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Ilustración: Polyester

Muskrat ramble

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Montevideo ha cambiado. Los barrios céntricos mantienen desde hace años una sostenida dinámica de aggiornamento que ha logrado en varias esquinas un ambiente relajado y turístico al que, sin embargo, se le nota el esfuerzo por parecerse a un modelo que está en otra parte. La reconversión de la Ciudad Vieja, en particular, lleva algunas décadas.

Soportó momentos hostiles, como la crisis de 2002 y el enclaustramiento por la pandemia, y sigue sin detenerse, pero ya se sabe que los cambios en el paisaje suelen tener como correlato la expulsión de los inadaptados. Sandino Núñez es de esos. El texto que sigue es la primera parte de un trabajo en el que repasa las razones por las que, incapaz de disfrutar de las nuevas ofertas del barrio, terminó yéndose.

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Todo contacto con los nativos es imposible. Y lo digo con sinceridad: me cuesta saber quién es el monstruo. Pero en el fondo no es difícil: o ellos o yo. Siempre lo fui, pero ahí me he ido volviendo cada vez más vergonzoso, al punto de no querer o no poder recorrer las dos cuadras que me llevan al comercio donde compro leche y pan. Horror de tener que abrirme paso entre los que conversan en la peatonal (dos de ellos, me parece, viven en mi edificio). ¿Tengo que saludar? ¿Y si interrumpo un diálogo importante? ¿Y si en realidad me toleran apenas, como a un advenedizo, y preferirían no interactuar conmigo, es decir, preferirían que yo no estuviera o que estuviera en cualquier parte, pero no ahí? Es lo que verdaderamente creo, pero lo sé un delirio y ahí me detengo, porque eso supone que ellos me notan o me advierten, y, en definitiva, sé que mi saludo o mi disposición a ser sociable caerán pesadamente al suelo, para nadie. Y Dios nunca me lo perdonaría. En otras circunstancias quizá podría caminar, apenas. Pero en ese océano de barro y duda no es posible. Todo mi aparato motor se descontrola. No tengo cerebro automático ni rutinas musculares o neuronales. En esas dos cuadras simplemente lo entiendo: no sé caminar. Apenas si logro dar pasos irregulares, de longitud y frecuencia variables. Mis movimientos son discontinuos, como si faltaran fotogramas o como si estuvieran proyectados en reversa. O ambos. Tengo algo de fantasma japonés. No sé qué hacer con mis brazos, y, es obvio, mis brazos (mis piernas, mi cabeza) no saben qué hacer conmigo. Soy incapaz de conservar un ritmo o cierta armonía, como un grupo de músicos que no ensamblan o como un autómata en cortocircuito. (Si yo fuera nativo preferiría mudarme antes que ver semejante espectáculo). El nivel de dificultad es extremo, sobre todo al regreso, que es en subida: mis piernas serán incapaces de sostener la mole de arriba, me faltará oxígeno, tendré ganas de toser, no toseré (siempre he tenido miedo de no poder parar una vez que rompa a toser). Y todavía tengo que pasar de regreso entre los nativos (ahora sé que están ahí) y subir por escalera los dos pisos hasta el apartamento. Ahí, con tiempo y con suerte, me despierto.

Los duendes

¿Dónde estamos? Ah. Me fui ya viejo de Montevideo por veinte razones que nunca me he planteado claramente. Supongo que me fui empujando y acorralando. Haciendo las cosas de modo tal que, llegado el momento, no pudiera no irme. El barrio no es, seguramente, la primera razón por la que emigré. Pero es lo que necesito despachar primero. La bohemia intelectual siempre se dijo atraída por Ciudad Vieja. Dios perdone entonces esta doble herejía: odio Ciudad Vieja. Y con esto no quiero decir, simplemente, no me gusta. Es probable incluso que me guste, así como puede gustar, o no, algo que está afuera: un edificio, un mueble, un árbol, una fotografía, unas nubes. Es literal: la odio infantilmente y lleno de prejuicios, así como se odia a una persona mala. Odio su psicología, sus pretensiones, su humor, sus maneras. Odio su obligación de ser joven: Ciudad Vieja siempre fue vieja, pero hoy es millennial: no tiene más de treinta años.

