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Raymond Chandler, 1946. Foto: AP.

Raymond Chandler en Los Ángeles

23 minutos de lectura
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En un texto de 1976 publicado en la revista Crisis número 30 y luego recogido en Crítica y ficción (1986), Ricardo Piglia afirmaba que “el único enigma que proponen —y nunca resuelven— las novelas de la serie negra es el de las relaciones capitalistas”. Es por dinero que se mata, pero también es por dinero que se investiga.

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Esa transparencia de los motivos facilita un tipo de ficción fragmentaria constituida por escenas que sólo se conectan mediante la figura del investigador. Los Ángeles, por su parte, es el microcosmos que prefigura, dice Jameson, “el país como un todo: una nueva ciudad sin centro, donde las diferentes clases han perdido el contacto mutuo, porque cada una está aislada en su compartimiento geográfico”. En este trabajo, que forma parte de un libro dedicado a Raymond Chandler aún no traducido al español, el crítico estadounidense examina el lenguaje literario del creador de Philip Marlowe —su uso particular del slang— y postula un paralelismo con la existencia en una nación que no está del todo presente en ninguna de sus partes.

1.

“Hace mucho tiempo, cuando escribía para las revistas pulp, incluí en un cuento una línea de este estilo: ‘Salió del auto y caminó por la vereda soleada hasta que la sombra de la marquesina sobre la entrada le cubrió la cara como una caricia de agua fresca’. Cuando publicaron el cuento, la sacaron. Los lectores no apreciaban esta clase de cosas, que sólo demoraban la acción. Me propuse demostrar que se equivocaban. Según mi teoría, los lectores creían que sólo les importaba la acción, pero en realidad, aunque no lo supieran, lo que les importaba, y lo que me importaba a mí, era la creación de emociones a través del diálogo y la descripción”.

Que para Raymond Chandler el relato policial era algo más que un mero producto comercial creado para brindar entretenimiento popular se ve en el hecho de que llegó a él tardíamente, luego de una larga y exitosa carrera como hombre de negocios. Publicó su primera y mejor novela, El sueño eterno, en 1939, cuando tenía 50 años y llevaba casi una década estudiando el género. Los cuentos que escribió durante ese período son, en su mayoría, bocetos de las novelas, episodios que más tarde usaría textualmente como capítulos en sus formatos más largos; y desarrolló su técnica imitando y reelaborando modelos creados por otros escritores de policiales: un aprendizaje deliberado y consciente en una etapa de la vida en la que la mayoría de los escritores ya se han encontrado a sí mismos.

Hay dos aspectos de sus experiencias tempranas que parecen explicar el tono personal de sus libros. Antes de que la Gran Depresión lo sacara del negocio, vivió en Los Ángeles durante 15 años como ejecutivo de una empresa petrolera, tiempo suficiente como para percibir lo que la atmósfera de la ciudad tenía de único, en una posición que le permitió observar el poder y las formas que tomaba. Y, a pesar de haber nacido en Estados Unidos, cursó sus estudios en Inglaterra desde los ocho años y tuvo una educación inglesa de public school.

Pues Chandler se consideraba a sí mismo, antes que nada, un estilista, y su distancia con la lengua norteamericana le dio la oportunidad de usarla de la manera en que lo hizo. En ese sentido, su situación no fue diferente de la de Nabokov: el escritor que adopta una lengua ya es una especie de estilista por fuerza de las circunstancias. Para él, el lenguaje ya nunca podrá ser natural, las palabras nunca podrán ser otra cosa que problemáticas. La actitud ingenua e irreflexiva hacia la expresión literaria, por lo tanto, queda inhabilitada, y el escritor siente en su lenguaje una especie de densidad y resistencia material: incluso los clichés y los lugares comunes, que para un hablante nativo no son en realidad palabras sino comunicación instantánea, adquieren una resonancia extraña en sus labios, se usan entre comillas, como especímenes interesantes que se exhiben con delicadeza: sus oraciones son collages de materiales heterogéneos, de extraños retazos lingüísticos, expresiones, coloquialismos, nombres de lugares y dichos locales, unidos laboriosamente en una ilusión de discurso continuo. En este sentido, la situación experimentada por el escritor en una lengua prestada resulta emblemática de la situación de un escritor moderno en general, ya que, para él, las palabras se han convertido en objetos. El relato policial, como forma sin contenido ideológico, sin un sentido político o filosófico evidente, permite esa clase de experimentación estilística pura.

