El Monumento a los Caídos de la región de Lješanska Nahija, con el diseño de Svetlana Kana Radević, está emplazado sobre una colina baja en Barutana, Montenegro. Son varios pilares de hormigón que se alzan ensortijados hacia el cielo; tienen las manchas típicas del tiempo y de la intemperie; podrían representar una antorcha, una flor o manos extendidas. Hacia un costado de esa flor-antorcha hay butacas de hormigón distribuidas a espacios regulares. Parecen tocones petrificados, espectadores mudos. Para acceder al centro del monumento, que está en la cima, hay que pasar por tres nichos circulares más pequeños desde los que emergen tallos de concreto; son como plantas cortadas por una cuchilla muy filosa. Tanto en las fotografias aéreas del lugar como en los hermosos planos de Radević, esa compleja red de anillos nos recuerda la estructura de una molécula.
Los “caídos” a los que se conmemora en ese sitio son los yugoslavos muertos durante la Guerra de los Balcanes (1912-1913) —Montenegro fue la primera nación dentro de la Liga Balcánica en declararles la guerra a los otomanos— y las dos guerras mundiales posteriores. Durante la Segunda Guerra, Yugoslavia estuvo entre los países con mayor cantidad de bajas per cápita, algo que no sólo llevó a que terminara ocupada por las potencias del Eje, contra las que se opusieron partisanos comunistas y de diversas facciones, sino que también generó toda una serie de conflictos entre serbios, croatas y eslovenos. Los partisanos comunistas creían que su lucha ideológica estaba por encima de cualquier identidad étnica o nacional. Tras la victoria comunista, al final de la guerra, el partido debió encarar la ardua tarea de recomponer la armonía delicada que imperaba entre los eslavos del sur (serbios, croatas, eslovenos, bosnios, macedonios y montenegrinos), que se había establecido en 1918 con la formación del Reino de Yugoslavia y que la guerra había echado por tierra.
La arquitectura, los monumentos y la infraestructura sirvieron para estimular los viajes interregionales y para forjar una memoria pública compartida. Fueron una parte fundamental de los esfuerzos de Yugoslavia por cimentar una federación con ciudadanos capaces de coexistir de manera pacífica. El Estado incentivaba el turismo interno y el tiempo libre como vía para espolear el patriotismo y conseguir una ansiada “amistad entre los pueblos” (por usar una frase soviética) mediante la noción de vacaciones compartidas. Todos los trabajadores yugoslavos tenían derecho a dos semanas de vacaciones pagas al año y el gobierno organizaba campañas educativas para celebrar las virtudes de pasar las vacaciones “fuera de casa”.
Uno de los primeros proyectos de infraestructura importantes después de la guerra fue la construcción de la Autopista de la Hermandad y la Unidad, que unía Belgrado y Zagreb; vale decir, a serbios y croatas. A lo largo de todo el país, miles de monumentos homenajeaban a las víctimas de la guerra, sin distinción: tanto las muertes de combatientes de las distintas facciones como las de civiles se consideraban sacrificios en nombre de la liberación y el socialismo.1 El Monumento a los Caídos es un ejemplo tardío del género, ya que recién se inauguró en 1980, luego de la desaparición fisica de Josip Broz Tito, presidente de Yugoslavia, poco más de una década antes de que recomenzara la guerra en la región.
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Radević nació en 1937 y se crio en Cetiña, la capital medieval de Montenegro, y en Podgorica. Estudió arquitectura e historia del arte en la Universidad de Belgrado. En 1964, apenas un año después de haberse recibido, ganó un concurso para diseñar el hotel Podgorica. La obra se terminó en 1967 y es una fusión imponente y al mismo tiempo sutil entre modernismo y tradición local, algo adaptado con elegancia a las particularidades del lugar. Se trata de un edificio bajo y sinuoso que va siguiendo las curvas de una de las orillas escarpadas del río Morača. La fachada está hecha con incrustaciones de piedras extraídas del propio río (para ello se utilizó un método tradicional de mampostería montenegrino). De esa superficie de cantos rodados (a medio camino entre una fortaleza medieval y el lecho de un río) emergen balcones de hormigón; son rectángulos simétricos que guardan un orden extrañamente delicado. Algunos tienen huecos rectilíneos que proyectan sombras geométricas. Están inclinados hacia arriba (otro eco de la costa ribereña). Sobre la margen opuesta hay restos de un asentamiento otomano del siglo XV, algo que vincula la estructura arquitectónica con la historia montenegrina.
