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Ensayo de Opa! Payasos.

Foto: Guillermo Legaria

Me río del trabajo

16 minutos de lectura
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Una nariz roja como razón para conmover hasta el fin del mundo. El clown es una técnica teatral que busca, en el encuentro con otra persona —en la calle, en un hospital, en el proscenio—, estallar el ridículo y la singularidad, estar en el presente. ¿Cómo es trabajar de hacer reír?

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Con las caderas hacia adelante, abriendo una pierna por vez, lado a lado, como si dibujaran un arco invisible, los cuatro hacen un balanceo que avanza. Son las caderas de Florencia Rodríguez las que marcan el pulso de este cardumen de actrices y actores vestidos de joggings y calzas en esta tarde otoñal montevideana. Es el momento de ser corifeo en la hora de entrenamiento que la compañía Opa! Payasos tiene a disposición en un salón arriba, muy arriba y al fondo, en el Montevideo College.

“La torre de la princesa”, así llama Lía Jaluff a este espacio que, desde la calle, se ve como la torre de un castillo, en este edificio en el que funciona la primaria del colegio privado. Por dentro, la torre está muy lejos de los oropeles monárquicos que podrían imaginarse. Después de subir varios pisos en los que hay muchas aulas, las últimas y estrechas escaleras llevan a un lugar que funciona como depósito de muebles en desuso, mesas, sillas, estanterías, tarros de pintura; un cuarto en el que estos payasos guardan sus petates (instrumentos, valijas, libros, túnicas, sombreros, megáfonos, espejos, almohadones) al lado de dos salones grandes. En uno de ellos se hace el entreno.

El lugar es amplio, luminoso, tiene el piso suavemente acolchonado con un tatami de goma eva gris, las ventanas abiertas dejan entrar los gritos del recreo de media tarde. Corifeo y rotación, reconocen el sitio, trotan despacio, primero en la misma dirección, luego se cruzan. Enseguida Lía y Florencia se descalzan. Sebastián Báez, director de la compañía, y Sebastián Láenz, el actor restante, se quedan con los championes puestos. Florencia alerta que podrá ser pisada. No se descalzan.

Están entrenando para ser payasos. En una semana podrían entrar a varias salas, como cada 15 días o una vez al mes, a ver a niños internados en el Pereira Rossell, a hacer bailar a alguna enfermera o a esquivar el ceño fruncido de algún pediatra. El clown es una técnica teatral que busca, en el encuentro con otra persona, estallar el ridículo y la singularidad, estar en el presente.

No es fácil entrar al hospital. Trámites burocráticos contrarreloj impiden, por el momento, el reporteo. Entonces cabe pensar cuánto de ensayo, cuánto de entrenamiento hacemos en nuestro trabajo cotidiano. Cuánto nos acompaña el ensayo y error.

Trece minutos después de las dos de la tarde, los cuatro clowns se ponen en ronda. Báez comienza el juego con una pequeña pelota roja. Se la pasan, sin hablar. Cada vez que la pelota cae al piso cambian de lugar. Ninguno explicó la consigna. Sabían lo que tenían que hacer.

Comienzan a sudar. Sebastián se pasa las palmas de las manos por la calva. Lía se asoma a las ventanas que dan hacia el patio. Inspira. La puerta del salón está abierta, no es la hora en que los fantasmas deambulan por la torre, pero no corre mucho aire. Lía cierra las ventanas porque las voces chillonas del recreo interfieren en la concentración. Retoman el juego de pasar la pelota, pero ahora usan una peteca (una pelota con plumas).

—¿Nos ponemos meta? —propone Báez.

—¿Veintitrés? —sugiere Florencia

—Veintitrés.

De frente a ellos, Bruno Tognola, el director musical y compositor de la compañía, toma la guitarra y toca una música animada, de las que dan ganas de hacer palmas, esas que van acelerando el ritmo y, por tanto, el juego.

Jadean cada vez más rápido. Se asombran de lo que están logrando. Cuentan cada vez que la palma abierta eleva la peteca. Corren a buscar el objeto. Superan la meta.

—Cuarenta.

En vez de celebrar el resultado, Báez indica:

—Meta nueva y hay que contar con alegría.

—Veintinueve.

