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Enrique Dussel, Buenos Aires, agosto de 2015.

Foto: Victoria Gesualdi

A propósito de un martillo (o de dos)

12 minutos de lectura
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Por lo regular, un martillo es simplemente un martillo y nada más que un martillo: es intercambiable por cualquier otro de similares características, en tanto cualquier otro martillo de similares características cumpliría igual de bien su función, y es precisamente por su función, y por ninguna otra cosa, que valoramos ese tipo de objeto. Sin embargo, Enrique Dussel tuvo uno que fue mucho más que eso. El pensamiento de Martin Heidegger nos ayuda a pensar por qué.

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En un texto del año 2000 (“Una autobiografía teológica latinoamericana”), el filósofo y teólogo argentino Enrique Dussel, recientemente fallecido, cuenta una antigua experiencia suya que lo marcó con fuerza. Habiendo defendido su tesis de doctorado en Madrid, en la Universidad Complutense, en 1959, decidió volver a la ciudad de Nazaret, lugar que había visitado el año anterior durante un viaje al Medio Oriente. Cuatro décadas más tarde, recordaría los dos años que pasó allí, entre 1959 y 1961, como los más plenos de su existencia. En esa ciudad, Dussel se incorporó a la Fraternidad de los Compañeros de Jesús de Nazaret el Carpintero, del sacerdote francés Paul Lauthier. Allí trabajó como carpintero, justamente, en una cooperativa de construcción.

Trabajo manual 10 horas al día. Oración intensa. Camaradería como en los tiempos del fundador del cristianismo. Estudio vivo del hebreo; lectura en la lengua de Jesús. Visita semanal a la sinagoga. [...] Carpintero en Nazaret. Tengo todavía aquí el martillo nazareno, ya que, para comenzar a trabajar [...] compré la parte correspondiente de hierro, y un artesano, en una de esas grutas nazarenas, sentado en el suelo, tomó su hacha, cortó la rama de un árbol, me hizo el mango de madera del martillo, lo incrustó en su lugar... y desde hace 41 años lo uso sin haberse aflojado. Le digo a mi mujer que me lo ponga junto a mí en mi tumba.

Dussel murió en México, donde estaba radicado, a la edad de 88 años, el pasado 5 de noviembre. No sabemos si todavía conservaba aquel martillo, si mantenía viva la voluntad de ser enterrado junto a él, ni mucho menos si tal cosa aconteció finalmente.

El martillo, el martillo de un carpintero de Nazaret, funciona en el discurso de Dussel como una metonimia de Jesús, el fundador del cristianismo, y esa es, a todas luces, la razón por la que el filósofo argentino lo consideraba un bien tan importante, a diferencia de otros bienes que pudiera también asociar con su estadía en aquella ciudad durante aquellos dos años intensos y únicos. A partir de este ejemplo, es posible preguntarse, de manera más general, por nuestra relación con los objetos: si nuestra relación con ciertos objetos puede adquirir una importancia similar a la relación que Dussel tenía con ese martillo, quizás por otras vías, que no sean la de la metonimia, ni tampoco las de la pura psicología —habría que identificar cuáles—, y si ello es deseable y por qué motivos.

Es verdad que Dussel se detiene a explicarnos que el mango de su martillo, ese mango que talló aquel artesano nazareno, con su hacha, sentado en el suelo de una gruta, estaba tan bien acoplado a la cabeza de la herramienta, desempeñaba tan bien su función, era tan bueno y tan óptimo su desempeño, que nunca se aflojó la cabeza de la herramienta en más de cuatro décadas de uso. Pero no es esa, evidentemente, la razón por la que Dussel valoraba de manera tan especial aquel martillo. Algunos objetos son herramientas, otros no. Algunas herramientas son también algo más, no solo herramientas. ¿Cuántas cosas más puede ser un objeto y qué clases de cosas puede ser? ¿Es posible establecer algún tipo de reflexión general sobre los objetos y sobre las categorías en que estos entran en sus diferentes relaciones con nosotros?

Quizás nadie se haya ocupado de estos asuntos tanto como el filósofo alemán Martin Heidegger, cuya obra de alguna manera gira en su totalidad en torno a las cosas (o mejor dicho, a las entidades) y a las distintas formas en que nosotros, los seres humanos, nos relacionamos con ellas.

Otro famoso martillo

Heidegger enseñó que el ser humano se encuentra con las entidades. La filosofía tradicional transforma en un problema —incluso en un misterio irresoluble— lo que es una evidencia fenomenológica inmediata y trivial: el hecho de que las entidades del mundo no están ocultas para nosotros, sino que se hacen presentes todo el tiempo en nuestra experiencia cotidiana. El encuentro con las entidades es permanente, ocurre a cada paso. El ser humano está siempre, o casi siempre, en un mundo que le resulta familiar. Ese mundo está lleno de entidades que le son próximas. No todas las entidades del mundo se nos hacen presentes, sin embargo, de la misma manera. Hay distintos modos de encuentro: distintos modos en que estas se hacen presentes al ser humano. Para Heidegger, ciertos modos resultan dominantes o predominantes en ciertas épocas, en ciertos períodos históricos. Esos modos de encuentro dominantes o predominantes tiñen por completo el “espíritu” de una época.