No alcancé a vivir allí dos años, pero fue suficiente. Conozco Ciudad Vieja de mucho antes de la era glacial. Es un microuniverso cerrado con una dinámica bastante simple. Edificios milenarios como enormes herbívoros, que no parecen estar ahí para exhibir el poder del Estado o del sistema financiero sino para testimoniar su solidez, para mostrar cómo atraviesan calladamente todas las eras. Esas moles, esos objetos masivos no interactúan orgánicamente, pero su gravedad atrae: organizan el espacio y aportan la atmósfera gótica. Luego, edificios rápidos y estandarizados, mucho más nuevos, de oficinas y burócratas, que se abren en toda la red que los sirve, los alimenta y los sostiene: quioscos, impresos y fotocopias, casas de comidas rápidas y minutas, estacionamientos. Y, luego, tugurios y pensiones. Ese era su equilibrio más antiguo, su forma más estable y fría. Las callecitas angostas y sin un árbol, agujereadas de baldíos y edificios ruinosos, donde el edificio patrimonial convive, como rezongando, con el adefesio vidriado. Y las fachadas tragando el hollín de los ómnibus. Y el mar que nadie ve, por ahí, en todas partes. Siempre me pareció menos un barrio que un rincón. Abierto de lunes a viernes, de ocho a dieciocho. Y más allá, su verdad más profunda: su tristeza. La siesta de los domingos de febrero.

Turistizar y peatonalizar son verbos atroces. Pintoresquizar y gentrificar son, si cabe, peores. Esos duendecitos perversos han ido pintarrajeando distintas caras en esa tristeza. Una especie de curiosidad sádica, se diría, pero no. Mucho más trivial y pedestre. Era una intervención, en el sentido político pero también artístico de la palabra. La planificación económica de la trama urbana subordina enteramente la vieja dinámica social espontánea de la economía al diseño, a las operaciones y al cálculo. La limpia de cualquier amenaza simbólica. O peor: recupera y recicla toda amenaza simbólica como valor. La intervención provenía de un software internacional que tapizaba el globo con peatonales idénticas y que estimulaba simultáneamente tres puntos acupunturales. Uno, el consumo interno (traer a los sectores medios —tradicionalmente torpes, grises y sin imaginación, como yo— al circuito del consumo, el espectáculo y el producto gourmet). Dos, la industria blanca del turismo. Tres, el mercado inmobiliario. A comienzos de siglo la movida tendía a torcerse a la fiesta, y había infestado las calles de pubs y volumen nocturno. Pero también había una cara intelectual: librerías, galerías de arte, museos, bolichitos. Y no mucho tiempo después la fiesta terminó. Empujada por los residentes, tuvo que migrar a otro barrio. Ignoro si eso era parte del plan. La cara intelectual, más civil y discreta, quedó: cierto arrastre terminó por llevar a muchos artistas a instalar allí sus atelieres (y a veces su residencia) y a los jóvenes tocados por la inquietud a abrir colectivos y casas de arte. Artistas y jóvenes inquietos no nacen en cualquier estrato social.

Toda la ciudad, y Ciudad Vieja sobre todo, fue reinventada bajo los signos de la cultura y el arte. Quioscos, maxiquioscos y locales de comida rápida se multiplicaron reciclados en localcitos gourmet, vermuterías y boliches de smoothies. Muchas instituciones (empresas, ONG, museos, centros y departamentos culturales de embajadas) habían entendido rápidamente la obligación estética de abandonar sus oficinas en los edificios impersonales y restaurar o reciclar alguna vieja casona. Muchos edificios milenarios fueron restaurados, iluminados y mantenidos. Y fue un día Día del Centro, y una noche Noche de los Museos, o de los Teatros, o de las Librerías, o de los Poetas. Por un lado Soho, Montmartre, Trastévere. Sueño de un barrio bohemio y de una trama residente de lofts y de apartamentos cerca del puerto. Por otro, dar algo a ver a los doscientos viejos ricos ricos que bajan a tierra de los cruceros. Por último, cambiar la cara de tristeza del clásico domingueo familiar por la curiosidad extasiada de la nueva industria del turismo doméstico. Todos fuimos turistas en nuestra ciudad. Y la gente salía a visitar su propia casa, a pasear con los hijos, a comer algo, a gastar unos pesos a fin de mes. No está mal, no está mal. ¿Quién podría antipatizar con eso? Nadie, excepto un deprimido o un amargado. Eran operaciones win-win. Llegué casi a simpatizar, en cierta medida y en cierto momento, con su sarpullido de pequeños comercios: lo imaginaba como brotes primaverales, como manifestaciones de la empecinada vitalidad del barrio y como un tejido para evitar la erosión causada por los mercados de grandes superficies, esos que convierten, ni bien se posan, a todo un barrio en un estacionamiento o un cementerio. Me equivocaba, por supuesto.

