Amuwiayu peñianay, amuwiayu peñianay, wenuntupüle rüpü mew mülepaayu waychufüayu tayu ngoymayu, duamtu mülekefuyu I
Iremos hermano, iremos hermano, por el camino del cielo cambiaremos nuestro olvido, pues supimos recordar.
Wewün Nagtül, poeta mapuche
¿Qué es la memoria para esta cultura euroantropocéntrica? ¿Qué es la memoria para los Pueblos Indígenas? Me gusta hablar de memoria telúrica, de la memoria de los pueblos, de la memoria de los objetos. Hay, dentro de esas múltiples dimensiones de existencia, 126 innumerables dimensiones de esa memoria. Acotarla a la acumulación de información y de hechos que ha vivido la cultura dominante es una forma de reduccionismo e ignorancia.
Los museos han sido los recolectores de esa narrativa colonial que se ha construido con piezas y objetos extraídos del saqueo. Son los motines de guerra de los Estados invasores. Los museos encierran el dolor depositado en cada vasija, en cada pieza, en cada elemento que nos trae la memoria de nuestros antepasados y nuestras antepasadas. Haciendo una abstracción territorial dicen: “No están, han sido eliminados”. Son parte del exterminio, plantean la prehistoria de los Estados. Basta ver el lugar que ocupan nuestros pueblos dentro de los museos, ubicados como parte del pasado, como a punto de desaparecer, como si estuvieran suspendidos en un tiempo de fragilidad y de extinción. Cuando se trata de una vasija, que tal vez haya cumplido una función fundamental en la estructura espiritual de un pueblo, no tiene más referencias que el arqueólogo que la halló, el lugar donde lo hizo y la función que presumiblemente tuvo.
Pero cuando la memoria narra a partir del relato oficial los personajes del Estado, los museos detallan hasta las últimas anécdotas de piezas que pertenecieron al conquistador. La información sobre los objetos suele ser vasta y con todos los detalles técnicos, históricos y anecdóticos de un fusil, un sable, un uniforme. Ojalá los nuevos museólogos e historiadores traigan otros conceptos, ya que en un pasado reciente la academia fue cómplice del genocidio disfrazando de argumentación científica lo que era un posicionamiento político racista, perpetuándose en las aulas y sosteniendo la lógica de narrativa oficial que ahora se tambalea por sus propias contradicciones. Muchos y muchas académicas, disruptivas y coherentes con la búsqueda de la verdad, trabajan arduamente para exponer esas mentiras y denunciar la manipulación histórica de los hechos que han cometido los invasores. En la inconsistencia, el desconocimiento y la falta de referencialidad está implícita toda una política estatal de negacionismo inamovible. Los silencios de los museos hablan.
Los monumentos y las efemérides también hablan. No se puede seguir entronizando y honrando a las figuras de los genocidas. En diferentes ciudades del mundo se desmonumentaliza a los criminales, que caen desplomados por las manos de justicia de los pueblos; es una forma más de interpelar la memoria oficial señalando a sus héroes como sicarios cómplices de este sistema criminal. Es el caso de muchos de quienes sostuvieron la idea de “civilización o barbarie”, el paradigma cultural de la generación del 80 —la élite intelectual y política que gobernó el país las últimas dos décadas del siglo XIX y las primeras dos del XX—, que identificó la otredad, lo salvaje, lo bárbaro y lo abyecto con las Naciones Indígenas, justificando su aniquilamiento. El elemento de subordinación y centralización del poder, que constituye la idea nodal en el orden y la organización de los Estados, se proyectó como una medición del nivel de desarrollo y evolución universal.
Así, entre los pueblos prehispánicos se destacó a “las grandes civilizaciones”, los imperios inca, maya y azteca, que eran Estados religiosos y militares. Por el contrario, aquellos pueblos que no se organizaban bajo esa lógica, es decir, las naciones sin Estados, fueron catalogados como primitivos y salvajes. Ambos tipos de pueblos fueron presentados como parte de un pasado que en un caso dejó vestigios arqueológicos, pero cuyas culturas quedaron también difusas en los anaqueles de una memoria frágil, barridas por una idea de progreso y de una nueva civilización. Esa idea impregnó gracias a las instituciones del Estado —entre ellas, la escuela ocupa un rol central— que propagaron las efemérides, mitos del mismo campo de apropiación sobre el que nuestro revisionismo histórico pretende echar luz.