Sebastián hace volar la peteca. Suma y sigue.

—¡Hay que contar con alegría! —recuerda el director.

Suben el volumen de las voces y cuentan a coro. Cuentan veintiséis.

Ensayo de Opa! Payasos.

Bruno tiene la mirada fija en los movimientos. Está de pie frente a la computadora portátil, apoyada en un equipo de música y parlantes, y le da play a varias músicas que creó para generar climas en la representación actoral que harán sus compañeros. Hace 15 minutos, antes de empezar el entrenamiento, me explicó que participa siempre en estas instancias y en los ensayos de la obra Cortejo, que seguirán presentando este año mensualmente en el hospital. Necesita ver cada escena para crear música y provocar emociones. A veces de forma más obvia y lineal (“si queremos empatía, habrá violines y amor”), a veces más disruptiva (“puede haber terror con la música de una calesita”).

El compositor también dejará silencio y los payasos escucharán su propia respiración agitada y harán nuevos paisajes sonoros con sus exhalaciones, gemidos, risas cortas. Bruno tomará asiento en la pequeña silla amarilla, originaria de una salida de jardinera, y tomará la guitarra para poner tensión con el rasgueo agitado de las cuerdas. Los cuerpos volverán a pegar pequeños saltos, las dos payasas y los dos payasos mirarán hacia distintas direcciones, abrirán grandes sus ojos.

Un roce llevará a un empujón. Una respuesta del otro con una palmada en el hombro. ¡Oh! ¡Pará! Se miran. Se frenan. Respiran.

—Hacemos un juego —dice Báez mirando a su tocayo y a las otras dos compañeras, Lía Jaluff y Florencia Rodríguez—. Uno se suelta y el resto del coro lo busca.

Pasan dos, tres, cinco segundos hasta que las miradas y los cuerpos deciden, sin emitir palabra, quién abre este juego. Se persiguen por el salón. Florencia intenta avanzar, otra vez.

Cuando la palabra aparece es en forma de balbuceos, se vuelve un sonido más.

Bruno pone un coro de cámara a sonar desde Spotify.

Láenz busca adelantarse y ser corifeo. Lo encierran desde los costados. Son movimientos suaves, que rozan la duda todo el tiempo.

Opa! Payasos fue creada una década atrás como compañía teatral. Desde 2017 son payasos de hospital, aunque Báez y Jaluff, que encaran la dirección y la gestión, ya habían participado en proyectos como Payasos Medicinales. El décimo aniversario de Opa! promete ser celebrado con diez intervenciones grandes en el Hospital Pediátrico del Pereira Rossell. Para eso, en lugar de llegar en duplas o tríos de payasos a las salas, como suelen hacer cada dos semanas, van a desembarcar una vez por mes con la obra Cortejo, que tiene unas cinco canciones originales y juegos de improvisación que pueden partir de movimientos como los que están ensayando en este salón.

—Ahora sí, ahí está.

—Bastión, Bastión —balbucean. Es el nombre de payaso de Báez.

—No, no. Ya está, ya está, yastá, yastá.

Las palabras se pegotean en la boca de los payasos y las payasas. Arman nuevos sonidos.

La nariz huele peor en las primeras 24 horas que una semana después de ser usada en el hospital. Sebastián Láenz la saca de una pequeña bolsa de tela y la huele. Huele la máscara. Como cómplices de una macana, se miran con Florencia.

—No tiene tanto olor a podrido —propone él.

Ambos sonríen. Ella saca su nariz de una cajita de plástico transparente como si fuera un tesoro. Hace años, en una de sus primeras formaciones como payasa, un maestro de clown le dijo que tenía que mirar esa máscara redonda, pequeña, de goma roja y “pedir”. Florencia le pidió “espontaneidad”.

Cuando están en el hospital, entre pediatras entusiastas y padres que les dicen que pasen a la sala, niños con miedo y sonrisa, niñas con dolor, con tristeza, entre sondas, cables, monitores, tapabocas, los payasos tomarán cualquier objeto como instrumento, más allá de la guitarra de Bruno, el shaker o la peteca.

—Ahora ya no me estreso, pero antes, para mí, prestar la nariz era como prestar el cepillo de dientes. ¡Qué asco! —dice Lía.

