Maastricht, en 1993: como Argentina había abolido la esclavitud en 1813, “no tenemos negros”. En una conferencia posterior, paradójicamente en la Universidad Howard de Washington DC, cuyos estudiantes son en su mayoría afroestadounidenses, agregó: “Ese no es nuestro problema, sino el de Brasil”.

El mito de una Argentina exclusivamente europea alcanzó, para mí, su límite en noviembre del año pasado, con la muerte de Diego Maradona, tal vez el jugador de fútbol más grande de todos los tiempos. Maradona trascendió el mundo del deporte para convertirse en el símbolo de las esperanzas y la rebeldía de millones de argentinos.

“Yo me identifico con la gente que empezó de abajo, con los pibes que juegan al fútbol descalzos en un potrero, y para esa gente Maradona es el equivalente de lo que Malcolm X es para los negros en Estados Unidos”, me dijo el artista plástico Emiliano Paolini. La comparación me resultó insólita, pero me llevó a pensar que en Argentina se suele usar la palabra negro como apodo para todo aquel que tenga una piel ligeramente más oscura. Puede ser una expresión de afecto, pero también es un insulto dirigido a los pobres, en particular, el que usan los opositores del peronismo para descalificar a sus simpatizantes de clase baja.

Maradona, que venía de una familia de ascendencia guaraní e italiana, fue un “negro” en este sentido. Pero para los habitantes de villas suburbanas como Villa Fiorito, donde nació, él fue lo que en inglés llaman un working class hero (“héroe de la clase obrera”).1 Para sus fanáticos, el virtuosismo insolente que exhibía en la cancha era una forma de expresar un desafío a la autoridad y el privilegio.

Por “blanco” que pueda parecer el seleccionado argentino de fútbol, el país nunca fue tan monótono como les gusta creer a muchos de mis connacionales. La herencia africana e indígena está a la vista para todo aquel que quiera verla, y cuanto más hacia atrás se viaja en el tiempo, menos son los europeos presentes.

En 1778, cuando los españoles censaron por primera vez a la población del Virreinato del Río de la Plata, los negros ascendían al 37% de los 421.000 habitantes. En ciertas provincias, más de la mitad de la población era afrodescendiente. Así como en Argentina se ocultó la herencia indígena, también se borró su historia esclavista. Según la leyenda oficial, los 6,6 millones de inmigrantes europeos que desembarcaron en el puerto de Buenos Aires entre 1857 y 1940 recibieron la bienvenida de una pampa desértica.

Durante gran parte de su historia contemporánea, no ha resultado sencillo desmentir esa falacia, en parte porque Argentina no tuvo una población indígena precolombina de influencia comparable a la de los aztecas en el territorio mexicano o a la de los incas en Perú, así como tampoco una población africana distinguible por su fenotipo, como la de Brasil. ¿Entonces de qué o quiénes descienden los argentinos? “De los barcos” siempre fue una respuesta ubicua para referirse a aquellas naves que salieron de Europa en los siglos XIX y XX, pero no a aquellos que surcaron los mares desde África con cargamentos de esclavos en los tres siglos precedentes.

La operación que llevó a suprimir la historia negra en Argentina fue el resultado de una política deliberada que tuvo lugar en el siglo XIX, un encubrimiento sobre el que se injertó una identidad nacional blanca. Erika Edwards es docente e investigadora de Historia Colonial de América Latina y Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Carolina del Norte de Charlotte. En su primer viaje a Argentina, en 2002, no pudo creer lo que encontró. “No había negros. ¿Qué es esto?, me dije, ¿qué pasa? Tuve que esperar unas tres semanas y media para dar con una persona negra en la calle. Logramos comunicarnos con esfuerzo y pude descifrar que era una mujer de Brasil”. Poco después, Edwards descubriría que la población argentina no era solo blanca. De hecho, más bien lo contrario. “Lo que me sorprendió fue no saber qué es lo que había ocurrido”, me dijo. “¿Dónde están? ¿Dónde están todas esas personas de Argentina que se parecen a mí?”.

Fue una pregunta que Edwards hizo en repetidas ocasiones a todos los argentinos con los que se encontró.

“La respuesta más común era: ‘No hay negros. Desaparecieron’. ¿Cómo? ¿Cómo que desaparecieron? ‘Murieron en las guerras’. Otros decían que murieron en la epidemia de la fiebre amarilla del siglo XIX. La mejor de todas las respuestas, creo, fue esta: ‘Como no les gustaba mucho el país, se fueron a Uruguay, donde todavía se puede ver a algunos’. Escuchaba todos estos mitos que, en ese momento, me resultaban ridículos, pero no me daba cuenta de que para algunas personas esto era su verdad”.