Heidegger identifica esencialmente tres de esos modos: el propio de la tecnología (aunque no exclusivo de ella), que revela a las entidades en la forma de instrumentos o herramientas, cosas que están “a la mano”, disponibles, listas para ser usadas; el propio de la ciencia (aunque no exclusivo de ella), que revela a las entidades en la forma de objetos (de conocimiento) para un sujeto, cosas que están ahí, “delante de los ojos”, presentes, expuestas a su medición y descomposición analítica en sus partes constituyentes y atributos; y el propio del arte (que tampoco es exclusivo de este), que es también el propio de la técnica antigua, la techné griega, que revela a las entidades en la forma de “cosas” —en el sentido peculiar que el término tiene para Heidegger, por lo menos desde su conferencia “La cosa”, de 1949—, que están ahí, pero no presentes, “delante de los ojos” (como los objetos de conocimiento), ni mucho menos disponibles, “a la mano” (como las herramientas), sino que simplemente están ahí, no para nosotros ni para nadie, no para ser usadas ni para ser medidas, ni para cumplir una función ni para ser estudiadas, sino que simplemente están ahí.

Los filósofos han tendido a suponer, en términos tradicionales, que las entidades están primariamente presentes como objetos de conocimiento y que solo de forma secundaria se convierten en herramientas. Heidegger insistió, en cambio, en que esto revierte la verdadera situación de las cosas. El modo primario en que las entidades se revelan en nuestra experiencia cotidiana es en la forma de herramientas. Solo mediante un acto de abstracción puede el ser humano apartarse de su implicación absorta en las actividades de la vida cotidiana y adoptar la actitud de un espectador u observador pasivo, para quien lo que antes era un dispositivo útil se convierte ahora en un mero “objeto” con ciertas propiedades.

Solo cuando dejan de funcionar dentro de la estructura de nuestros intereses y objetivos, las entidades pueden ser encontradas o reveladas de otra manera. Este segundo modo de encuentro es el propio de la ciencia. La entidad así revelada aparece ante nosotros como un objeto (de conocimiento) para un sujeto: un objeto de interés teórico, mientras que antes aparecía simplemente como algo útil, eminentemente práctico.

El ejemplo favorito de Heidegger para ilustrar el pasaje de un modo de darse o presentarse las entidades al otro es, como muchos lectores sabrán, el de un martillo.

En el uso circunspectivo de un útil puede ocurrir que digamos, por ejemplo: “el martillo es demasiado pesado o demasiado liviano”. La frase “el martillo es pesado” puede expresar también una reflexión del ocuparse, y entonces significa que no es liviano, es decir, que para su manejo exige un esfuerzo, que el manejo será difícil. Pero la frase puede significar también: el ente que se halla delante, ya circunspectivamente conocido por nosotros como martillo, tiene peso, es decir, la “propiedad” de la pesantez. [...] Así comprendida, la frase ya no está dicha en el horizonte del retener que, estando a la espera, retiene un todo de útiles y sus relaciones de respectividad. Lo dicho está tomado con vistas a lo que es propio de un ente “dotado de masa” en general. Lo ahora visto no es propio del martillo en cuanto útil de trabajo, sino como cosa corpórea sujeta a la ley de gravedad. [...] ¿A qué se debe el hecho de que en el decir modificado aquello sobre lo que el hablar recae, es decir, el martillo pesado, se muestre de otra manera? No se debe a que abandonemos el manejo, pero tampoco se debe únicamente a que prescindamos del carácter de útil de este ente, sino a que ahora vemos “de un modo nuevo” el ente que encontramos a la mano, vale decir, a que lo vemos como algo que está ahí (presente).

El anterior es un pasaje de una sección muy importante (69b) de la más influyente de las obras de Heidegger, Ser y tiempo, de 1927. En otro pasaje de la misma obra (cuya importancia se me habría escapado por completo de no haber sido por la lectura de Heidegger’s Confrontation with Modernity, un libro de 1990 del filósofo estadounidense Michael E Zimmerman), Heidegger parece resumir en un solo párrafo los tres modos fundamentales de encuentro con las entidades. Primero, el modo de encuentro con las entidades es el de la tecnología.

El bosque es reserva forestal, el cerro es cantera, el río, energía hidráulica, el viento es viento “en las velas”. Con el descubrimiento del “mundo circundante” comparece la “naturaleza” así descubierta.