—Es que ¿cómo vas a prestar el cepillo de dientes? —acota Bruno como si fuera una obviedad.

El resto calla. Ni un sí ni un no.

La payasa no sabe de diagnósticos

—¿Hay algo que tenga que saber? —pregunta Lía Jaluff en la Enfermería del Pereira Rossell.

Lía es psicóloga, actriz egresada de la Escuela de Acción Teatral Alambique y docente de expresión corporal-teatral en escuelas como esta en la que están entrenando. Como payasa, integró el colectivo Las Payasos-Intervenciones Extra Cotidianas, Payasos Medicinales y Payasas Unidas. Sin embargo, no enseña mucho la técnica de clown en las escuelas “porque los niños ya saben que soy payasa y puede ser empalagoso; es mi excusa para explorar otras cosas que no suelo hacer con Opa!”.

Los payasos se preparan para entrar al hospital como si fuera una función cualquiera. “Nos maquillamos, nos vestimos con los mejores vestuarios que tenemos”, dice Jaluff. En cada piso pasan por la Enfermería y preguntan si hay algo que tienen que saber, como si a alguien no lo pueden tocar o no se puede reír o hablar porque tiene puntos en la boca. “No preguntamos paciente por paciente o por su condición. No necesitamos saber porque lo descubrimos en el encuentro con la persona, que sabe qué puede y qué no puede o se da cuenta de cosas que puede y no pensaba que podía”.

Ensayo de Opa! Payasos.

También pasa que les sugieren visitar a tal o cual paciente para cuidar el estado de ánimo. “Nos pasamos largas temporadas viendo a algunas personas muchos meses internadas y están esperando que vayas, que vuelvas en dos semanas”, dice Láenz.

El miedo, la duda, el rechazo, las caras largas pueden ser habituales. Aun siendo pacientes infantiles, el payaso busca siempre la respuesta de quien está internado. Y se enfrentan a un no, mientras una mamá o un papá dice “dejalo entrar, mirá qué lindo el payaso”. “El no es lo que vale para nosotros —dice Lía—. No es no. Obviamente, nosotros insistimos un poco, desde el juego. No invadimos, ¿no? Pero, a veces, el no es el juego en sí mismo: un payaso explicándole a otro que ahí no se puede entrar, que Fulano no quiere y no vamos a entrar. Y el otro prueba un poquito y decís ‘no entendiste’… y a veces el juego se hace eterno y terminamos pegados al niño explicándole que no vamos a trabajar con ese niño. Y a veces el no es no”.

La payasa no sabe de noes

El payaso irá al encuentro, es un especialista del cortejo. Al decir del referente mundial en clownería Daniele Finzi Pasca, “un clown es aquel que danza un cortejo enfrente de la humanidad”. En una carta que dirigió al Cirque du Soleil en febrero de 2004, el dramaturgo y payaso sueco enfatizó que “el clown no es un cómico, ellos se ocupan de la estupidez humana. Por el contrario, el clown estudia la incoherencia, y la incoherencia tiene necesidad de inteligencia, una inteligencia que se aleja de la visión común de los dramas, que cambia la dimensión de las cosas, que transforma la proporción de la realidad”. El payaso rompe la cuarta pared, le habla al público y busca desordenar lo establecido para provocar algo nuevo después del caos que dejó en la sala.

Andrea Domenech trabajó mucho tiempo como payasa medicinal. Actualmente ejerce como maestra en la Escuela Waldorf. Llegó al clown después de un cruce de caminos y por sugerencias de varios docentes de teatro que la llevaron hacia esta técnica. Fernando Toja se dio cuenta de que ella solía levantar los hombros y quedarse quieta. “¿Por qué te da tanta vergüenza?”, le decía en las clases. Freddy González montó una versión clownesca de Cyrano de Bergerac y Andrea empezó a tomarle el gusto. Descubrió que el clown se aprovecha de la ridiculez. “Todo lo que hagas mal es un regalo. Eso me daba tranquilidad. Disfrutar de la torpeza”.