Con el objetivo de explorar este asunto, Edwards regresó muchas veces a Argentina durante los 18 años siguientes, y esas visitas resultaron en un libro fascinante, Hiding in Plain Sight: Black Women, the Law, and the Making of a White Argentine Republic [Oculto a la vista de todos. Las mujeres negras, el derecho y la formación de una República Argentina blanca], publicado el año pasado por la editorial universitaria Alabama Press. Allí Edwards escribe:

Con el tiempo, hice dos observaciones a partir de esta respuesta breve y extendida. En primer lugar, la frase ‘no hay negros’ perpetuaba la narrativa nacional del excepcionalismo argentino. Muchos países latinoamericanos reconocen su diversidad étnica, suelen presumir a través de sus narrativas nacionales de su mestizaje. Argentina no entra dentro de ese modelo. En cambio, la imagen de Argentina continúa siendo excepcional a causa de la inmigración europea, que la convirtió en un país blanco en lugar de en uno de razas mixtas. En segundo lugar, la respuesta ‘desaparecieron’ sugiere que lo que ocurrió a la población negra permanece siendo un misterio. Si los negros desaparecieron, entonces previamente existieron. Sobre la base de estas observaciones, una población negra no tiene lugar en la imagen nacional argentina.

Al leer el libro de Edwards y entrevistarla luego, sentí un siniestro sentido de familiaridad con su experiencia. A mi llegada a Argentina en los años 1970, nacido y criado en Washington DC, me encontré haciéndome la misma pregunta —¿dónde están los afroargentinos?—, solo para recibir las mismas respuestas: “Los mataron a todos en las guerras de independencia”. “Para empezar, nunca hubo demasiados”. En algunos casos estas respuestas provenían de personas que claramente tenían algún tipo de ascendencia negra. Cuando preguntaba al respecto, mi pregunta parecía incomodar a mis interlocutores y provocar la misma respuesta repetida: “No soy negro, soy italiano del sur”.

Pero como lo sugiere el libro de Edwards, la historia de los negros en Argentina sobrevive en gran parte en los rasgos físicos de muchos argentinos actuales; es solo que muchas personas fueron educadas para —o les conviene— no verlo. Otros visitantes extranjeros, mucho antes que en mi caso o el de Edwards, percibieron esto. Sus impresiones quedaron registradas en el libro pionero de George Reid Andrews The Afro-Argentines of Buenos Aires [Los afroargentinos de Buenos Aires], de 1980. Andrews cita a Alexander Gillespie, un soldado británico capturado por las fuerzas argentinas durante la fallida invasión británica de Buenos Aires, quien señaló sobre la población de la ciudad en 1807: “Hay un quinto que son blancos, y el resto es una casta compuesta por distintos estados de mezcla y progresiva alteración, del hombre negro al europeo más rubio. Si bien es posible que el color mejore, aun en los casos más refinados persiste una huella de los rasgos que recuerdan el verdadero origen de muchos de ellos”. Otro visitante británico, Samuel Haigh, escribió en 1827: “Los blancos puros son poco frecuentes, y lo más común es una casta de blanco, indio y negro, tan mezclados que sería difícil fijar los orígenes verdaderos de sus integrantes”.

Me dijo Edwards: “Ellos [los argentinos no blancos] no se fueron a ninguna parte. Hay un gran encubrimiento que ocurre a causa del gran flujo inmigratorio de fines del siglo XIX, pero forma parte de un esfuerzo concertado del Estado por reimaginar un país sin raza, por tanto sin negros, sin indios, sin nadie que no forme parte de los descendientes de europeos. Está claro que esto relega al olvido a una gran cantidad de personas, lo que los académicos describimos usando el concepto de invisibilidad”.

Así es como, explicó Edwards, una ignorancia voluntaria y generalizada se ha instalado en el país, la visión de que la herencia y la historia negra simplemente no existe, cuando esto claramente no es así.

La obsesión de Argentina por la blancura no tiene paralelos en la América española; otras excolonias del continente demostraron, por el contrario, haber abrazado su herencia mixta. Los dos Estados fundados sobre las entidades territoriales más importantes del Imperio español, México y Perú, se enorgullecen de sus raíces indígenas y las convirtieron en una piedra angular de sus identidades nacionales. Uruguay, el único país de la región con un porcentaje de blancos mayor que Argentina, celebra la existencia de su estimulante comunidad negra. “No me gusta ir a Argentina, porque, digamos, no me siento cómoda ahí”, me dijo una mujer negra en Uruguay hace poco.