Pero además ofrece otras ventajas, y no es casual que los principales representantes de la doctrina del “arte por el arte” en la novela moderna, Nabokov y Robbe-Grillet, organicen casi siempre sus obras en torno a un asesinato: pensemos en El mirón y La casa de citas; pensemos en Lolita y en Pálido fuego. Estos escritores y sus contemporáneos en el arte encarnan una especie de segunda ola del impulso formalista moderno que produjo los grandes modernismos de las primeras dos décadas del siglo XX. Pero en sus obras tempranas, el modernismo fue una reacción contra la narración, contra la trama; aquí, el suceso vacío, decorativo, del asesinato sirve como modo de organizar un material esencialmente carente de trama en una ilusión de movimiento, en los arabescos formalmente satisfactorios de un rompecabezas que se resuelve. Sin embargo, el contenido real de estos libros es casi pictórico: los hoteles y los pueblos universitarios del paisaje norteamericano en Lolita, la isla de El mirón, las anodinas ciudades de provincia de La doble muerte del profesor Dupont o En el laberinto.

De igual manera se puede considerar a Chandler como pintor de la vida norteamericana: no como creador de esos modelos a gran escala de la experiencia estadounidense que ofrece la gran literatura, sino más bien de imágenes fragmentarias de escenarios y lugares, percepciones fragmentarias que resultan de algún modo, a causa de cierta paradoja formal, inaccesibles para la literatura seria.

Raymond Chandler junto a su secretaria (no identificada). Foto: AP, Los Angeles Times.

Tomemos, por ejemplo, alguna experiencia cotidiana insignificante, como el encuentro fortuito de dos personas en el recibidor de un edificio. Encuentro a mi vecino abriendo su buzón; nunca lo he visto antes, nuestras miradas se cruzan por un instante, él me da la espalda mientras forcejea con las gruesas revistas que están adentro. Un instante como ese expresa, en su naturaleza fragmentaria, una verdad profunda sobre la vida norteamericana, en su percepción de las alfombras manchadas, los escupideros llenos de arena, las puertas de vidrio que no cierran bien, todo lo que evidencia el anonimato deslucido de los lugares de paso entre las lujosas vidas privadas que yacen una junto a la otra como mónadas cerradas tras las puertas de los departamentos privados: la monotonía de las salas de espera y las terminales de ómnibus, de los lugares desatendidos de la vida colectiva que llenan los espacios entre los compartimientos privilegiados de la vida de clase media. Esa percepción, a mi entender, depende en su misma estructura de la suerte y el anonimato, de la vaga mirada al pasar, como desde la ventanilla de un ómnibus, cuando la mente está concentrada en preocupaciones más inmediatas: su misma esencia es ser superflua. Por eso elude el aparato de registro de la gran literatura: conviértanla en una epifanía joyceana y el lector se verá obligado a tomar ese momento como el centro de su mundo, como algo directamente cargado de sentido simbólico; y, en seguida, la cualidad más frágil y valiosa de la percepción se daña irremediablemente, su levedad se pierde, ya no puede ser entrevista a medias, desestimada a medias: se le asigna un significado arbitrario a lo que no significa nada.

Ahora bien, pongan esa experiencia en el marco de un relato policial y todo cambia. Me entero de que el hombre que vi ni siquiera vive en mi edificio y de que en realidad estaba abriendo el buzón de la mujer asesinada, no el suyo, y de golpe mi atención vuelve hacia la percepción que había pasado por alto y la ve de una forma nueva, intensificada, sin dañar su estructura. En efecto, es como si hubiera algunos momentos de la vida a los que sólo se accede a costa de eliminar cierto enfoque intelectual: como objetos en el borde de mi campo visual que desaparecen cuando giro para mirarlos de frente. Proust sentía esto profundamente, y toda su estética presuponía un antagonismo absoluto entre la espontaneidad y la inhibición. Para Proust, sólo podemos estar seguros de haber vivido, de haber percibido, luego del hecho mismo de la experiencia; para él, el proyecto deliberado y voluntario de enfrentarse cara a cara con la experiencia en el presente está siempre condenado al fracaso. De un modo más sutil, la estructura temporal específica de los mejores policiales también es un pretexto, un marco organizativo para esa misma percepción aislada.

