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Cajas chinas, reseña de “La semilla de la bruja”, de Margaret Atwood

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Previendo la celebración por los 400 años de la muerte de William Shakespeare (1564-1616), la editorial Hogarth (fundada hace un siglo por Leonard y Virginia Woolf y hoy dependiente del grupo Penguin Random House) en 2012 comenzó a encargar a una serie de narradores de distinta procedencia que “volvieran a contar” algunas de las obras más reconocidas del Bardo en forma de novela. Lanzado en octubre de 2015, el proyecto ha publicado una larga serie en la que se incluye La semilla de la bruja, una versión de La Tempestad (1611) escrita por la poeta, narradora y ensayista canadiense Margaret Atwood, conocida sobre todo por sus deslumbrantes ficciones El cuento de la criada (1985) y Alias Grace (1996), recientemente adaptadas como series.

La leyenda quiere que La Tempestad, de difícil clasificación, sea la última pieza de teatro escrita por Shakespeare en soledad. Como sigue la peripecia de Próspero, duque de Milán y mago que al final renuncia a su magia (“art”, dice en el original), ahoga sus libros y se retira del mundo, fue leída, sobre todo en el siglo XIX, en clave autobiográfica. En ese siglo, además, fue cuando tomó una dimensión política. Primero Ernest Renan en Francia y luego Paul Groussac, Rubén Darío y, sobre todo, José Enrique Rodó y, más adelante, Roberto Fernández Retamar y varios escritores antillanos en las Américas, leyeron la obra como una alegoría y a sus personajes como símbolos, aunque en claves muy distintas. Así, si para Rodó Calibán es el monstruo, lo irracional, vinculado al utilitarismo estadounidense, y Ariel el espíritu noble, más cercano a la tradición latina, autores como Aimé Césaire reivindican en los 60 a Calibán como figura del oprimido y condenan a Próspero, el colonizador.

A estas lecturas se suman, sólo en el siglo XX y lo que va del XXI, interpretaciones muy disímiles, en clave psicoanalítica, feminista o ecologista, que hacen inevitable leer La semilla de la bruja como una reciente adición a esa tradición, en la que se encuentran novelas deslumbrantes, como Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932), o Indigo, de Marina Warner (1992), poemas como “The Sea and the Mirror”, de WH Auden, y muchas versiones cinematográficas y puestas en escena diversas. En efecto (y, por si quedaban dudas, hay una suerte de bibliografía al final), Atwood se sirve de este repertorio crítico para crear un libro que, sin alcanzar el nivel de sus mejores ficciones, logra con creces lo que se propone a la vez que rebasa lo meramente argumental.

Situada en Canadá, la historia sigue la peripecia de Felix Phillips, un prestigioso director de teatro que, traicionado por su asistente, decide vengarse, como el Próspero shakespeareano. Viudo y padre de una pequeña llamada, convenientemente, Miranda, Felix pierde todo por la ambición de su mano derecha en alianza con un jerarca del gobierno y, tras refugiarse en una casa en el campo y desaparecer del mundo público, incluso cambiando de nombre (a Duke), vuelve a las tablas de manera poco convencional. De este modo, años después de su “exilio” y por intercesión de una amiga que tiene muchos contactos con el poder, arma un grupo de teatro en una prisión.

Tras varios años y unas cuantas puestas en escena (Hamlet, Rey Lear, etcétera), en 2013 Felix se entera de que sus antiguos enemigos irán a ver el desempeño de su grupo teatral y decide poner en marcha su plan de venganza. Para complicar las cosas, elige montar La Tempestad, pieza que estaba preparando cuando fue destituido en primera instancia, y mediante este mecanismo Atwood utiliza la novela como espacio de ensayo, discusión, interpretación y traducción de un clásico complejo y fascinante.

La cárcel como isla y la isla como teatro

Northrop Frye, profesor de la novelista en la universidad y referencia ineludible, ya advertía que el tema de La Tempestad era la producción de una obra. En un ensayo de su libro On Shakespeare (1986), el crítico canadiense sostiene que, aunque el procedimiento de mise en abyme es considerado a menudo uno de los rasgos distintivos del dramaturgo inglés, en esta pieza tardía la obra y la “obra dentro de la obra” son la misma cosa.

De esta noción parte Atwood, que cuenta la anécdota que se desarrolla en la pieza teatral en varias ocasiones, tanto en lo que podemos pensar como narración macro de la novela (la venganza y redención de Felix Phillips), como dentro de la fábula, en las sucesivas puestas en escena a cargo de Phillips: la frustrada (interrumpida cuando el protagonista es traicionado) y la exitosa, que por su parte se divide en dos instancias; una filmada, que ven las autoridades de la prisión, y otra que se desarrolla “en vivo”, cuando los enemigos del director de teatro son secuestrados, punto en el que se puede pensar que “la tempestad de Phillips” se cierra sobre sí misma, porque la narración macro se superpone a las otras y las fronteras entre la ficción y la realidad, en el relato, se desdibujan.

Como si eso fuera poco, en cierto punto de una reciente representación de la pieza de Shakesepare, a cargo de Phyllida Lloyd (con un elenco exclusivamente femenino y emplazada en una prisión), a Próspero se le entrega una copia del libro de Atwood, agregando al juego de niveles una nueva (y, por cierto, ominosa) capa de significados. Estos mecanismos, que están ya en la pieza original, pero más disimulados, son los que Atwood lleva al extremo en La semilla de la bruja (uno de los apodos de Calibán) y esa ambición es, en última instancia, su mayor fortaleza y debilidad, porque por momentos la novela se pierde en su propia exuberancia.

Por otra parte, los fragmentos rapeados, que traducen muchas veces parlamentos y tienen poco flow (en este sentido recomiendo el visionado del documental Shakespeare Behind Bars, de 2006), a menudo son una distracción innecesaria, aunque, no obstante estas cuestiones, Atwood logra, con el manejo de su habitual sentido del humor, su inteligencia apasionada y su habilidad para crear personajes memorables (aunque algunos, ciertamente, no pasan de borradores), un deslumbrante ensayo narrativo que abre la obra de Shakespeare a nuevas y profundas lecturas, y, a la vez, es una reflexión sobre la venganza, la soledad y el perdón.

La semilla de la bruja. Margaret Atwood. Buenos Aires, Lumen, 2018. 336 páginas.

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