Esto no significa restar importancia a cómo las élites blancas privilegiadas viven en una realidad aparte en toda la América española, autosegregadas de la población indígena y negra. En Chile los habitantes de raza mixta tienden a considerarse blancos, si bien Chile tiene una composición racial más heterogénea que Argentina debido a su menor proporción de inmigrantes europeos.

Otro país

A Argentina le gusta repetir la cantinela de que es un país que recibe a los migrantes con los brazos abiertos —“después de Estados Unidos, estamos nosotros”, se suele oír—, pero este estribillo evita hacer referencia al etnocentrismo negacionista de una notable presencia indígena. Según el periodista británico Robert J Cox, los argentinos solían vanagloriarse de que “somos el único país blanco de América Latina”. Cuando aterrizó en Argentina, en 1959, para trabajar en el diario Buenos Aires Herald antes de convertirse en su editor, dijo: “Hacían chistes sobre los ‘tropicales’ y los ‘monos’ de Brasil”.

Si bien los españoles no tropezaron con bastiones monumentales como Tenochtitlán o Cuzco, sí se encontraron con numerosas poblaciones viviendo en el territorio argentino actual, a su llegada a mediados del siglo XVI. Los diaguitas, cuyos dominios se extendían dentro del actual noroeste argentino, eran agricultores, criadores de llamas y refinados ceramistas, poseedores también de amplios conocimientos de ingeniería, como lo demuestran sus elaborados canales de irrigación. Más de un siglo después de que los aztecas y los incas se hubieran rendido, los diaguitas aún resistían la invasión de los conquistadores españoles, hasta 1666. Fue entonces cuando la Real Audiencia de Buenos Aires decretó que unos 2.000 indios kilmes, la última población indígena calchaquí en ser sometida, que había habitado durante más de un milenio en ciudades de piedra, fuera obligada a marchar a la fuerza a lo largo de 1.500 kilómetros, hasta una reducción ubicada en el sureste de Buenos Aires. La región conserva su nombre, pero el régimen revolucionario argentino que declaró la independencia de 1816 consideraba que se habían extinguido.

Dos décadas después de la independencia, tras un largo período de sangrienta guerra civil entre caudillos terratenientes con grandes ejércitos privados compuestos por negros y criollos a su servicio, un grupo de intelectuales y políticos conocido como la Generación del 37 pergeñó el mito de la “Argentina blanca” exclusivamente europea, cuando se sentaron a redactar la primera Constitución Nacional de 1853, como parte de una estrategia política deliberada para la unificación nacional.

La abolición formal de la esclavitud en esa Constitución, que tomó efecto a nivel nacional en 1861, llegó tan tarde que para entonces la esclavitud ya era casi inexistente, como sus redactores bien lo sabían. Hasta el día de hoy, los argentinos se enorgullecen de una legislación antiesclavista anterior, la Ley de Vientres Libres de 1813, que abiertamente manumitía a los hijos de esclavos. Pero los dueños de esclavos hallaron con rapidez formas imaginativas de esquivar la ley. Algunos llevaban a sus esclavas embarazadas a parir a Brasil, donde la esclavitud no se abolió hasta 1888, y volvían con esos bebés como esclavos importados. A través de este y otros subterfugios, se siguieron ofreciendo esclavos a la venta en los periódicos de Buenos Aires hasta bien entrada la década de 1830.

La Constitución Nacional de 1853 estaba basada en un libro publicado el año anterior por Juan Bautista Alberdi, un pensador político liberal alineado con la Generación del 37. El libro de Alberdi, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, se publicó en Chile, donde el pensador se había exiliado escapando de la persecución en su país. Su tema central gira en torno al lema “gobernar es poblar”, que se convirtió en el principio rector de la nueva república.

Era una máxima que, en mi experiencia personal, primero en mi juventud en Washington DC, y luego en Dublín como hijo de un diplomático argentino, había escuchado repetidas veces salir de las bocas de los ciudadanos argentinos que atravesaban las puertas de nuestra casa. Habiendo vivido en Argentina solo entre los siete y los nueve años, era poco lo que sabía de la complicada historia de mi país. Para mi oído de outsider, el mantra sonaba portentoso y ligeramente orwelliano, si bien parecía sin sentido.