En este contexto debe entenderse la conocida distinción entre la atmósfera del policial norteamericano y la del inglés. Gertrude Stein, en sus conferencias publicadas en 1935 como Lectures in America, sostiene que el rasgo principal de la literatura inglesa es la incansable descripción de la “vida cotidiana”, de la rutina vivida y de la continuidad, en la cual las posesiones se cuentan y se evalúan día a día y la estructura básica consiste en ciclo y repetición. La vida norteamericana, el contenido norteamericano, por otra parte, no tiene forma, siempre se reinventa, como una tierra indómita e inexplorada donde la noción misma de experiencia se pone en cuestión y se revisa constantemente, donde el tiempo es una sucesión indeterminada en la que resaltan, como válvulas de escape, algunos instantes decisivos, explosivos, irrevocables. Es por eso que el asesinato en un plácido pueblo inglés o en un club londinense rodeado de niebla se lee como el signo de una interrupción escandalosa en una continuidad pacífica; mientras que la violencia pandillera de la gran ciudad norteamericana se percibe como un destino secreto, una especie de némesis que acecha bajo la superficie de fortunas repentinas, crecimiento urbano anárquico y vidas privadas efímeras. Sin embargo, el momento de violencia, que parece central en ambas, no es más que una distracción: la función real de un asesinato en un pueblo tranquilo es hacer que el orden se sienta con más fuerza, mientras que el principal efecto de la violencia en el policial norteamericano es permitir que se la experimente en retrospectiva, en el puro pensamiento, sin riesgos, como un espectáculo contemplativo que no ofrece tanto una ilusión de vida como la ilusión de que la vida ya ha sido vivida, de que ya hemos tenido contacto con las fuentes arcaicas de esa Experiencia que los estadounidenses siempre han fetichizado.

2.

“Nos miramos con los ojos puros, inocentes, de una pareja de vendedores de autos usados”. La ventana alta

La literatura europea es metafísica o formalista porque da por sentada la naturaleza de la sociedad, de la nación, y trabaja más allá de ellas. La literatura norteamericana parece nunca ir más allá de la definición de su punto de partida: cualquier retrato de Estados Unidos está envuelto en interrogantes y presuposiciones acerca de la naturaleza de la realidad norteamericana. La literatura europea puede elegir sus temas y el ancho de la lente; la literatura norteamericana se siente obligada a incluirlo todo, a sabiendas de que la exclusión también es parte del proceso de definición y de que puede ser juzgada tanto por lo que calla como por lo que dice.

El último gran período de la literatura norteamericana, que fue más o menos de una guerra mundial a la otra, exploró y definió a Estados Unidos de un modo geográfico como una suma de localismos separados, como una unidad acumulativa cuyos límites exteriores encerraban una totalidad ideal. Pero desde la Segunda Guerra Mundial, las diferencias orgánicas entre regiones se fueron borrando cada vez más a causa de la estandarización, y la unidad social orgánica de cada región se fue fragmentando y volviendo más abstracta a causa del nuevo encapsulamiento de las vidas en unidades familiares individuales, del colapso de las ciudades y de la deshumanización del transporte y los medios, que van de una mónada a otra. En esta nueva sociedad la comunicación es ascendente, sube a través de enlaces conectores abstractos y luego vuelve a bajar. A las unidades aisladas las persigue la sensación de que el centro de las cosas, de la vida, del control está en otro lado, más allá de la experiencia vivida inmediata. Las principales imágenes de interrelación en esta nueva sociedad son yuxtaposiciones mecánicas: las casas prefabricadas idénticas de las planificaciones urbanísticas amontonadas en las colinas; las autopistas de cuatro carriles repletas de autos y observadas desde arriba, como una abstracción, por un helicóptero de tránsito. Si existe una crisis en la literatura norteamericana actual, debería entendérsela en el marco de este material social ingrato, en el que sólo los artificios producen ilusión de vida.