A diferencia del bufón, que se burla de otros, el payaso se deja ser y se ríe de sí mismo con los otros. Y el fin de la máscara de la nariz “no es ocultarte, sino que es revelarte tal como sos”, dice Andrea. Esa máscara tan pequeña, agarrada con un fino elástico que rodea la cabeza, le permitió atravesar “situaciones muy difíciles que trabajamos como payasos medicinales” en los hospitales. Pero la potencia del juego la había descubierto en 2007, junto a Verónica San Vicente, con quien integraban Alambique. Como payasas recibían al público en el Teatro Solís y también recorrían oficinas y pasillos para abordar el estrés del funcionariado.

“El teatro de la caricia”, como también llama Finzi Pasca a la clownería, “es cuando uno, como payaso, quiere enamorar al otro”, explica Andrea. Como después de cualquier cortejo inicial, el payaso logra que el otro no se enamore de la versión perfecta, sino del ridículo. Porque hacer el ridículo es abrirse a lo verdadero. Es la torpeza, dejarse ver vulnerable, lo que enamora.

Una nariz roja puede ser la razón por la que dos esposos vuelvan a ser amantes. Báez recuerda una vez en que estaban haciendo el cortejo mientras un hombre mayor esperaba que lo llevaran al quirófano para que le hicieran una cirugía. Su compañera estaba a los pies de la cama y todo el juego terminó siendo una declaración amorosa entre uno y otro, y se recontra emocionaron. “Capaz que era el contexto, capaz que hacía mucho que no se decían que se querían, pero se fue dando todo para que ese fuera el desenlace de la acción. Nosotros nos abrazamos para hacer sostén de esa energía que quedó y nos fuimos. Y no sabemos qué pasó después”.

El payaso no sabe de bostezos

“Partimos de la base de que trabajar es horrible”, me dice un amigo. Multiempleados, precarizados, criados en el neoliberalismo de los años noventa y criando en el siglo XXI, quienes rondamos los 40 años tenemos uno o más laburos para sostener la vida (léase pagar el alquiler —¿qué era la casa propia?—, pagar los servicios, los gustitos, las plataformas de entretenimiento, la escuela, el club, las clases de batería y ukelele, los cursos de idiomas y diplomas de especialización) y tenemos otros trabajos “por amor al arte”. ¿Qué pasa con quienes trabajamos de lo que nos gusta? ¿Qué pasa cuando consideramos que trabajar de lo que nos gusta —y obtener una remuneración por eso— no es “trabajar”? Trabajar es horrible, trabajar cansa, hacer lo que nos gusta “no es trabajo”. Por eso lo hacemos a deshora, a destajo, quizá para defender una bandera invisible que dice que el placer no tiene horario ni marca tarjeta, ¿no?

Y están los actores y las actrices, que trabajan haciendo arte. Entonces, ¿cómo es trabajar de hacer reír? ¿Cómo poner valor en este trabajo que se paga con dinero, con proyectos culturales, con becas, charlas, clases? Que se paga, como otros trabajos, con el cuerpo, con estrés, con incertidumbre sobre el futuro. Un payaso y una payasa medicinales entran en un hospital y hacen una intervención: a la niña le buscarán la risa para aliviar el dolor, a la enfermera, que relaje su burnout.

Si el payaso es, al decir de Facundo Ponce de León en el prólogo del libro Payasos de hospital (2012), “un rey de la ridiculez”, trabajar de payaso es ridículo. Y en el ridículo radica, muchas veces, nuestro cotidiano. ¿Acaso no es ridículo que haya niños pobres, extremadamente pobres, en un país que produce alimentos? ¿Acaso no es ridículo que, en una ciudad con tantas casas abandonadas, haya personas durmiendo a la intemperie? ¿Acaso no es ridículo que una mujer sea asesinada en manos de quien dice que la ama? ¿No es ridículo que un niño muera de cáncer? No. Es absurdo. Ridículo sería si nos pudiéramos reír de eso.

Nos rodean situaciones ridículas que, de tan absurdas, pocas veces nos hacen gracia. Provocar a diario la risa ante la desazón, la risa sobre nosotros mismos y sobre el dolor que toleramos (¿y el que producimos?), es un trabajo.

Las payasas no buscan sólo ni necesariamente la risa. Buscan que pase algo. Conmover, un verbo que parece fuera de práctica y, cuando aparece, se agradece. Generar un movimiento.