El segundo modo de encuentro es claramente el de la ciencia.

De su modo de ser a la mano se puede prescindir, ella misma puede ser descubierta y determinada solamente en su puro estar ahí (presencia).

El tercero es el propio del arte.

Pero, a este descubrimiento de la naturaleza le queda oculta la naturaleza como lo que “se agita y afana”, nos asalta, nos cautiva como paisaje. Las plantas del botánico no son las flores en la ladera, el “nacimiento” geográfico de un río no es la “fuente soterraña”.

Las plantas de un jardín botánico no comparecen ante nosotros como aquellas de los senderos floridos de la tierra natal que recuerda Hölderlin en su poema “Regreso al hogar”; el nacimiento geográfico de un río no es su “fuente”, en un sentido originario. Este modo de encuentro con las entidades es, claramente, distinto de los anteriores. Las entidades reveladas de esta manera aparecen ante nosotros como “lo que se mantiene en pie” por sí y para sí.

En su célebre trabajo “La pregunta por la técnica”, de 1953, aparecen más ejemplos relevantes.

La central hidroeléctrica está emplazada en la corriente del Rin. [La central] [e]mplaza a esta [la corriente] en vistas a su presión hidráulica, que emplaza a las turbinas en vistas a que giren, y este movimiento giratorio hace girar aquella máquina, cuyo mecanismo produce la corriente eléctrica, en relación con la cual la central regional y su red están solicitadas para promover esta corriente. En la región de estas series, imbricadas unas con otras, de solicitación de energía eléctrica, la corriente del Rin aparece también como algo solicitado.

Hasta aquí no dice Heidegger nada polémico. Cualquiera podría admitir esto. Lo interesante viene ahora.

La central hidroeléctrica no está construida en la corriente del Rin como el viejo puente de madera que desde hace siglos junta una orilla con otra. Es más bien la corriente la que está construida en la central. Ella es ahora lo que ahora es como corriente, a saber, suministradora de presión hidráulica, y lo es desde la esencia de la central.

La central hidroeléctrica presenta o revela la corriente del Rin como un recurso explotable, lo que el viejo puente de madera no hacía. La central hidroeléctrica modifica lo que la corriente es para nosotros, lo que, una vez más, el viejo puente no hacía. Esto quiere decir: la corriente ha sido puesta al descubierto, ha sido revelada para nosotros, como recurso hidroeléctrico.

Para calibrar, aunque solo sea desde lejos, la medida de lo monstruoso que se hace valer aquí, fijémonos un momento en el contraste que se expresa en estos dos títulos: “El Rin” construido en la central energética, como obstruyéndola, y “El Rin”, dicho desde la obra de arte del himno de Hölderlin del mismo nombre. Pero, se replicará: el Rin sigue siendo la corriente de agua del paisaje. Es posible, pero ¿cómo? No de otro modo que como objeto para ser visitado, susceptible de ser solicitado por una agencia de viajes que ha hecho emplazar allí una industria de vacaciones.

Cuando las entidades son puestas al descubierto, encontradas o reveladas al modo del arte, o de la techné antigua, comparecen como algo que no es puramente un instrumento, como algo que no está ahí para algo más, ni tampoco como un objeto de conocimiento. El Rin o las flores en la ladera de la montaña no comparecen de la misma forma en los poemas de Hölderlin que en la represa hidroeléctrica (en que la corriente de agua comparece como un recurso explotable) o en el jardín botánico (en que las flores comparecen como un objeto de conocimiento).

La esencia de la tecnología no está en las máquinas

Toda la filosofía de Heidegger, de algún modo, gira en torno a estos tres grandes modos de encuentro con las entidades, el propio de la tecnología, el propio de la ciencia y el propio del arte, aunque también podría decirse que su centro de gravedad es la profunda antipatía y rechazo que el autor expresa en todos sus textos por la modernidad científico-tecnológica.

Heidegger compartía el desagrado por el mundo moderno con muchos otros pensadores conservadores, algunos contemporáneos suyos (como Max Scheler, Oswald Spengler o Ernst Jünger) y otros anteriores (como Friedrich Nietzsche). Como casi todos esos pensadores, creía que Europa atravesaba una fase terminal de decadencia o declive. Pero la mayoría de los diagnósticos de la situación le parecían inadecuados, superficiales e insuficientes. No alcanzaban a rozar siquiera, a su juicio, la naturaleza última del fenómeno.

Muchos de esos pensadores conservadores creían que Europa había empezado a extraviarse cuando los seres humanos habían empezado a ser considerados como meras cosas. Heidegger creía, en cambio, que en el mundo moderno ni siquiera las meras cosas eran consideradas como cosas, sino como herramientas o instrumentos, o como objetos de conocimiento, en el mejor de los casos. El problema, a su juicio, estaba en la predominancia del modo de revelación tecnológica de las entidades, que las presenta como una simple reserva disponible: algo absolutamente reemplazable, carente de toda singularidad, de todo valor intrínseco y de toda nobleza; algo que se agota en su pura funcionalidad instrumental inmediata.