Chandler está en algún punto intermedio entre estas dos situaciones literarias. Su trasfondo completo, su modo de pensar y de ver las cosas proviene del período de entreguerras. Pero a causa de su ubicación fortuita, su contenido social anticipa la realidad de los cincuenta y los sesenta. Porque Los Ángeles ya es una especie de microcosmos y prefiguración del país como un todo: una nueva ciudad sin centro, donde las diferentes clases han perdido el contacto mutuo, porque cada una está aislada en su compartimiento geográfico. Si el símbolo de la coherencia y la inteligibilidad social se manifestó en el edificio de departamentos parisino del siglo XIX (dramatizado en Miseria humana de Zola), con una tienda en la planta baja, los habitantes ricos en el segundo y el tercer piso, más arriba los pequeños burgueses y, en las últimas plantas, las habitaciones de obreros, criadas y sirvientes, Los Ángeles es lo contrario: una dispersión horizontal, una diseminación de los elementos de la estructura social.

Dado que ya no existe una experiencia privilegiada en la que pueda aprehenderse la estructura social completa, debe inventarse una figura que pueda superponerse a la sociedad como un todo, cuya rutina y patrón de vida sirvan de algún modo para unir sus partes separadas y aisladas. El equivalente es la novela picaresca, en la que un solo personaje se mueve de un contexto a otro, uniendo episodios “pintorescos” que, sin embargo, no están intrínsecamente conectados. Al hacer esto, de alguna manera el detective cumple la función del conocimiento antes que la función de la experiencia vivida: a través de él somos capaces de ver, de conocer la sociedad como un todo, pero él no reemplaza realmente a la experiencia genuina. Claro que el origen del detective literario se encuentra en la creación de la policía profesional, cuya organización puede atribuirse no tanto al deseo de prevenir el crimen en general, sino a la voluntad, por parte de los gobiernos modernos, de conocer y, por ende, controlar los diversos aspectos de sus áreas administrativas. Los grandes detectives continentales (Lecoq, Maigret) son en general policías, pero en los países anglosajones, donde el control gubernamental sobre los ciudadanos es mucho más ligero, el detective privado, de Holmes al Philip Marlowe de Chandler, tomó el lugar del funcionario de gobierno hasta el regreso del policial procesal en la posguerra.

Como explorador involuntario de la sociedad, Philip Marlowe visita tanto los lugares que no miramos como los que no podemos mirar: los anónimos o los ricos y reservados. Ambos tienen algo de la extrañeza con la que Chandler caracteriza la estación de policía: “Un periodista de policiales de Nueva York escribió una vez que al traspasar las luces verdes de la comisaría, uno sale de este mundo para entrar en un lugar que está más allá de la ley” (La dama del lago). Por un lado, están esas partes del escenario norteamericano que son tan impersonales y sórdidas como las salas de espera públicas: edificios de oficinas en ruinas, ascensores con escupidero y un ascensorista sentado en una banqueta a su lado; oficinas lóbregas, en especial la del mismo Marlowe, vistas a cualquier hora del día, a esas horas en que olvidamos que existe la oficina, al caer la noche, cuando el resto de las oficinas están a oscuras, o temprano en la mañana, antes de que empiece el tránsito; comisarías; habitaciones y vestíbulos de hotel, con sus típicas palmeras en macetas y sillones mullidos; casas de huéspedes con encargados que además manejan negocios ilegales. Todos estos lugares se caracterizan por pertenecer al lado masivo, colectivo de nuestra sociedad; lugares ocupados por gente sin rostro, que no dejan detrás de sí ninguna marca de su personalidad; en definitiva, la dimensión de lo intercambiable, lo inauténtico:

De los edificios de departamentos salen mujeres que deberían ser jóvenes, pero que tienen la cara como la cerveza rancia; hombres con sombreros calados hasta muy abajo y miradas rápidas que inspeccionan la calle, ocultos detrás de la mano ahuecada que protege la llama del fósforo; intelectuales consumidos, con tos de fumador y sin dinero en el banco; detectives secretos con rostros de granito y ojos resueltos, cocainómanos y traficantes de cocaína; gente que no tiene pinta de nada en particular y lo sabe, y, cada tanto, hasta algún hombre que va a trabajar. Pero salen temprano, cuando las veredas agrietadas están vacías y todavía tienen rocío. La ventana alta

La presentación de esta clase de materia social es mucho más frecuente en el arte europeo que en el estadounidense: como si de alguna manera estuviéramos dispuestos a saber cualquier cosa acerca de nosotros, el peor secreto, siempre y cuando no sea este anonimato sin nombre y sin rostro. Pero basta con comparar los rostros de los actores y los extras de cualquier película europea con los de las películas norteamericanas para notar, en los nuestros, la falta de densidad en la lente y la diferencia entre la representación visual y los rasgos de la gente que nos rodea en la calle. Lo que hace que esto sea más difícil de observar es que, por supuesto, nuestra visión de la vida está condicionada por el arte que conocemos, que no nos ha entrenado para ver la textura de las caras de la gente común, sino más bien para impregnarlas de glamur fotográfico.