Las habitaciones del hotel Podgorica son chicas y modestas y no resultan la atracción central de este edificio. El rasgo más interesante, sin duda, son sus inmensas terrazas en voladizo, que asoman por sobre el río y desde las que los huéspedes pueden apreciar el paisaje. En aquella época, los sitios turísticos eran propiedad del gobierno o de cooperativas de trabajadores y estaban bajo su gestión; eran puntos de encuentro para gente de muy diversos orígenes, ya que no sólo atraían a turistas, sino también a ciudadanos locales que iban a los bares, los restaurantes, las terrazas y las playas del hotel, abiertas al público general. Ahí podían interactuar con los huéspedes, que quizás venían de otras partes de Yugoslavia, pero acaso también del extranjero. (La única excepción eran los casinos de los hoteles, que estaban prohibidos para los ciudadanos yugoslavos). Los precios tenían un control oficial, de modo que generalmente resultaban accesibles para el público promedio. A pesar de la privatización (y de una renovación bastante fallida que convirtió los interiores en algo similar a un Holiday Inn), el hotel sigue siendo un lugar de reunión para los locales; vale decir que conservó su función social.
En 1968, Radević recibió el Premio Federal Borba de Arquitectura por el hotel Podgorica. Era la máxima distinción arquitectónica de Yugoslavia; fue la ganadora más joven y la única mujer en obtenerlo por su primer edificio. Como escribió Anna Kats en The Architectural Review, el Premio Borba “convirtió la arquitectura en un espectáculo mediático”. Sin haber cumplido siquiera los 30 años, Radević se volvió una celebridad, la única arquitecta famosa en un mundo de varones. Kats señala que en muchas de las fotos de su archivo se la ve recibiendo algún premio o pronunciando un discurso ante una audiencia de hombres sonrientes. La obra de Radević fue un aporte notable al movimiento modernista cosmopolita de Yugoslavia, que ya tenía varias décadas de vida. A comienzos del siglo XX, la arquitectura yugoslava había estado influenciada por las tendencias de Praga y de Viena, sobre todo por el austríaco Adolf Loos, autor de una serie de ensayos polémicos en los que denunciaba el uso gratuito de la ornamentación (el más célebre se titula Ornamento y delito y en él sostenía que la belleza debía surgir orgánicamente de la función).
Muy pronto los arquitectos yugoslavos entablaron un vínculo con el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM), fundado en 1928 por Le Corbusier y otros. Varios arquitectos yugoslavos trabajaron en el estudio parisino de Le Corbusier durante el período de entreguerras y se llevaron con ellos lo aprendido. En la década del 40, el proyecto de vivienda colectiva Unité d'habitation de Le Corbusier (en el que un único e inmenso edificio de hormigón incluía no sólo cientos de departamentos, sino también una calle comercial, un restaurante, un jardín de infantes y un centro deportivo) ejerció una influencia muy fuerte en los diseños yugoslavos en ese rubro. En la década del 50, los brutalistas británicos y los estructuralistas neerlandeses formaron un grupo por fuera del CIAM, el Team 10, que también dejó una huella poderosa en la arquitectura yugoslava, sobre todo a través del estudio que tenían en Róterdam los líderes de Team 10 Johannes van den Broek y Jacob Bakema. A diferencia de lo que pasaba en la Unión Soviética, en Yugoslavia la independencia creativa de los artistas formaba una parte integral de la ideología, aunque seguía existiendo cierto grado de censura.
La arquitectura yugoslava abrevaba en la fuente de la vanguardia internacional y los resultados no se parecían en casi nada al neoclasicismo denso o al utilitarismo que se veía en buena parte de la arquitectura soviética de posguerra. El catálogo de la muestra “Hacia una utopía concreta” incluye un fragmento de 1957 escrito por Harrison Salisbury, corresponsal de The New York Times, en el que se compara la arquitectura soviética con la yugoslava:
Para un visitante que llega desde Europa del Este, pasear por Belgrado es como salir de un triste barracón de cemento armado y entrar en un mundo luminoso y creativo lleno de edificios color pastel, “platos voladores” y patios de estilo italiano.