La mampara se vuelve una pecera en la que los payasos flotan y se estampan contra el vidrio.

Ensayo de Opa! Payasos.

Cuenta Verónica San Vicente, en el libro Payasos de hospital, que supo transformar los pasillos del CTI del Hospital de Clínicas, que brillaban, en una pista de patinaje artístico y hacer que una paciente desbordada de dolor metiera todas sus quejas catárticas en una boina de cirujano. Porque Tal vez la vida sea ridícula, como ha titulado Gabriel Calderón la recopilación de cuatro de sus obras (Criatura, 2014), y en este presente tal vez los payasos sean espejo.

—A mí el trabajo me da terror —confiesa Láenz, que es tallerista de circo, malabares y teatro en jardinera. Lo dice en broma, o al menos sus compañeros se ríen. Pero él se queda cavilando sobre cuánto le costó pensar en que ser payaso era un trabajo y cómo eso cambió (y no dejó de ser placentero) cuando desde Opa! “buscamos que sea sistemático, sostenido, que tenga ensayos, que no sea ‘vamos mañana al hospital’. Si fuera así, no lo consideraría un trabajo. Esto tiene un pienso, un trabajo en equipo, encontrar momentos para que haya ensayos y hacer que la ida al hospital se sostenga en días y horas determinadas, que no sea aleatorio, que tenga una formalidad. Capaz que hace unos años no me creía que era un trabajo, pero al tomármelo con responsabilidad eso cambió”.

—Lo más que tiene de trabajo es la preparación —agrega Báez—. Todas, todos nos preparamos desde hace muchísimos años. Invertimos tiempo y esfuerzo. Y es también una militancia: sostener este lugar es un acto de rebeldía, mientras todo el universo te tira para otros lugares: la necesidad de pagar cuentas, de organizar el tiempo.

Los payasos trabajan encima del trabajo

—Nada paga el [trabajo en el] hospital —dice el director de Opa! cuando hablamos en ronda al terminar el entrenamiento—. Pero si vos hacés un proyecto artístico que tiene que ver con el trabajo en el hospital de alguna manera se redimensiona el valor del espectáculo que estás haciendo, porque la madre de ese espectáculo tiene que ver con el trabajo en el hospital.

Para sostenerse como compañía teatral, Opa! tiene muchos proyectos. Mandar correos electrónicos y presentarse a convocatorias artísticas es el motor que mantiene la máquina en marcha. El último fue la obra Boticario, que, explican, “no trata de hospitales, pero pone en escena el relato de los encuentros que allí suceden, en una puesta que busca rescatar lo maravilloso de lo cotidiano a través de la mirada de una troupe de payasos y payasas”.

Las cuentas se pagan con proyectos subvencionados por el Ministerio de Educación y Cultura, con vender juguetes que una fábrica diseñó especialmente para la compañía teatral, con la venta de entradas de Boticario, con vender “paquetes de visitas” de payasos a mutualistas como SEMM y Crami o con brindar charlas “Reír”, en las que cuentan el trabajo artístico que hacen en los hospitales.

“Nos compran cinco o seis visitas. O nos compran un paquete de Cortejo y vamos a dos o tres lugares. Y así. Toda la gente que quiera apoyar el proyecto es bienvenida”, sigue Báez. Él y Lía están a cargo de todas las tareas administrativas de Opa!, que a veces los encuentran con más energía y a veces con menos tiempo y disponibilidad.

Lía remarca que no es fácil “vender” el trabajo que hacen en hospitales en Uruguay. “Digo en Uruguay porque en Brasil es mucho más simple, donde están Doutores da Alegria; en Argentina está siendo cada vez más común; Chile y Perú son países en los que nadie se cuestiona que el payaso de hospital reciba su paga por el trabajo que hace. Pero en Uruguay, no entendemos por qué, siendo que el sistema de salud está mucho más estructurado, no hay tanta apertura a este tipo de experiencias en lo económico, ¿no? Sí te reciben con los brazos abiertos, tenemos experiencias hermosas adentro del hospital, pero en lo económico no está siendo una realidad”.

—Es muy difícil que nos paguen solamente por hacer lo que hacemos —dice Sebastián—. Siempre es trabajo encima del trabajo.

