Macbeth es no sólo una de las tragedias más conocidas de William Shakespeare, sino que además está entre las mejores. La más breve de sus piezas teatrales, es una concentrada muestra de la maestría de su autor, capaz de crear algunos de los ambientes más oscuros de la literatura y, ante todo, de darle vida a un personaje tan complejo, malvado y atractivo como Lady Macbeth, cuyos parlamentos se vuelven instantáneamente parte imborrable de quien entra en la obra.
Escrita hacia 1606, ha sido versionada y traducida incontables veces, y sus reescrituras, que se multiplican cada año, son tan diversas como el llamado Macbeth vudú (1936) de Orson Welles, que situó la acción en una isla inventada del Caribe y se sirvió de la religión haitiana de origen africano; la película Trono de sangre (1957), de Akira Kurosawa, quien hizo lo suyo en el Japón feudal y utilizó elementos del teatro nō, o Barnam Vana (1979) de BV Karanth, que adaptó la obra a los preceptos de la tradición yakshagana india. Recientemente, a esta lista se le agregó la recreación del escritor noruego Jo Nesbø (conocido sobre todo por su serie de novelas policíacas protagonizada por el detective Harry Hole), que forma parte de Hogarth Shakespeare, un proyecto editorial de una de las filiales de Penguin/Random House lanzado hace un par de años en conmemoración de los cuatro siglos de la muerte del Bardo, que ha publicado un grupo de novelas en las que autores reconocidos (generalmente de habla inglesa) versionan algunas de sus obras más importantes.
Consecuente con su fama (aunque también es autor de libros para jóvenes), Nesbø hizo una lectura en clave noir del clásico shakesperiano, que, en su forma más elemental, invita en más de una manera a ser leído de ese modo o alguno similar. En efecto, la historia de amor de una pareja ambiciosa hasta la locura, que mata a amigos y enemigos por igual para abrirse paso en el mundo del poder, tiene mucho en común con intrigas que se ven actualmente en televisión (es una forma de decir), incluido el drama político House of Cards. En la versión de Nesbø no hay, sin embargo, un cambio del espacio geográfico, sino que el desplazamiento es únicamente temporal.
Como en la pieza original, en efecto, la acción de Macbeth se desarrolla en Escocia, pero no en el siglo XI (Shakespeare se inspiró en un texto de Holinshed sobre el histórico rey Macbeth, que vivió aproximadamente entre 1005 y 1057), sino en los años 70 del XX. El noruego traslada, entonces, la peripecia a una corrupta ciudad (sin nombre), en la que el protagonista es capitán de la Guardia Real, lady Macbeth es su esposa y regenteadora de un casino, Hekate un narco a veces llamado “la mano invisible” (y la referencia a Adam Smith no es gratuita), etcétera.
Pero esos no son, aunque lo parezcan a primera vista, los cambios más sustantivos. Para hacerse una idea basta ver algunos números: mientras que el libro original (en la edición John Dover Wilson, con introducciones, notas y glosario incluidos) tiene 275 páginas, la novela de Nesbø, en su traducción española, sobrepasa largamente las 600. ¿A qué se debe este engordamiento? Fundamentalmente a lo que, a falta de un mejor nombre, llamaré los límites (o las limitaciones) del realismo. En efecto, la obra de Shakespeare, que tiene su cuota de agujeros argumentales, hoy imperdonables, deja muchas incógnitas con respecto a la vida de los personajes, incógnitas que Nesbø se preocupa en llenar con historias de origen que explican los motivos detrás de los crímenes, con retorcidos pasados profusos en violaciones y abusos, en abandonos y muertes, adicciones y culpas. Todo lo que en la obra no importa, porque el lector o el espectador comprende al instante la oscura raíz de la maldad que la impregna, en la novela ocupa capítulos enteros, conversaciones sobre ascenso social y conciencia de clase, flashbacks melodramáticos que bordean el cliché –por otra parte, recursos típicos del noir, que, “científicamente”, cree en causas y efectos, por disparatados que sean–. Así, es imposible leerla sin recordar una frase de Jorge Luis Borges, recogida por Adolfo Bioy Casares en su diario: “Se llama realismo la descripción de crímenes inverosímiles, de incestos impracticables [...] En cambio, por un modesto hombre invisible que se nos deslice, ya estamos en plena literatura fantástica”.
El comentario, soltado por teléfono y lleno de la ironía borgesiana, se aplica casi palabra a palabra a este caso: es verdad, Nesbø elimina a las brujas (que pasan a ser tres mujeres que trabajan para un narco preparando una droga muy adictiva y peligrosa) y su hechicería, pero no por eso su libro se vuelve más verosímil, sino más bien al contrario, y, a la vez, la historia conserva y multiplica los baches, que, en un entorno “realista” se vuelven, ahora sí, imperdonables.
Sin embargo, ¿se puede juzgar en estos términos a la novela? ¿Hay que exigirle fidelidad a Shakespeare? ¿Es legítimo ver sus errores a través de los logros de la obra de teatro, considerando no sólo que entre las dos obras hay tanta distancia temporal sino que fueron escritas en idiomas distintos y pertenecen, además, a géneros tan diversos? Por un lado, no hacerlo resulta imposible, porque su relación estrecha con la obra (por el proyecto para la que fue escrita y porque hace hincapié en esa conexión desde la portada y el título hasta los puntuales nombres de los personajes) casi impide leerla en sí misma, como creación autónoma.
Por otro lado, no obstante, tal vez no se podría decir que Macbeth, estrictamente, sea una mala novela. En efecto, entretiene e, incluso cuando uno sabe qué es lo que va a pasar, quién va a matar a quién, logra conservar el interés y tiene algunos momentos logrados con habilidad... ma non troppo. Y acaso ese sea su principal problema: no decidirse del todo, mantener un halo de irrealidad justo, que afecta apenas eso que es accesorio y que todo lector de policiales busca como confirmación del mundo, porque incluso si se lograra “olvidar” el texto de Shakespeare, hacer como si no existiera, Nesbø comete algunos errores (pierde el ritmo, deja cabos sueltos, hace giros absurdos) no sólo imperdonables en la novela negra, sino impensables para un cultor del género tan experimentado como el noruego. Así, la novela “desencantada”, despojada del poder revulsivo que tiene lo feérico, busca el fondo en una explicación apenas interesante: un oscuro y abstracto capitalismo, que aparece como magia o fuerza sobrenatural ineludible, como la antigua y espectral locomotora del progreso.
Macbeth, de Jo Nesbø. Buenos Aires, Lumen, 2018. 640 páginas.