La otra parte de la vida norteamericana con la que Marlowe tiene contacto es el reverso de lo anterior: la gran propiedad, con su séquito de sirvientes, choferes y secretarias; y, a su alrededor, las instituciones varias que están al servicio de la riqueza y protegen su discreción: los clubes privados, ubicados sobre caminos privados en las montañas y patrullados por policía privada que sólo deja entrar a los miembros; las clínicas donde hay acceso a drogas; los cultos religiosos privados; los hoteles de lujo con su personal de seguridad; los barcos de juego privados, anclados más allá del límite de las tres millas marinas; y un poco más lejos, la policía local corrupta, que maneja un distrito en nombre de un hombre o de una familia y protege las variadas actividades ilegales que surgen para satisfacer al dinero y sus necesidades.

Pero el retrato que Chandler ofrece de Norteamérica también tiene un contenido intelectual: es el reverso, la realidad oscura y concreta de una ilusión intelectual abstracta sobre Estados Unidos. El sistema federal y la arcaica Constitución federal desarrollaron en los norteamericanos una doble imagen de la realidad política de su país, un sistema dual de pensamiento político cuyas partes nunca confluyen. Por un lado, una política nacional glamorosa cuyos líderes distantes están investidos de carisma, una cualidad irreal, distinguida, que obedece a sus actividades en política exterior y cuyos programas económicos aparentan tener sustento dentro de las apropiadas ideologías del liberalismo o el conservadurismo. Por otro lado, la política local, con su odio, su corrupción omnipresente, sus acuerdos y su constante preocupación por cuestiones pedestres, materialistas, como la eliminación de la basura, las zonificaciones, los impuestos a la propiedad, etcétera. Los gobernadores están a mitad de camino entre los dos mundos, pero, por ejemplo, para que un alcalde se convierta en senador hace falta una metamorfosis completa, una transformación de una especie en otra. De hecho, las cualidades que se perciben en el macrocosmos político son sólo ilusorias, la proyección del opuesto dialéctico de las cualidades reales del microcosmos: todos están convencidos de lo turbio de la política y de los políticos en el nivel local, y cuando todo se plantea en términos de interés, la ausencia de codicia se convierte en un rasgo cautivante. Como el padre cuyos defectos son invisibles para sus hijos, los políticos nacionales (con algunas excepciones sorprendentes) parecen estar más allá del interés personal, y esto confiere un prestigio automático a sus asuntos profesionales, los eleva a otro nivel retórico completamente diferente.

En el plano del pensamiento abstracto, la permanencia predestinada de la Constitución tiene el efecto de entorpecer el desarrollo de cualquier teorización política especulativa y de reemplazarla por el pragmatismo dentro del sistema, el cálculo de contrainfluencias y las posibilidades de hacer concesiones. Hay una suerte de veneración ligada a lo abstracto y un cinismo desencantado ligado a lo concreto. Como en ciertos tipos de obsesiones y disociaciones mentales, los norteamericanos son capaces de observar la injusticia local, el racismo, la corrupción y la incompetencia educativa con ojo entrenado, a la vez que siguen manteniendo un optimismo sin límites en lo que respecta a la grandeza del país entendido como un todo.

En los libros de Chandler la acción tiene lugar dentro del microcosmos, en la oscuridad de un mundo local y sin el amparo de la Constitución federal, como en un mundo sin Dios. El impacto literario depende del hábito de la doble vara en cuestiones políticas alojado en la mente del lector: sólo porque estamos acostumbrados a pensar en la nación como un todo en términos de justicia es que estas imágenes de gente atrapada en la red de poder de un municipio local nos impactan tanto como si estuvieran en un país extranjero. En esta otra cara del federalismo, el aparato de poder local está más allá del reclamo; la ley de la fuerza bruta y el dinero es total y no se oculta detrás de ningún ornamento de la teoría. En una ilusión óptica escalofriante, la jungla reaparece en los suburbios.