Fue solo años después de instalarme en Argentina en 1975, y tras haber releído el libro de Alberdi, que pude comprender su verdadero propósito. Cuando Alberdi decía “poblar”, quería decir poblar de europeos, tal como se especifica en el artículo 25 de la Constitución Nacional de 1853 (conservado en la versión reformada de 1994), que establece que el gobierno argentino “fomentará la inmigración europea”. Y fue Alberdi el que sentó las bases: “El Salvaje está vencido, en América no tiene dominio ni señorío. Nosotros, europeos de raza y de civilización, somos los dueños de la América. [...] A no ser por la Europa, hoy la América estaría adorando al sol, a los árboles, a las bestias, quemando hombres en sacrificio, y no conocería el matrimonio. La mano de la Europa plantó la cruz de Jesucristo en la América antes gentil. ¡Bendita sea por esto solo la mano de la Europa! [...] ¿Quién conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser indio neto? ¿Quién casaría a su hermana o a su hija con un infanzón de la Araucania, y no mil veces con un zapatero inglés? [...] ¿Creéis que un Araucano sea incapaz de aprender a leer y escribir castellano? ¿Y pensáis que con eso solo deje de ser salvaje?”, escribió el referido autor.2

Y así. El tan cacareado liberalismo de Alberdi operaba dentro de un marco excesivamente estrecho de primacía europea. Creía en la libertad religiosa, pero solo para que los británicos y otros inmigrantes europeos del norte practicasen sus fes cristianas en la Argentina católica; menospreciaba las creencias religiosas de los habitantes originarios de Argentina. Alberdi creía en un crisol (melting pot) inmigratorio, pero solo uno de europeos blancos. En una edición posterior de su libro, de 1879, agregó esta aclaración a su máxima: “Pero poblar no es civilizar, sino embrutecer, cuando se puebla con chinos y con indios de Asia y con negros de África”. Hoy casi no hay ciudad de Argentina sin una calle que lleve su nombre.

Morochos

Hacia mediados de los años 1970, cuando yo era un periodista novato en Buenos Aires Herald y el país patinaba hacia el sangriento régimen de una dictadura militar, me había salteado con impaciencia estos comentarios racistas de Alberdi para llegar a las páginas que necesitaba de consuelo, ignorando las secciones que parecían apuntalar el proyecto desaparecedor de la democracia liberal argentina. Sin darme cuenta, yo también había comprado el mito de que éramos solo europeos, el mismo al que Borges dio voz cuando hablamos en aquella época.

Diez años atrás, Nicolás Parodi era un fotorreportero porteño treintañero pluriempleado que fotografiaba conciertos de rock. Uno de los músicos a los que retrataba en vivo era Carlos García López, afamado guitarrista de blues local que iba a dar un show en Diáspora Africana de Argentina (Diafar), organización abocada a promover la conciencia de la herencia negra. Parodi fue a pedir una autorización para fotografiar el evento. “Nomás entré y empezaron a decirme que yo era un negro”, dice Parodi. “Yo medio que decía: ¿qué? ¿Cómo? Está claro que no soy negro, soy morocho”. Le llevó mucho tiempo a Carlos Parodi comprender que hasta para él mismo su negritud había sido... invisible.

“Toda mi vida mis amigos me llamaron Negro, pero nunca hubiese pensado que podría llegar a ser descendiente de africanos... No sabía nada de la cultura negra ni de la historia negra. Con el tiempo, lentamente, empecé a reconocer, en la música que escuchaba y tocaba, en el tono de mi piel, bueno, que todo lo que yo hacía estaba relacionado con la estética negra”, dijo.

Parodi desconoce la historia de su familia biológica por haber sido adoptado, pero su perplejidad no es única. Si bien solo la mitad del 1% de los argentinos se percibe a sí mismo como afrodescendiente en el último censo argentino de 2010, se cree que la cantidad real es mucho mayor, de alrededor del 5%, según Diafar y estudios más recientes del gobierno. “En Diafar decimos en joda que todos tenemos un abuelo negro escondido en el placard”, dice Nicolás Parodi, convertido hoy en un importante integrante de la organización.

“No es fácil si uno se pasó toda la vida negando la idea de negritud”, explica. “No hay ninguna instancia en la escuela o en la universidad en la que se discuta nuestra herencia negra, o el racismo. Hay tanta negación, tanta invisibilidad, no se toma en cuenta”.

Las personas de raza mixta en Argentina pasan como blancos, en especial si tienen éxito económicamente. En efecto, es posible que muchos sean inconscientes de su herencia negra: las políticas deliberadas de blanqueamiento del siglo XIX obligaron a muchos negros, en especial a las mujeres, a hacerse pasar por blancos para poder contraer matrimonio con colonizadores españoles o inmigrantes europeos. Hoy la memoria de esa práctica en su mayor parte se ha perdido, incluso entre sus propios descendientes.