Sándwich de autor

Un día, hace algunos años, nos sentamos con mi esposa en un local de comidas en el barrio. Su nombre era un patronímico español como Hernández o Núñez, apellido ordinario que quiere prestarse nobleza con la tradición mediterránea del servicio. Yo estaba con hambre, a decir verdad, y quería comer un sánguche caliente montevideano clásico: jamón y queso en pan de miga enmantecado abundantemente, a la plancha. La moza me dice que tienen un sándwich caliente insuperable (“de autor”, dijo), y me lo presenta así: dos lonjas de pan artesanal de masa madre tostado con aceite de oliva extra virgen, jamón serrano o bondiola, queso de cabra u oveja, albahaca. Ideal para ser acompañado por una cerveza artesanal muy específica cuya descripción soy incapaz de reproducir pero que parece que tenía un muy buen maridaje con el sánguche en cuestión. Qué puede fallar, pensé. Falló todo. Un plato cuadrado enorme e incómodo que apenas entraba en la mesa. Perdidas en esa superficie inmensa, dos rodajas de un pan con más poros que pan y, por tanto, muy poco apto para tostar, y con una cáscara intratable para cualquier dentadura humana. Recostada sobre las rebanadas de pan, como una maja desnuda anoréxica, una película casi transparente de jamón del tamaño de una hojilla de fumar. Luego unos cubitos de queso lechoso aquí y allá. Y por último hojas de albahaca en el medio, como un ornato de plumas. Me hubiese gustado fotografiar mi cara en ese momento y hacer con la foto una gigantografía para poner en alguna de las paredes del bar y atormentar al señor Hernández o al señor Núñez por toda la eternidad. Mirá cómo te mira este otro Núñez, a quien acabás de estafar con tu sándwich caliente de autor. Pero me limité torpemente a pedir un poco de sal y aceite de oliva extra para tratar de dar algo de sabor y sobre todo una consistencia masticable y tragable a la estructura cavernosa y rígida del pan. ¿Está seguro?, me pregunta la moza. Demoro un segundo en entender que ella busca ser mi mamá, mi enfermera y mi nutricionista. Y está ejerciendo un recurso disuasivo: piénselo bien, señor, quizás a su edad no sea bueno tanto sodio. ¿Cómo estar seguro de algo?, pienso. Y, más brutalmente, estoy a punto de decir: Mire, ¿por qué no me controla la presión o me toma una muestra de sangre y la analiza? O también: Puedo firmar una declaración desligando al local de toda responsabilidad por mi salud, si usted quiere. Pero no, simplemente dije: Sí, estoy seguro. Antes había sal y aceite y vinagre en todas las mesas de cualquier bar o restaurante. Ahora la asistencia, la orientación y el cuidado parecen formar parte de las nuevas experiencias de consumo. ¿Será que si soy parte de la tribu mis circuitos deben cerrar necesariamente por fuera, en esos pequeños otros que, como chamanes, me aconsejan y me orientan para que mi experiencia sea lo menos perjudicial o dañina posible? Ingenuamente, poniendo obstáculos y alejando la tentación de nuestro alcance, se busca que todos seamos santos. Pero la idea de santidad se pierde y además se empuja, perversamente, a lo contrario. Finalmente trago la feta de jamón de un solo bocado, pellizco algunos cubitos de queso que se deslizan en una especie de baba hacia los bordes del plato (pues quieren irse lejos de ahí) y mastico sin ganas un par de pedacitos de pan. ¿Todo bien?, es la pregunta epilogal de la moza mientras prepara la cuenta. ¿Todo bien? Le enciende la cara el entusiasmo orgulloso de una niña que acaba de rendir un examen de piano y espera un bravo y un aplauso de pie. ¿Todo bien?, sonríe y me cobra una fortuna. Lo que acabo de gastar duplica el precio de un sánguche caliente tradicional, y el señor Hernández lo ha hecho con la décima parte del esfuerzo y los costos de producción. Y yo estoy muerto de hambre. ¿Qué comí? Nada. Anorexia mental. Comí una hostia de jamón y dos o tres cubos de queso de cabra (¿por qué caí en la trampa del queso de cabra, Dios mío, si tenemos buena tradición de quesos de leche bovina?). Comí nada, pero consumí la experiencia de consumir, consumí los supuestos saberes de mil expertos y entendidos, consumí nombres y palabras. Consumí los signos convencionales e insípidos del consumo. Entonces me jodo, soy culpable, me lo merezco. El asunto está en las antípodas de la anécdota Un día de furia (Falling Down), aquella película con Michael Douglas que todo el mundo cita. El odio y la rabia de Douglas se deben al engaño y la estafa, y por eso se pueden volcar como una explosión masiva sobre el otro (ese es el tema del mass killer). Le prometieron la voluptuosidad chorreante de una hamburguesa enorme y le dieron un coso indigesto y oscuro, no mucho más grande que una moneda grande. No tardo en entender que mi odio y mi rabia, en cambio, no tienen salida. Se deben al simulacro y a la puesta en escena. No peleo contra ladrones o estafadores que estropean una buena lógica de intercambio. Me empantano en una lógica que me vende un intangible que dice escapar del principio de equivalencia. El local de comidas es trucho, pero como, en rigor, todo lo que lo rodea y lo construye lo es (y eso me incluye a mí, pidiendo queso de cabra, sintonizado con la frecuencia misma de la puesta en escena), no se nota, no se distingue del fondo. Me ofrecieron una experiencia gourmet y me dieron una experiencia gourmet. Y si para mí esa experiencia es insatisfactoria (la verdad es que fue una perfecta mierda), el problema es mío. Es que soy histérico, demasiado grosero y muy poco educado para la delicadeza profunda de la nueva coreografía del consumo. Nada cambia, excepto la polaridad: antes sentía rabia, ahora culpa. Antes me vendían una hamburguesa que quería parecerse a la felicidad, con el riesgo platónico de parecerse poco o nada. Ahora me ofrecen directamente la felicidad como experiencia de felicidad. Y si la experiencia quedó muy por debajo de la idea, mi problema es con la idea y no con eso —la experiencia, de la que nada sabemos excepto que no tiene la sustancialidad de una mercancía—. Acá no disfruta el que no quiere, que por lo general es el neurótico intelectualizado.