El payaso no se tapa con la máscara, se descubre

“Las payasas se paran desde la inocencia, desde ese niño que llevamos dentro, aunque es un niño pensado desde el adulto que ya somos. El payaso contiene todas las reacciones y aquello que uno sabe hacer se exacerba —explica Andrea Domenech—. Mi payasa es muy de jugar con las palabras; a partir de un cartel, un nombre, abro el juego”.

Cada payaso tiene su estilo, su forma de responder a la autoridad, su estética y su poética, pero si hay algo que no se puede hacer es tocar su nariz. “¡No lo hagas, por favor! Con esta simple acción, el artista se siente muy raro y el payaso ¡como desnudo!”, aclaran los Opa! en un folleto que presenta a la compañía.

La pregunta podría ser, entonces, ¿qué es, para vos, trabajar de lo que trabajás? O ¿qué significa ser payasos y payasas para los Opa!?

Para Sebastián Láenz ha sido “una especie de liberación de un montón de cosas que había encerradas en un cuerpo y que pudieron salir hacia afuera, escénicamente. Yo toqué miles de años la guitarra, de manera autodidacta, encerrado, y la toqué mal. Nunca se me hubiera ocurrido tocar la guitarra fuera de mi casa. Y desde el payaso sucedió. Con toda la vergüenza y la incomodidad que eso pudo tener, que después habilita otras situaciones no tan payasescas”.

Aquello que era una frustración el payaso lo transforma en ridículo y lo ridículo potencia la liberación. La nariz, entonces, emancipa. Esa nariz roja, otrora inspirada en el borrachín que, tras beber, dice verdades, es una varita mágica hacia otros lugares que rozaban la frustración o que parecían imposibles de alcanzar.

Ensayo de Opa! Payasos.

“El teatro es un lugar de autorreconocimiento. Ahí soy... yo —comenta Florencia—. La nariz me ayuda a explotar lo espontáneo en mí, principalmente pensando en lo físico”. Para ella, educadora social y sexual y profesora de expresión corporal y danza, ser payasa fue un lugar de reconocimiento externo cuando recibió, en 2021, el premio Florencio como actriz de reparto por su papel en Boticario.

Lía suma: “Ser payasa tiene absolutamente que ver con quién soy. Es tan parecida a mí, que me cuesta pensar qué estalla de mí con ella. Soy introvertida, pero no dejo de decir las cosas. Leandra no tiene filtro y disfruto mucho eso. No tengo filtro en el goce: si bailo samba, lo hago. Si me peleo, ¡me peleo con todo! No sería yo si no fuera payasa. Es como tan contundente en mí, que me cuesta pensar. Porque soy actriz, pero no sé ser actriz ‘de verdad’, de Shakespeare... tampoco lo intento mucho. El del clown es un lenguaje que me queda tan cómodo... ¿Viste cuando, de niño, decís ‘sé hacer bien esto’? Hay quien dice ‘sé patear bien un penal’ o ‘saltar la cuerda’. Bueno, yo creo que sé hacer reír. Y me sale muy bien. Y me gusta. Es el disfrute de saber hacer algo”. Y la payasa no tiene que pensar en pagar cuentas. Las cuentas se pagan con el trabajo que se hizo encima del trabajo.

Bruno dice que no puede hablar como payaso, pero sí como director musical. “Componer música desde la dramaturgia, pensada para lo cómico y para la identidad del grupo y no necesariamente para la acción escénica”. Y Lía agrega: “Todos los técnicos de la compañía (iluminador, vestuario, escenografía) piensan como payasos”.

Báez cierra la ronda y dice que ser clown es “jugar siendo adulto. Pensar jugando. Y traducir el juego a dramaturgia. Pero creo que en la pandemia hubo un quiebre, en esto de que no podíamos hacer lo que queríamos, y ahí me cayó la ficha de que esto es mi laburo. Lo necesito. No me podría pensar sin el payaso. No me entendería en el mundo de otra manera”.

El trabajo del payaso no es hacer reír, sino provocar emoción. No es changa.

Azul Cordo (La Plata, 1985) es periodista, productora, contadora de historias, curiosa de vidas ajenas, autora de Dicen las raíces. Mujeres en la dictadura uruguaya (Lumen, 2023).

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