Esa arquitectura brillante y atractiva era útil para Yugoslavia en términos políticos, ya que el país se valía de proyectos así para difundir la imagen de que era la iteración menos represiva del socialismo, el de mente más abierta, el de fronteras más flexibles (una suerte de “socialismo Coca-Cola”, como se le decía a veces). En la década del 50, el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) envió a Yugoslavia una inmensa muestra itinerante (la primera de varias) titulada “Arte moderno en Estados Unidos”. Fue un éxito absoluto. (En la Feria de Zagreb de 1957, Estados Unidos expuso un supermercado estilo americano cuyo sistema de “autoservicio” muy pronto se extendió por Yugoslavia; la Unión Soviética eligió mostrar maquinarias). En 1959 se fundó el Museo de Arte Contemporáneo de Belgrado, que tenía un modelo organizacional inspirado, de manera explícita, en el MoMA. Si Estados Unidos podía usar el arte como una forma de poder secundario, Yugoslavia también.
Durante el llamado “deshielo soviético” (aquellos años relativamente laxos tras la muerte de Stalin), Yugoslavia perdió cierta relevancia estratégica. En reacción a eso, Tito se unió al primer ministro indio Jawaharlal Nehru y al presidente egipcio Gamal Abdel Nasser para firmar, en 1956, el Acuerdo de Brioni, documento que plantó las semillas del Movimiento de Países No Alineados, que se formalizó cinco años después en Belgrado. A medida que una mayor cantidad de países se independizaba de sus antiguos colonizadores, este movimiento buscó abrir una tercera vía, por fuera del sesgo binario de la Guerra Fría, tanto para países de África y Medio Oriente como para India y Yugoslavia. Cada vez que iba de visita a alguno de esos países no alineados, Tito presentaba a Yugoslavia como un modelo de nación rural, subdesarrollada y colonizada durante largo tiempo que había logrado modernizarse rápidamente con un buen crecimiento económico. La arquitectura y la construcción se convirtieron en fuentes de ingresos muy importantes para Yugoslavia, sobre todo de preciadas divisas extranjeras, ahora que el país enviaba a sus ciudadanos a levantar edificios en África y Medio Oriente.2
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La carrera de Radević es un espejo del internacionalismo yugoslavo de aquella época. Cuando diseñó el Monumento a los Caídos vivía en Filadelfia, a donde había ido con una beca Fulbright para estudiar con Louis Kahn. Era la única mujer en la maestría que el arquitecto dictaba en la Universidad de Pensilvania. En 1973, cuando dejó Filadelfia, consiguió trabajo en Tokio, en el taller de Kishō Kurokawa, uno de los principales representantes del movimiento metabolista japonés, que se apoyaba en el marxismo y en la biología para imaginar megaestructuras que abarcaran la totalidad de las actividades humanas y que fueran capaces de autorrenovarse, tal como lo hace un árbol. (Kiyonori Kikutake, otro metabolista, propuso la idea de una ciudad flotante autosuficiente y autorreplicable que resultaría inmune a la amenaza de las guerras, ya que flotaría a la deriva por los océanos, libre de cualquier atadura estatal). Tanto Kahn como Kurokawa dejaron una marca indeleble en la obra de Radević.
Japón y Yugoslavia tenían más en común de lo que podría parecer a simple vista. Ambos países debían reconstruir ciudades que habían sido arrasadas por la guerra e inventar espacios urbanos flexibles, multifunción, capaces de dar cabida a un crecimiento poblacional vertiginoso (los desplazamientos desde el campo hacia las zonas urbanas eran masivos). Ambos países compartían también cierta vulnerabilidad frente a las catástrofes naturales: en 1959, el tifón Vera causó daños muy graves en Honshū y dejó sin hogar a casi un millón y medio de japoneses, mientras que en 1963 un terremoto destruyó Skopje. Titogrado (que recuperó su nombre original: Podgorica) fue bombardeada más de 80 veces durante la Segunda Guerra Mundial; el hotel Podgorica de Radević ayudó a establecer la ciudad como la capital de la Yugoslavia moderna.