En este sentido, la honestidad del detective puede entenderse como un órgano de percepción, una membrana que, al irritarse, sirve para mostrar con su reacción la naturaleza del mundo que la rodea. Porque si el detective es deshonesto, su trabajo se reduce al problema técnico de cómo tener éxito en un encargo pago. Si es honesto, es capaz de sentir la resistencia de las cosas, de permitir una visión intelectual de lo que atraviesa en el plano de la acción. Y el sentimentalismo de Chandler, que se contagia a ciertos personajes honestos en sus primeros libros pero que quizás resulta más fuerte en El largo adiós, es el reverso y el complemento de esta visión, un alivio momentáneo, una compensación para su desolación sin remedio.

El periplo del detective es episódico a causa de la naturaleza fragmentaria, atomizada, de la sociedad en la que se mueve. En los países europeos, aun la gente más solitaria sigue involucrada de algún modo en la materia social; su misma soledad es social; su identidad está inextricablemente unida a la de los otros por medio de un claro sistema de clases, por una lengua nacional, en lo que Heidegger describe como el Mitsein, el ser-con-otros.

Pero la forma de los libros de Chandler refleja una separación norteamericana primordial entre las personas y su necesidad de estar unidas por una fuerza externa (en este caso, el detective), si es que en algún momento van a formar parte del mismo rompecabezas. Y esta separación se proyecta en el espacio mismo: no importa cuán poblada esté la calle en cuestión, las varias soledades nunca se unen realmente en una experiencia colectiva, siempre hay distancia entre ellas. Cada oficina sórdida está separada de la siguiente; cada habitación en la pensión, separada de la contigua; cada morada, separada de la vereda que tiene enfrente. Es por eso que el leitmotiv más característico de los libros de Chandler es el de la figura parada en un mundo, mirando distraída o atentamente hacia otro:

Al otro lado de la calle había una funeraria italiana, pulcra, silenciosa y discreta, con ladrillo pintado de blanco hasta el nivel de la vereda. Casa Funeraria Pietro Palermo. La fina caligrafía verde de un cartel de neón atravesaba la fachada con un aire recatado. Un hombre alto de traje oscuro salió por la puerta principal y se apoyó en la pared blanca. Parecía muy guapo. Tenía la piel oscura y una cabeza atractiva de pelo gris acero, peinado hacia atrás desde la frente. Sacó algo que, a la distancia, parecía una cigarrera de plata o de platino con esmalte negro, la abrió lánguidamente con dos dedos largos y morenos y eligió un cigarrillo de filtro dorado. Guardó la cigarrera y encendió el cigarrillo con un encendedor de bolsillo que parecía hacer juego con el estuche. Lo guardó también, cruzó los brazos y miró hacia la nada con los ojos semicerrados. De la punta de su cigarrillo inmóvil salía un fino hilo de humo que ascendió por encima de la cara, tan delgado y tan recto como el humo de una fogata moribunda al amanecer. La ventana alta

En términos psicológicos o alegóricos, esta figura en el umbral representa a la Sospecha, y la sospecha está en todas partes en este mundo, observando detrás de una cortina, prohibiendo la entrada, negándose a responder, preservando la privacidad de la mónada frente a los fisgones y los intrusos. Sus manifestaciones típicas son los sirvientes que salen al pasillo, el hombre que oye un ruido en el estacionamiento, el custodio de una granja desierta que mira hacia afuera, el encargado de la pensión que echa una mirada más al piso de arriba, el guardaespaldas que aparece en la puerta.

De ahí que el contacto principal entre el detective y la gente que conoce sea más bien externo; se los ve brevemente en sus propias puertas, con un propósito, y sus personalidades se manifiestan a contrapelo, vacilantes, hostiles y necias, a medida que reaccionan a las diferentes preguntas e intentan evadir las respuestas. Pero, vista de otro modo, la misma superficialidad de estos encuentros con los personajes tiene una motivación artística: porque los personajes son pretextos para su discurso, y la naturaleza especializada de este discurso es que funciona como un indicador externo de tipos, frases prefabricadas que rebotan hacia los extraños:

