Decía un amigo trasnochado y filósofo que la historia es una cadena (in)finita de paradojas. Y aun más, la historia de la literatura. En Uruguay tenemos el claro ejemplo de la generación del 45. Sí, es verdad: esta generación es una gran contradicción. Sus exponentes tenían un lado negativo, ya que la gran mayoría ejerció el egocentrismo como un sinónimo de poder intelectual. Desde las páginas de la Enciclopedia Uruguaya ordenaron la historia según su visión personal –pero también estrábica– de la literatura. Como resultado, conformaron una crítica dura en la que ellos fueron, al mismo tiempo, los héroes y los tiranos, los hijos pródigos y los parricidas, para convertirse, con el paso lento del tiempo, en personajes más que en personas. Pero en su lado positivo nos hicieron comprender los ripios, lugares comunes y gestos decadentes de las generaciones anteriores. Y como consecuencia de esta labor de cirujanos, heredamos de este grupo grandes críticos y excelentes poetas, sobre todo mujeres, como Amanda Berenguer, Idea Vilariño, Dina Díaz o Ida Vitale. También una lectura crítica de la historia y la literatura que nos transformó en lectores críticos. Aun así, hace falta una visión crítica de la generación del 45; de sus maldiciones, sus desplantes y legados. Pero, en suma, y en primeras lecturas, advertimos que no existe el 45 como una unidad, sino que hay una constelación conformada por diversas líneas de fuga: el grupo de Mangaripé, el grupo de las Erinnias, el grupo conformado a partir de las revistas Número, Clinamen, Asir y Mito. Si existe un centro, también hay márgenes: Humberto Megget, Mario García, José Parrilla, el pintor Raúl Cabrera (Cabrerita). Y uno de esos márgenes lo conforma un poeta “raro y curioso” –al decir de Angel Rama–: Carlos Brandy (1923- 2010). Raro y silencioso, tal vez.
Silencioso porque siempre estuvo a la par de la generación del 45 pero nunca fue un protagonista. Acaso, un luminoso outsider. Porque fue un impulsor de la cultura que apoyó a otros raros y curiosos. Fue Carlos Brandy uno de los que instalaron el mito del café Sorocabana. Fue Carlos Brandy quien rescató los poemas de la primera edición de Nuevo sol partido, de Megget, cuando este se encontraba muriendo de tuberculosis en la cama de un hospital. Fue Carlos Brandy quien sacó del cajón la primera novela de Armonía Somers –La mujer desnuda– para publicarla en su revista Clima (números 2 y 3). Fue Carlos Brandy quien apoyó a Felisberto Hernández y su escritura. Fue Carlos Brandy quien testimonió las actuaciones de Parrilla a lo largo de la década del 40 y del 50, que luego evolucionarían como los happenings en los 60 y las performances en los 90. Fue Carlos Brandy un amigo fiel de Cabrerita y el que lo apoyó para que siguiera pintando niñas asombradas.
Su obra comienza hacia fines de los 40 y comienzos de los 50 con tres grandes libros: Rey humo (1949), Larga es la sombra perdida (1950) y La espada (1951). Grandes como sinónimos claros del asombro. El tríptico contiene un mundo interior forjado mediante el tedio y el hastío, desde la óptica de un surrealismo revolucionario cuyas raíces proceden de lecturas de surrealistas tanto francesas (Lautréamont, Pierre Reverdy, André Breton, Georges Schehadé) como latinoamericanas: Emilio Westphalen, César Moro, tal vez Oliverio Girondo y los poetas argentinos nucleados en la revista A Partir de Cero de los años 50. En estos libros queda demostrado que el surrealismo es más que una simple vanguardia: es el enlace con los simbolistas franceses y con el romanticismo alemán, y la relación viva con la imagen como centro y eje de la escritura.
Luego, en mitad de los años 50, Brandy publica un libro central –Los viejos muros (1954)–, en el que no sólo establece las coordenadas de ese mundo opaco de angustia existencial que ya había delineado en sus tres primeros libros, sino que le agrega el absurdo de encontrarse viviendo en una ciudad de plazas umbrías y tardes de ventanas abiertas: “y sin embargo, aquí estamos / con estas palabras envejecidas, hundiéndonos de prisa, / y decimos amor como quien dice miedo / y decimos flor como quien dice sombra”. Y a partir de Los viejos muros comienza a explorar lo urbano de una manera surrealista en Juan Gris (1964), Larga es la sombra perdida (1973) y Con la violencia de la luz (1973). Durante la dictadura se niega a publicar, y su poesía se comienza a apagar lentamente desde la niebla de los lugares comunes. Y todo es un inventario del caos. Caos, que nos recuerda al Pablo Neruda de Residencia en la Tierra (1933). Y este caos será, pues, el tema central del último libro de Brandy, llamado Esa enorme soledad. El poeta entonces se descubre a sí mismo, descubre su propia escritura, descubre la enorme soledad como una existencia luminosa en una ciudad en la que “el abecedario es la suma de las letras / pero nadie arriba a algún sentido”. Pero es un libro menor frente a sus tres primeros libros, porque el surrealismo se transformó en un caos de lugares comunes en el que se mezcla la filosofía con la poesía, la poesía con un catálogo de descripciones absurdas, la ironía con un lenguaje propio de las populares letras de tango: “aquí el odio es una fruta / y el amor una baratija cualquiera / se sabe que el alcohol es una promesa / y el infierno se llevará a los que duermen en las calles”. La soledad que nombra un inventario posible de una ciudad que nos recuerda el imposible caos.
Esa enorme soledad | De Carlos Brandy, compilado por Jorge Arias. Montevideo, 2018. 103 páginas.