El vaso de plástico descartable en que el profesor universitario toma café, mientras charla con sus colegas en la pausa del congreso sobre la filosofía de Heidegger, rápidamente se convierte en basura, como la mayor parte de las entidades que constituyen su mundo. Lo horrendo del mundo moderno, para Heidegger, es que sea un mundo árido, prácticamente desierto, un mundo devastado, pero no físicamente devastado, por las máquinas, por las fábricas, por la contaminación, por las enfermedades o por las bombas, sino metafísicamente devastado, porque casi ya no hay cosas en él, sino casi exclusivamente basura, entidades cuyo valor intrínseco es insignificante o nulo.

El ser humano, sostiene Heidegger en su texto “¿Y para qué poetas?”, acerca de la poesía de Rainer Maria Rilke, de 1946, “pesa y sopesa constantemente y sin embargo no conoce el auténtico peso de las cosas”.

En lugar de las cosas, que antaño se daban libremente y eran percibidas como un contenido de mundo, ahora cada vez se hace más prepotente, rápida y completa la objetividad del dominio técnico sobre la tierra. No solo dispone todo ente como algo producible en el proceso de producción, sino que provee los productos de la producción a través del mercado. Lo humano del hombre y el carácter de cosa de las cosas se disuelven, dentro de la producción que se autoimpone, en el calculado valor mercantil de un mercado que, no solo abarca como mercado mundial toda la tierra, sino que, como voluntad de la voluntad, mercadea dentro de la esencia del ser y, de este modo, conduce todo ente al comercio de un cálculo que domina con mayor fuerza donde no precisa de números.

Las críticas más extendidas en su tiempo respecto de las sociedades modernas, que Heidegger consideraba puramente sociológicas, y por lo tanto superficiales, no llegaban para él a dar cuenta de la especificidad de la modernidad tecnológica y sus problemas. Pensaba que aquellos que no habían logrado trascender la superficie del fenómeno hasta alcanzar su verdadera esencia, se deslumbraban muy fácilmente con las máquinas, contra las que cargaban, por considerarlas la manifestación esencial de la tecnología y de lo tecnológico, cuando no lo son. Identifican los síntomas, pero ignoran las causas.

La tecnología es, en esencia, un modo de encuentro con las entidades, piensa Heidegger. Uno a través del cual estas se revelan como instrumentos o herramientas, como cosas que están “en vistas a”, que no están por sí mismas ni para sí mismas, sino que están “para algo”: para cumplir fines u objetivos que les son ajenos. La entidad que se presenta como herramienta, así como la que se presenta como objeto de conocimiento para un sujeto, es diferente de aquella que se presenta a los ojos del poeta, que es como se presentaban también las entidades a los ojos de los antiguos filósofos, y como se presentarán, a su vez, ante nuestros propios ojos, cuando esta época actual haya pasado y una nueva época inaugure una nueva relación con las entidades.

“¿Oyes lo nuevo, Señor, / cómo retumba y se estremece? / Vienen heraldos / que lo ensalzan”, cantó Rilke en su “Soneto XVIII”. Como muchos otros, hizo recaer la culpa de las falsas promesas del progreso tecnológico sobre las máquinas, que, “sin pasión”, accionan y sirven, de forma mecánica. “Observa la máquina: / cómo se revuelca y se venga / y nos deforma y debilita”.

No es la máquina el problema, piensa Heidegger, es el modo de encuentro con las entidades propia de la tecnología, y lo es, en particular, en tanto tiñe toda la época, en tanto predomina de forma tan amplia en nuestro tiempo. Heidegger creía en la necesidad de un nuevo comienzo, en un nuevo inicio de la cultura y de la civilización. Para ello, desarrolló compromisos políticos que son, para decir lo menos, discutibles. Fue miembro del Partido Nacional Socialista entre 1933 y 1945. En una fecha tan temprana como 1931, en una carta dirigida a su hermano Fritz, sostuvo que la redención o la caída de Europa y la civilización occidental toda dependían esencialmente del esfuerzo del pueblo alemán, guiado por Adolf Hitler. “Cualquiera que no lo entienda merece ser aplastado por el caos”, agregaba en la misma misiva. Nunca se desdijo públicamente de afirmaciones como estas, ni tampoco lo hizo, que se sepa, en privado. El asunto del compromiso político de Heidegger, y el vínculo entre este y su filosofía, no obstante, revisten una complejidad que hace imposible abordarlos aquí. Deberían ser, en todo caso, motivo de otro artículo.

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