Hay dos alternativas: formar parte de este imaginario de la blancura o, de no ajustarse a esta descripción o caracterización, ser algo distinto —dice Erika Edwards—. Probablemente hubo quienes supieron que eran negros y lo enterraron, hicieron silencio, se lo guardaron para sí. Nadie en ese caso iba a querer agitar el avispero. Lo importante era defender la seguridad de la familia, pasar a otra cosa. Así, después de una o dos generaciones de mestizaje (miscegenation),3 ya no se habla de si había una abuela negra, y llegada la tercera o la cuarta generación, ya ni se acuerdan de ella.

Marcadores genéticos

Un estudio realizado en 2008 por investigadores de la Universidad de Brasilia halló que, en promedio, la estructura genética actual de los argentinos era en un 9% africana, 31% amerindia y 60% europea. La mayoría de los marcadores genéticos (genetic markers) no blancos fueron heredados matrilinealmente. “El mayor número de apareamientos entre hombres europeos y mujeres amerindias y africanas es evidente”, afirma el estudio.4 Otros estudios genéticos han hallado menor cantidad de marcadores genéticos africanos, 4%, pero con la misma tendencia acentuada en las prácticas sexuales que involucraron a mujeres negras y hombres europeos blancos. (Los historiadores subrayan dos factores principales detrás de esta tendencia dominante en las prácticas sexuales: en primer lugar, la mayoría de los colonos europeos eran varones; en segundo lugar, una gran cantidad de hombres negros argentinos murieron como resultado de las duras condiciones del esclavismo y por haber sido forzados a servir militarmente al país en las guerras del siglo XIX).

Estos proyectos de investigación genética, el mayor reconocimiento por parte de muchos argentinos de las raíces negras en sus propias familias, así como el trabajo de una nueva generación de académicos argentinos resueltos a hacer desaparecer el mito de una Argentina exclusivamente blanca, han impulsado cada vez más la herencia negra de mi país a la discusión pública. El 8 de noviembre de 2013, por ejemplo, se declaró de modo oficial el Día Nacional de los Afroargentinos y la Cultura Afro. El Ministerio de Cultura sostuvo que la idea “de que el país fue forjado solo por inmigrantes europeos blancos es un mito que poco a poco se está demoliendo”, y en noviembre de 2020 se creó una comisión del gobierno para el reconocimiento histórico de la comunidad afroargentina. Al hacerlo, el gobierno reconoció que “la comunidad afrodescendiente argentina, integrada por más de dos millones de personas descendientes de africanos y africanas traídos como mano de obra esclavizada a lo que hoy es nuestro país, ha sido históricamente invisibilizada, negada y extranjerizada, producto del racismo estructural que opera en Argentina”.

Parodi está orgulloso de haber participado en la realización de un videoclip hecho por artistas argentinos descendientes de africanos para promover el trabajo de Diafar.5 El video muestra un solo de guitarra de García López, músico argentino con el que compartí una amistad en los años 1990, también conocido como El Negro. Es una pena que haya muerto en un accidente automovilístico en 2014, pero recuerdo haber dado una vuelta, hace un cuarto de siglo, en el viejo Ford Fairlane que manejaba, con la música a todo volumen saliendo de los parlantes. “¡Soy negro!”, gritaba García López entre risas por las ventanas abiertas. Por un momento, en aquel entonces, no parecía que estuviéramos en Argentina. Hoy podría ser más posible.

Uki Goñi, periodista, investigador y autor residente en Buenos Aires. Sus artículos han aparecido en The Guardian, The New York Times y Time. Es el autor de La auténtica Odessa. Fuga nazi a Argentina (Paidós, 2002).


  1. Expresión que forma parte del acervo popular inglés y alude a la letra de la canción “Working Class Hero”, de John Lennon, incluida en su álbum debut como solista de 1970. 

  2. Juan B Alberdi, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1915 (existen diversas versiones electrónicas). 

  3. En inglés el autor utiliza la palabra miscegenation, término peyorativo de origen estadounidense para referirse a la mezcla de razas. Desde una perspectiva no racista, el término se asocia a las leyes que prohibieron el matrimonio o las relaciones sexuales entre blancos y negros en Estados Unidos, las leyes equivalentes durante el apartheid en Sudáfrica (1949-1985) o las de la Alemania nazi (1935-1945), entre otras. [N del T]. 

  4. Neide María de Oliveira Godinho, O impacto das migraçoes na constituição genética de populacõ es latino-americanas, Brasilia, 2008. 

  5. Diafar, “Acá estamos”, Campaña rap contra el racismo, Buenos Aires, 2012. 

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