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Es necesario que los pueblos oprimidos empecemos a escribir y a contar desde nosotros mismos. A demostrar que no solamente se trata de una memoria vaga o una tímida oralidad que se ha preservado en el interior de nuestro pueblo, sino que podemos cotejar incluso con documentos cómo el genocidio no es producto de nuestra imaginación ni nace como teoría desde las entrañas de nuestro resentimiento, sino que sucedió.
El genocidio en América es un hecho categórico e innegable. Por eso, conmemoramos el 11 de octubre como día de resistencia y no el 12 de octubre, el último día de libertad en América. Ambas fechas contienen significados sustancialmente diferentes. La primera nos lleva a pensarnos en un presente que puede ser transformador con la lucha. La segunda, en cambio, reafirma el sometimiento. También hay expresiones que dulcifican la realidad. ¿Se puede hablar de Día de la Diversidad Cultural?, un eufemismo para decir que fueron barridas de la faz de la Tierra miles de culturas en este continente para imponer una sola, que todavía padecemos.
Esta educación colonizadora genera el mundo de las palabras, y las palabras crean mundos. Nos van cercenando nuestra capacidad de pensar y de recuperar la idea de lo que fuimos. Por ejemplo, “etnicidad” es un reduccionismo político, una sutil negación de nuestros derechos fundamentales como Naciones Indígenas. Hablan de “minorías étnicas” al referirse a nosotros. Si 70% de la población argentina tiene sangre indígena, ¿de qué minorías hablan? Unas y otras despiertan subjetividades distintas. Necesitamos escuchar no solamente las voces humanas de esas memorias de los pueblos, sino también las de la Naturaleza. Alimentarlas de narrativas propias, crear nuevas formas de fortalecernos para no caer en la locura. Sí, las narrativas también alimentan, nutren, al igual que los sonidos.
En una ocasión que visité una comunidad wichi en el Impenetrable chaqueño le pregunté a un anciano si tenían pewma, sueños, pero no cualquier sueño, sino aquellos que nos traen enseñanzas, que salen de las voces de otras dimensiones que habitamos. Él me dijo que no, “porque ahora tomamos el agua embotellada”. Yo me preguntaba qué tiene eso que ver con los sueños. Entonces me explicó: “Antes tomábamos agua de los arroyos, de los ríos, y los ríos y los arroyos traen memoria, traen sus recuerdos. Ahora ya no tenemos arroyos, no tenemos ríos, tomamos agua embotellada y hemos dejado de soñar”. Creo que no se toma dimensión de esta tragedia nefasta: esa memoria no podrá ser recuperada si no se restablece la salud de los territorios.
A mediados de la década del 90 conocí a una ancianita aonikenk que había sido empleada doméstica toda su vida y se hallaba en un hogar de ancianos en la ciudad de Rawson, donde sus patrones la abandonaron cuando su cuerpito no pudo más; ella no tenía hijos ni familia. Nos permitieron llevarla a tomar mate y hacerla caminar un poquito. Mirando el mar, con expresión de angustia, nos contó que cuando era niña había alcanzado a participar en lo que sería la última ceremonia espiritual de su pueblo. Llegaban parientes de todas partes de la Patagonia, se juntaban a orillas del mar y cada familia encendía una fogata, había una hilera larga de fuegos. Entonces comenzaban a cantar y danzar, llamando a las ballenas durante varios días sin interrupción. A veces, las personas caían cansadas, pero las más fuertes no paraban. Al terminar la ceremonia, el mar les arrojaba una ballena, muerta. Ellos la depositaban y repartían trozos entre los presentes. Cada familia partía de allí con la carne necesaria para soportar el invierno. Su territorio los cuidaba. Imaginé a mis ancestros allí, a mi bisabuela, a mi tatarabuela... Deseaba tanto escuchar y aprender esos cantos, esas danzas, estar con mi gente oliendo el mar y el humo de los leños quemándose en las primeras noches de invierno. Mientras narraba sus recuerdos, yo imaginaba la escena y mis lágrimas comenzaron a rodar sin freno por mis mejillas. Pensé: Estado argentino, genocida. Mataste a mi pueblo, que no necesitaba crear embarcaciones ni salir a cazar en el mar. Estado argentino, asesinaste a quienes sólo tenían el poder del canto, la danza, el diálogo espiritual con las ballenas.