Ilustración: Polyester

Fetichismo cultural del valor

El trauma en Hernández o Núñez fue decisivo. Operó retroactivamente. Me he dado cuenta. Los nativos tienen mascotas. O comercios que merecen el nombre de proyectos. Y estoy seguro de que no les resulta fácil distinguir entre unas y otros. Tienen mesas y sillas en la vereda, decks de madera, farolitos chinos, sahumerios. Los localcitos son un primor o un mamarracho (casi escribo kitsch), y casi siempre son las dos cosas. Contrapeso de la estética impersonal neoliberal y del luxe terraja de los noventa (free shops, clase VIP de Buquebus, malls, inns y casinos, alfombras rojas y mangueras con luces led), el vintage, el rústico, el reciclaje y el bricolaje parecen estar más al alcance de las posibilidades de los actuales sectores aspiracionales urbanos y más cerca de la gran coartada de proximidad, calidez e intimidad que los disfraza. Mezcla adúltera de carpetitas de crochet, máquinas de coser restauradas, afiches de películas, viejos carteles comerciales o sobres de discos de vinilo (por supuesto), mesas, bancos, sillas y sillones (la bergère de Nené, las mecedoras del depósito del fondo, los banquitos del remate). Ese escenario se ofrece ciertamente como diseño: celebración de la diversidad, ética del riesgo, desparpajo simpatiquísimo del dueño. Pero en el fondo todos sabemos que este sándwich de autor no es más que desidia, haraganería y boludez.

Los rubros son también rebuscados y siguen el mismo modelo de estandarizaciones y promedios de la personalización y la costumización. No hay una fonda o un bodegón capaz de mantenerse fiel a sí mismo. No hay mercados de quesos y fiambres, frutos secos y encurtidos. Pero hay panes rústicos, comida vegana, cómics usados, tabaquería y macoñería, cerveza artesanal, dulces exóticos, barberías, santerías. Todo el circuito no es más que oportunismo, y por eso los locales nunca son serios. Viven en una zona crepuscular entre lo provisorio y lo póstumo. No venden mercancías sino atmósferas, maneras, un buen rato, nobleza, un ambiente agradable. El capitalismo es sabio y un circuito comercial siempre se sintetiza en la sustancialidad del objeto mercantil y en el principio de equivalencia, y no en la poesía intransferible de la experiencia. Esa poesía podría eventualmente haber funcionado como una resistencia a los circuitos de equivalencia y valor. Pero no: el capitalismo fue más sabio y la poesía fue incorporada violentamente a esos circuitos sin una queja, hasta hacer de ella el centro inefable del nuevo fetichismo cultural del valor.