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Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el Partido Comunista de Yugoslavia consideraba que las organizaciones de mujeres eran burguesas y contrarrevolucionarias y denunciaba el feminismo por ser una “fuerza oportunista de derecha”.3 Pero muy pronto el Frente Antifascista de Mujeres demostró, más allá de cualquier duda, el valor de las mujeres yugoslavas, así como su destreza para pelear codo a codo con los hombres y para dirigir organizaciones políticas. La Constitución yugoslava de 1946 les dio plena ciudadanía a las mujeres y resguardó su lugar en el mercado laboral. En la reforma constitucional de 1976 esos derechos se ampliaron: se prohibió la discriminación por motivos de género, se incluyeron medidas para cuidar los puestos de trabajo de las mujeres que estuvieran de licencia por maternidad, se garantizó el acceso al aborto y se incorporaron las tareas domésticas como parte de las negociaciones en casos de divorcio. En un artículo de 1979 publicado en la revista Woman, Tito declaró que, teniendo en cuenta el rol fundamental que habían tenido las mujeres en la revolución, los comunistas debían liderar la lucha por la igualdad.
Pero, al igual que en muchos otros países (desde la Unión Soviética hasta Estados Unidos), la igualdad era una cosa en los papeles y otra muy distinta en la práctica. En 1948, tras romper con la Unión Soviética, Yugoslavia se había concentrado en desarrollar su propia versión del socialismo, que se basaba en la idea de autogestión de los trabajadores. (Este enfoque, radicalmente distinto del soviético, subrayaba un gradual “retiro” del Estado y de sus burocracias, que terminarían reemplazados por un sistema directo y descentralizado de consejos obreros y representantes regionales). En esa lucha de clases en pos de la autonomía de los trabajadores, que traería la emancipación general de todos al mismo tiempo, el género era visto como un rasgo secundario. Las mujeres primero debían ser trabajadoras, luego gestoras cooperativistas y por último madres. Su presencia en la enseñanza superior, incluyendo la arquitectura, se hizo más fuerte, así como en el mercado laboral, pero siguieron encasilladas en profesiones de menor estatus y con peores salarios.
Ciertas áreas de la práctica profesional resultaban más accesibles que otras para las mujeres. La vivienda se convirtió en un tema de discusión profunda en la Yugoslavia de la década del 60. La decoración adquirió matices políticos; había seminarios públicos y talleres sobre decoración de interiores y las grandes tiendas brindaban asesoramiento a sus clientes. Un artículo de 1963 recogía la siguiente declaración de un alumno de una universidad obrera: “Pienso seguir haciendo reformas en mi departamento”.4 El modo en que se elegía vivir era una manifestación de las propias creencias. Como se consideraba que los entornos domésticos eran terreno femenino, el diseño de viviendas fue uno de esos sectores atípicos en los que las mujeres pudieron tomar la delantera. Uno de los ejemplos que citan Theodossis Issaias y Anna Kats en un ensayo que forma parte de Hacia una utopía concreta es el de Branka Tancig Novak, “pionera en el diseño de cocinas prefabricadas”.
Radević, la arquitecta más relevante de Yugoslavia, pudo ir más lejos que la mayoría de las mujeres y diseñó tanto los interiores como los exteriores de un tipo particular de edificio público, el hotel. Para el hotel Podgorica y el Zlatibor de Užice, en Serbia occidental, Radević se ocupó del diseño de todo: no sólo del edificio propiamente dicho, sino también del mobiliario y los interiores. Supervisó incluso la fabricación de las luminarias. En el Zlatibor, diseñó una sala similar a un cine, excepto que, en lugar de enfrentar una pantalla, las sillas miran hacia una ventana panorámica. Esas butacas, uno de los diseños más distintivos de Radević, están hechas con rollos mullidos que se apoyan apenas sobre sinuosos tubos de metal. Transmiten con fuerza cierta noción de movimiento, como si sus ocupantes viajaran por una cinta transportadora hacia el futuro.