Ella bajó los ojos y luego la barbilla. Olfateó con fuerza.
—Ha estado bebiendo —dijo con frialdad.
—Me acaban de sacar una muela. Recomendación del dentista.
—No lo apruebo.
—Es malo, excepto como remedio —dije.
—Tampoco lo apruebo como remedio.
—Tal vez tenga razón —dije—. ¿Le dejó algo de dinero? ¿Su marido?
—No sabría decirle.
Su boca tenía el tamaño de una ciruela, y era igual de suave. Yo estaba en desventaja.
Adiós, muñeca

Este tipo de diálogo también es típico del primer Faulkner y bastante diferente del de Hemingway, que es mucho más personal y fluido, creado desde adentro, de algún modo recreado y reexperimentado personalmente por el autor. Aquí se les da vida a los clichés y los patrones de discurso estereotipado a través de la presencia de cierta forma de emoción protectora que uno puede llegar a sentir en el trato con extraños: una suerte de beligerancia extrovertida u hostilidad, o la diversión del nativo, o la indiferencia zumbona y servicial: una comunicación siempre teñida o matizada por una actitud. Y cada vez que el diálogo de Chandler, que es muy bueno en sus primeros libros, se aparta de este nivel particular hacia algo más íntimo y expresivo, comienza a fallar, pues su fuerte es el diálogo de la inautenticidad, de lo externo, y surge de la lógica orgánica interna de su propio material.

Sin embargo, en el arte de los veinte y los treinta, ese diálogo tenía el valor de un esquematismo social. Lo reforzaba un conjunto de tipos sociales fijos, y el diálogo en sí mismo era un modo de mostrar la coherencia y la organización peculiar de la sociedad, un modo de aprehenderla en miniatura. Cualquiera que haya visto películas de los treinta ambientadas en Nueva York está al tanto de hasta qué punto la caracterización lingüística alimenta una imagen de la ciudad como un todo: el elenco étnico y profesional, el taxista, el reportero, el policía, el playboy de la alta sociedad, la flapper, etcétera. No hace falta decir que el ocaso de este tipo de películas sobrevino con la desintegración de esa imagen de la ciudad, de esa organización de la realidad. Pero en Chandler Los Ángeles ya era una ciudad sin estructura, y allí los tipos sociales nunca son tan pronunciados. A raíz de un accidente histórico fortuito, Chandler logró beneficiarse de la supervivencia de un modo puramente lingüístico y tipológico para crear sus personajes cuando el sistema que lo sustentaba comenzaba a desaparecer, un último apoyo antes de que los contornos borrosos de la sociedad hicieran desaparecer también estas marcas lingüísticas, enfrentando al novelista con el problema de la ausencia de un estándar que permitiera juzgar si un diálogo es realista o verosímil.

Vista hacia el norte de la avenida Broadway, en Los Ángeles, año 1924. Foto: S/D de autor, dominio público.

En Chandler, por lo tanto, el retrato de la realidad social está problematizado directa e inmediatamente por el lenguaje. No cabe duda de que inventó un estilo distintivo, con un humor y un imaginario propios, su propio movimiento especial. Pero la característica más inusual de ese lenguaje es el uso del slang, y en este punto resultan útiles los comentarios del propio Chandler:

Tuve que aprender norteamericano como si fuera una lengua extranjera. Para poder usarlo, tuve que estudiarlo y analizarlo. El resultado es que, cuando uso slang, coloquialismos, lenguaje sarcástico o cualquier otro tipo de lenguaje poco convencional, lo hago deliberadamente. El uso literario del slang es un estudio en sí mismo. He descubierto que sólo hay dos clases de slang que valen la pena: el slang que está establecido en el lenguaje y el slang inventado por uno mismo. Todo lo demás pasará de moda antes de que el libro llegue a la imprenta...

Y Chandler comenta el uso que hace O’Neill de la expresión “el sueño eterno” en su obra Llega el hombre de hielo, “creyendo que era una expresión aceptada del bajofondo. Si es así, me gustaría saber de dónde viene, porque yo la inventé”.

Pero la naturaleza del slang es eminentemente serial e impersonal: existe de un modo tan objetivo como una broma que pasa de mano en mano, que siempre está en otra parte y nunca es por completo propiedad de su usuario. En este sentido, el problema literario del slang forma un paralelismo en el microcosmos del estilo con el problema del retrato de la misma sociedad serial, que nunca está del todo presente en ninguna de sus manifestaciones, carece de un centro privilegiado y ofrece la alternativa imposible entre un conocimiento léxico objetivo y abstracto de sí misma como un todo y una experiencia vivida y concreta de sus componentes inútiles.