Ni bien nace cualquiera de estos locales da la sensación ya de estar esperando el momento del cierre (cuando caiga la tendencia #masamadre o se olvide la rebelión vegana o la expresión “salir de tapas”, etc.). Hijos y padres de la gentrificación (diseño económico de la belleza urbana, de lo habitable, de lo agradable, etc.), nacieron sujetos invariablemente a lo variable, a la moda, al consumo y al apetito estandarizado y volátil de la demanda y el mercado. Cada local que abre es un elemento químico inestable sintetizado en el laboratorio, que existe puntualmente por un lapso brevísimo, incapaz de sostenerse de pie en condiciones ordinarias. Su vida y su existencia son una perturbación molesta e histérica que la nada asume, transitoria y provisoriamente, para volver a la nada y para volver mejor a una mejor nada. Morir es siempre su gran verdad subjetiva. Y ellos repiten esa verdad como un bocado agrio. Que así no se puede, que los impuestos, que se castiga al que tiene ganas de trabajar, que la lumpenización nos está destruyendo, que la seguridad, que la pandemia nos hizo mierda, que con todo el esfuerzo que hicimos para abrir el local, etcétera. Y todo para darle a esta ciudad algo (esa nada, ese sándwich de autor) que ella no merece. Así hablan. Los veo compadrear en la peatonal con sus chupines y sus barbitas. Los veo hacer acrobacias con su lógica perversa, siempre profundamente convencidos. Su asunto era menos escribir buena poesía que inventar, ex post facto, las razones que la hicieran buena. Eso dice Borges sobre Carlos Argentino Daneri en El Aleph. Es la lógica del sándwich de autor. No me sorprendería que tuvieran un bulldog francés que se llama Foucault, chuequeando desagradablemente después de haber cagado en la vereda para que el dueño recoja el cadáver en una bolsita.

El no valor

Una ciudad, una zona de la ciudad, un barrio o incluso un rincón pueden ser bellos, y hasta convencionalmente bellos si se quiere. Esa belleza es, económicamente, algo que no encaja bien. No es útil, no sirve y tampoco se cuenta. Aunque alguien la haya creado y la mantenga, no se produce, no se vende, no se compra, no se intercambia. No tiene valor. Y eso no quiere decir no vale un centavo, que es lo que ha repetido la pragmática económica clásica. Pero tampoco quiere decir es invalorable: vale mucho más de lo que cualquier intercambio pueda dejar en su lugar, que es lo que decimos al convertirla en motivo poético, en lirismo orgulloso o virtuosismo antimercantilista. Ahí es cuando mejor la entregamos a la economía, y eso es lo que muestra obscenamente la propia publicidad: la sonrisa de un hijo no tiene precio, se dice, y nos venden un par de zapatos, un refresco o un teléfono celular. Quiere decir que está por fuera de la ley del valor y del cálculo, y por fuera del principio general de la equivalencia. No tiene valor quiere decir no es un valor. Eso es incomprensible para nuestra lógica cultural.

¿Qué modo extraño de existencia podría tener, en caso de existir, algo que no es un valor? En tanto nuestro lenguaje gira alrededor de los nombres y los sustantivos, y hablamos de sustancia, de objetos y de cosas, hablamos de valor, y giramos alrededor del valor. Aunque digamos bien, belleza o justicia, esos nobles conceptos están afectados por la sustancialidad del valor, es decir, por el problema de la existencia. Pues todo lo que nos rodea existe porque es un valor. Hemos sido hechos por la generalización de la lógica del valor. Esa contingencia no tiene remedio ni marcha atrás. Cuando entendemos que la mercancía satisface una demanda o una necesidad (natural, biológica, orgánica o práctica), la economía se vuelve lógicamente necesaria. Y la lógica económica es implacable y razona sin que lo sepamos, incesantemente. En todas partes ha metido ya la nariz. Esta ubicuidad inhibe cualquier lógica por fuera del valor y termina por construir al no valor como un parámetro que incide sobre el valor. El no valor no debería ser lo opuesto y simétrico del valor, como una cosa externa a él. Debería entenderse como el componente del valor que escapa de la ecuación mercantil: un excedente que impide que la equivalencia cierre, o una falta que abre el desequilibrio de la metáfora.