Lo que está pasando en todo el continente es una práctica de memoria, verdad y justicia, los Pueblos Telúricos estamos tomando en nuestras manos la historia del wingka y arrojando a la basura sus mentiras. Una papay, anciana mapuche del lof de Lago Rosario, en la cordillera de Chubut, llamada Rosario Cayecul, me decía: “Desde que tengo memoria, los wingkas se han aprovechado de nosotros, siempre mintiendo, puro robando, meta a engañar; desde que tengo memoria, así hacen, nos matan y se quedan con nuestra tierra y animales; desde que tengo memoria, todo nos quitan, nada tenemos ahora”. Rosario Cayecul y tantas otras ancianas de mi pueblo fueron el cofre de la memoria reciente. Es lo único que pudimos resguardar de las garras de nuestros invasores. Una memoria que advertía a las generaciones posteriores: desconfiar y, a veces, resignarse, ya que nada iba a cambiar. Sin embargo, en las últimas décadas nos dimos cuenta de que podíamos hacer todo el esfuerzo necesario para virar nuestra historia y, con ello, nuestro fatídico destino. La memoria podía contener otros hechos y relatos, sabernos vencedores porque, contra todo intento de genocidio, seguíamos vivos.
A pesar de la mordaza racista, nuestras bocas hoy denuncian, recuperan el sonido ancestral de nuestros idiomas y, sobre todo, vuelven audible nuestra verdad. Hace poco, una persona me preguntaba cómo encontrar su identidad, cómo saber quién era. Para responderle, decidí contarle esta anécdota. En 2007, Patricia Troncoso Robles, una mujer mapuche, estaba en una larga huelga de hambre y los medios hegemónicos fascistas la atacaban, cuestionando su identidad y, por lo tanto, la legitimidad de su lucha. Se sumaron a los cuestionamientos algunos referentes de las iglesias e incluso algunos mapuches, que ostentaban su “mapuchómetro”, eso sí, con la pancita llena y lejos de cualquier sacrificio. Ella ofrendaba su cuerpo y su vida en la lucha contra las forestales. A expresar su solidaridad llegaron las papays Berta y Nicolasa Quintremán, unas weychafes, ancianitas, corajudas y sabias, que defendieron la vida del río Biobío en el lado de Gulumapu, Chile. La vieron llorar. Le preguntaron qué le pasaba: “Dicen de mí que no soy mapuche, dicen que soy terrorista, dicen que soy esto, dicen que soy aquello”. Entonces una de ellas le dijo: “¿Y usted es mapuche?”. Ella contestó: “Sí, claro”. La otra anciana le dijo: “Entonces, cuando vengan con esas tonteras, dígales: ‘¿Usted quiere saber quién soy? Pregúntele a la montaña quién soy, pregúntele al río, al viento’, y si esas personas saben escuchar, van a saber reconocerla”.
El territorio nos constituye, la Tierra determina quiénes somos. Ni los Estados invasores ni la arrogancia cientificista y negadora pueden quitarnos el ADN de la Tierra. Somos Tierra, y nos habita. Tras el regreso de la democracia en la Argentina, surgieron como fuerza instituyente las Madres de Plaza de Mayo, las Abuelas y los organismos de derechos humanos que reclamaban el derecho a la identidad, que lograron que se convirtiera en un eje político. Pero ese reclamo sólo se circunscribió a los hijos y las hijas de desaparecidos durante la última dictadura militar, reducido al derecho de las abuelas a hallar a sus nietos y nietas. Hay millones de personas en la Argentina que desconocen su identidad verdadera, no aquella moldeada a partir del mito de que todos bajamos de los barcos. ¿Dónde está la raíz de tus pies marrones? ¿Qué nombre tenía la abuela olvidada de la que no se hablaba en tu familia? ¿A qué rama del gran árbol cortado perteneces?
Moira Millán (El Maitén, Chubut, 1970) es escritora, guionista, weychafe mapuche, defensora de su pueblo y guardiana de su territorio. Es autora de la novela El tren del olvido (Planeta, 2019), que está siendo adaptada al cine, y de Terricidio (Sudamericana, 2024).