Un crítico singular

Surgido originalmente en los debates estéticos, el término posmodernismo fue amplificado por Jean-François Lyotard en 1979 hasta convertirlo en la descripción de una época. A partir de entonces comenzó a emplearse para nombrar a una sociedad posindustrial y fragmentada que había perdido toda confianza en las narrativas abarcadoras provenientes de la ciencia o de la historia y, específicamente, en el relato marxista de la revolución. De modo paradójico, fue un declarado marxista como Fredric Jameson quien acabaría publicando, en 1991, el libro más ambicioso sobre el tema: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado.

Allí se explica que la explosión tecnológica y la hegemonía de las finanzas, los servicios y los medios de comunicación habían configurado un paisaje social cuyos efectos alteraban no sólo el entero espectro de las artes, sino también las subjetividades y las perspectivas políticas heredadas de los modernos. La cultura se había vuelto otra rama de la economía pero, al mismo tiempo, se convirtió en una segunda naturaleza para los seres humanos a escala global. Se trataba de una cultura colonizada y de la que el capitalismo ya no podía prescindir porque constituía el alma de sus productos de consumo. La ironía, según Jameson, fue que el posmodernismo ofrecía en realidad un gran relato que postulaba el fin de todos los grandes relatos anteriores.

La vigencia de su estudio sobre el posmodernismo quizá encuentra su fundamento en el método modernista que aplica. Este es otro curioso logro de Jameson. Precisamente cuando el historicismo ya empezaba a ofrecer tímidos signos de declive en todas las ramas de las humanidades y las ciencias sociales, Jameson, ya en 1981, lanzó una contraofensiva bajo la consigna “hay que historizar siempre”. Una colección de artículos bajo el título Valencias de la dialéctica ofrece una buena introducción al método que Jameson ha venido elaborando a lo largo de su carrera, en el que se conjugan el legado de Hegel (la dialéctica, por cierto, pero también su esencial categoría de totalidad), el psicoanálisis y la crítica literaria. El pensamiento de Karl Marx ha sido, por supuesto, un hilo conductor en su trayectoria. En Representar El capital, Jameson se dedica a una relectura del primer tomo del clásico tratado de Marx sobre el tema que la crisis global iniciada en 2008 reubicó de pronto en un primer plano.

Jameson recibió la influencia del pensamiento europeo, francés y alemán en primer lugar; sin embargo, ha dirigido su curiosidad crítica a producciones provenientes de todo el mundo y a todos los géneros. Su ambición teórica escapa a las usuales compartimentaciones que imponen los medios universitarios. Su radicalismo político y su complejo estilo literario han despertado rechazos en su país. En contraste, el teórico inglés Terry Eagleton escribió que Jameson era “uno de los más soberbios estilistas críticos en una era que en gran medida carece de estilo”. Sus textos —prosigue Eagleton— reúnen “la inmediatez sensorial y la reflexión conceptual” en una “montaña rusa sintáctica”. Esta última característica aparece contenida en su ensayo sobre Raymond Chandler, un anglófilo que impulsó la emergente narrativa policial estadounidense, diferenciándola de sus antecedentes británicos y llevándola a una cumbre literaria.

José Fernández Vega.

Traducción: Virginia Higa. Fredric Jameson es crítico y teórico literario. Es profesor en la Cátedra William A. Lane de Literatura Comparada y Estudios Romances en la Universidad de Duke. Muchos de sus libros han sido traducidos al español, entre ellos los ensayos El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado (Paidós, 1991), Las ideologías de la teoría (Eterna Cadencia, 2014), Las variaciones de Hegel. Sobre la fenomenología del espíritu (Akal, 2015) y Los estudios culturales (Godot, 2016). Su libro Raymond Chandler: The Detections of Totality (Verso, 2016), del que este texto forma parte, aún no ha sido publicado en español. La traducción que ofrecemos a los lectores de Lento, así como el texto de José Fernández Vega que la acompaña, se publicaron en Review. Revista de libros y son parte del acuerdo de intercambio firmado por la diaria con Clave Intelectual, de Argentina.

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