Todos sabemos que la verdad mercantil de un objeto es su valor de cambio (existencia sustancial, cantidad, peso, medida). Y sabemos también que la realización económica de la mercancía no es el abismo del uso, sino el momento puntual del intercambio. El uso, ciertamente, queda afuera del juego, más allá o más acá de la pragmática económica. El uso es el momento privado en el que el sujeto consume o gasta o disfruta o goza. Es el momento de una locura por fuera de la economía (es verdad), pero también por fuera de lo social. Es el momento real de la unión definitiva, la muerte indialéctica o la utopía orgásmica de la plenitud primaria. Ser el objeto, poseer o incorporar el objeto, ser poseído o incorporado por él. El deseo es un desplazamiento y una escenificación de la imposibilidad de usar o de lo real del uso. Y el uso no ha sido tradicionalmente asunto directo de cálculo económico, no ha estado iluminado por la luz de la economía política. Pero el modo de la economía es la circulación, y por tanto ese real circula bajo formas simbólicas de no-valor o falta: gustos, fantasías, enamoramiento, antojos, deseo. La mercancía circula socialmente no sólo vestida con los fantasmas del no-valor como el deseo, el gusto y el miedo, sino también movida por ellos. Y ahí, precisamente ahí, esos fantasmas son inscriptos completamente en la ecuación mágica del mercado, en su modo visible y contable: demanda. El no valor se vuelve manejable operacionalmente aunque no tengamos la menor idea de qué es, y si es que es algo. No sabemos qué es, pero eleva la demanda. Y la belleza económica de cualquier mercancía, se sabe, es su alta demanda.

Por eso pragmática del valor y lógica del deseo, por así decirlo, se mezclan en figuras perversas, siempre bajo la tutela y la hegemonía de la primera. La perversión de todas las figuras surge de la inversión fetichista y se alimenta de ella. Están destinadas a caber en la idea extrema de que una mercancía o un servicio son buenos o bellos porque son caros. El perfume es exquisito, ciertamente, porque este frasquito de mierda me costó una fortuna. Esta agua de alta gama es extraordinaria porque la botella vale lo que yo pago por dos meses de agua potable corriente. Pero hay derivaciones más sutiles. El sándwich caliente de autor es muy superior al caliente ordinario porque es de pan de masa madre, jamón serrano y queso de cabra. Masa madre, jamón serrano y queso de cabra son trasposiciones objetales del no valor: cosas-signo que encarnan el refinamiento y el gusto educado, aquello que expertos y árbitros de la elegancia han instituido como nuevos “estándares de excelencia”, y que yo debo incorporar como un estribillo hasta aprendérmelo, y luego seguir repitiendo hasta creérmelo, pues de lo contrario me estafaron y soy un perfecto gil.

En el fetichismo cultural del valor, el no valor no es sino un medio para valorizar el valor. Eso lo convierte en algo más abstracto que el valor, en un valor de segundo grado: un valorizador. Un operador destinado a catalizar las reacciones económicas y a producir más valor. Todo está, como se dice, de cabeza. Bajo la forma de demanda, las preferencias, los gustos o el deseo se vuelven objeto de anticipación, cálculo y planificación. El barrio bohemio, la noche de la poesía, el sándwich de autor. Donde bohemio, poesía o autor representan los no valores (que son, paradójicamente, valores artísticos o culturales o urbanísticos), signos que no valen pero elevan el valor del barrio, del paseo nocturno y del sánguche. O que crean cadenas adicionales de valor. Ahora “no es un valor” quiere decir “es un no-valor”. O: el no-valor comienza a operar como un metavalor. Publicidad, diseño y semiótica son operaciones inscriptas en la planificación económica. Su objetivo es hacer que el deseo sea absorbido plenamente por la demanda. La demanda es lo único visible como conducta económica. Producir la demanda es diseñar los juegos del deseo, con sus reglas claras y distintas, sus rutinas automáticas y sus operaciones. Se monta la escena y se opera con los signos (institucionales y convencionales) del deseo, los gustos, las preferencias y las perversiones. Se diseña punto por punto la heráldica de lo noble y lo refinado, o de lo distendido, lo erótico, lo educado, lo culto y lo intelectual, o de lo comprometido, o de lo transgresor, o lo que sea. En definitiva, se emplaza el no-valor como metavalor: signo, fantasma, coartada o señuelo que mantiene el valor en circulación perpetua.

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