Esa sensación de avance queda todavía más clara en el exterior del hotel Zlatibor, rara mezcla de cohete espacial, rascacielos y catedral. La obra empezó en 1975, el mismo año en que los astronautas estadounidenses y los cosmonautas soviéticos clausuraron formalmente la carrera espacial al acoplar sus naves en órbita alrededor de la Tierra. El diseño de Radević parece una respuesta risueña a esos viajes espaciales, que estaban muy por encima de las posibilidades de un país chico y no alineado como Yugoslavia. El cohete se transforma aquí en vivienda, en lugar para hacer amigos nuevos, y deja de ser un vehículo para abandonar la Tierra. La arquitectura también podía ser una forma de ascender. Lo que parecen ser arbotantes sobre los flancos del hotel nos recuerdan la tendencia de los Estados socialistas a transformar los edificios públicos en una nueva clase de sitios sagrados, en monumentos seculares capaces de reemplazar a los religiosos. La sorpresa final del hotel Zlatibor viene por el lado de las connotaciones de género, tanto en lo referido al rascacielos como al cohete: es una mujer quien reivindica esa iconografia desembozadamente fálica. (Hoy en día el hotel sigue en pie, pero dejó de ser un lugar público; hay planes para reconvertirlo en edificio de departamentos. Los interiores, diseñados con tanto esmero, fueron alterados hasta quedar irreconocibles).
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En todas las etapas de su vida, Radević supo cómo convertirse en un ícono. En Montenegro se la conoce con un único nombre: Kana. En un programa de 1980 de TV Titogrado podemos verla en una playa, dibujando sobre la arena un boceto del Monumento a los Caídos. Tiene puesto un vestido blanco y etéreo y un saco a lunares negros, lleva colgada una cartera blanca y, lo que resulta más raro, usa zapatos de taco alto (una elección bastante curiosa para un rodaje que tiene lugar en la playa). Al igual que su comportamiento, ese atuendo es una reafirmación de su autoridad. Al caminar, los tacos apenas si se hunden en la arena; avanza con toda gracia, como en puntas de pie. Su andar me recordó a un viejo dicho feminista de Estados Unidos: “Ginger Rogers hacía lo mismo que Fred Astaire pero al revés y con tacos altos”. A diferencia de Ginger Rogers, Radević se desempeñaba en una profesión en la que casi no había lugar para las mujeres. Incluso hoy es noticia que alguna mujer gane un premio importante de arquitectura. Sigue siendo un terreno con códigos masculinos: nadie espera que una mujer construya edificios, que imponga su poder de un modo tan tajante sobre un paisaje, que ocupe tanto espacio. La imagen glamorosa sobre la que Radević trabajaba con tanto esmero era una forma de rechazar explícitamente la noción de que la arquitectura estaba reñida con la feminidad.
Por desgracia, y aunque no sorprenda a nadie, ese énfasis en la propia imagen opacó en vida la obra de Radević. Los pocos textos que se produjeron acerca de su trabajo tendían a enfocarse más en el género que en la arquitectura. Después de su muerte, ocurrida en el año 2000, ya no quedó nadie para ocuparse de sus relaciones públicas y su imagen se fue diluyendo. “Bordeando el centro” fue un esfuerzo conjunto por recuperar su archivo, su obra y su biografía para ponerlos en el contexto de la historia arquitectónica yugoslava y mundial y para reconocerla como una de las pioneras de la disciplina.
Sophie Pinkham da clases en Cornell y es autora de Black Square: Adventures in Post-Soviet Ukraine. Está escribien do una historia cultural del bosque ruso y de Europa del Este.
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Ver Vladimir Kulić, “Building Brotherhood and Unity: Architecture and Federalism in Socialist Yugoslavia”, en Toward a Concrete Utopia: Architecture in Yugoslavia, 1948-1980 (Hacia una utopía concreta: arquitectura en Yugoslavia, 1948-1980), Museo de Arte Moderno, 2018. El catálogo de la exposición homónima del MoMA contiene mucha información sobre la arquitectura modernista yugoslava. ↩
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Łukasz Stanek aportó un ensayo breve sobre arquitectura yugoslava en la ciudad de Lagos y en otras en Toward a Concrete Utopia; su nuevo libro, Architecture in Global Socialism (Princeton University Press, 2020), analiza en detalle los aportes globales de la arquitectura de Europa del Este. ↩
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Ver Adriana Zaharijević, “The Strange Case of Yugoslav Feminism: Feminism and Socialism in The East”, Montenegrin Journal for Social Sciencies, vol. 1, Nº 2 (2017). ↩
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Ver Maroje Mrduljaģ, “Architecture for a Self-Managing Socialism”, en Toward a Concrete Utopia. ↩