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David Toscana.

Foto: Federico Gutiérrez

Con el escritor mexicano David Toscana: “No quiero negar a mis padres”

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Montevideo recibió a David Toscana (Monterrey, 1961) con un diluvio. Llovía a cántaros el mediodía en que nos encontramos para conversar sobre el único de sus libros que fue publicado en Uruguay (Historias del Lontananza), y la temperatura estaba lejos de la que esperaba encontrarse con la primavera ya entrada. “Yo revisé cómo iba a estar el clima y me decían que iba a estar bonito y ni me traje abrigo ni nada”, explicaba, con cara de desconsuelo, mientras veía caer la cortina de agua fuera del ventanal del hotel. No era su primera vez en Montevideo. Había venido ya en algunas oportunidades, pero la última vez había sido hace ya unos 15 o 20 años. Le expliqué que me hubiera gustado poder hablar con él de toda su obra, pero, lamentablemente, sólo había leído Historias del Lontananza, un libro que salió por primera vez en 1997. Para mi tranquilidad, el asunto no le preocupó demasiado. A fin de cuentas, razonó en voz alta, todavía leemos libros que se escribieron hace 2.000 años. “El libro es una novedad cuando le llega al lector por primera vez. Y si para mí es un libro que tiene 20 años, pues para el lector tiene este momento presente de cuando lo descubre”.

¿El famoso bar Lontananza de Monterrey es el mismo Lontananza del libro?

Hasta cierto punto, sí. Había dos bares Lontananza: uno en Monterrey, otro en un pueblo muy cercano, como a 40 kilómetros, y en mi fantasía yo armé una mezcla de los dos.

Eso explicaría que el lector no se imagine ese bar que, en las fotografías de internet, se ve ubicado en una calle tan transitada. El del libro parece más un bar de las afueras de un pueblo pequeño.

Sí, el que tú dices está en una avenida muy transitada, pero yo quise hacer una mezcla no sólo de pueblo pequeño y ciudad, sino de presente y pasado, para que también un poquito se perdiera si estábamos hablando de algo contemporáneo o no tanto. Hay elementos en algunos textos que nos ponen en un ambiente más contemporáneo, y hay otros que podríamos ubicar en cualquier lugar del pasado, en los años 40. Entonces, es esta mezcla, y sin embargo al mismo tiempo traté de que los cuentos se fueran entrelazando para que tuviera una especie de sabor también de novela. Tenemos el mismo ambiente, aunque los personajes van cambiando; sólo se mantiene el cantinero, que lo vemos que va envejeciendo, vemos que tiene un empleado que siente que él debe ser el heredero, y tenemos el último cuento, del que hay gente que entiende que sí fue el heredero, pero hay otras personas que entienden que no fue, porque los últimos que atienden el bar son más bien gente que no conoce de bares. Mi intención, entonces, era que se entendiera que este posible heredero no heredó, pero la voluntad del lector, el buen corazón del lector a veces impone la lectura.

Bueno, tal vez no sea sólo el buen corazón del lector, sino una práctica a la que fuimos acostumbrados por el cine de Hollywood: el bien siempre triunfa. En ese sentido, vi por ahí que decías que el cine idiotiza. ¿Cómo es eso?

Lo que pasa es que la lectura exige mucha más atención que el cine. Hay una serie de indicios, tanto en este libro como en muchos otros, que el lector tiene que ir atrapando, porque no se los dan. Y el cine es la versión que nos dan un director, un productor y unos actores de las cosas tal como ellos las concibieron. Cuando yo hablo de que el cine idiotiza, estoy hablando de toda esta gente que se la pasa viendo cine, viendo series, y no se da tiempo para la lectura. Y, por supuesto, no sé de dónde lo habrás sacado, porque lo he mencionado de distintas formas en varias ocasiones, pero tengo un desafío: hagan la prueba, pongan a una persona a ver 100 películas al año y a otra pónganla a leer 50 libros o 20 libros al año, y van a notar que hay una diferencia entre las dos. El cine, el fútbol, la vida cotidiana, todo se aprecia mejor después de la lectura.

¿A qué atribuís esa capacidad de la ficción escrita? No sería por la trama, porque las series, por ejemplo, copiaron algo que ya estaba en el folletín, y luego en la telenovela. Son como telenovelas que treparon un escalón hacia la nobleza.

Yo las imagino, sí, pero no tengo televisor y nunca he visto una serie. Pero las puedo imaginar sin necesidad de verlas, y puedo hacer la comparación con la palabra escrita, y es que la literatura es una abstracción. Por mucho que digamos que hay una literatura realista, no existe tal cosa. El escritor sólo nos da indicios. Si el escritor describe esta conversación y dice que había una mesa, tiene que dedicar unas ocho páginas para que podamos exactamente imaginar esta mesa. Pero él simplemente va a decir mesa, y nosotros vamos a imaginarnos una mesa de madera, de metal, de cristal, redonda, cuadrada, rectangular, alta o baja, de un color, de otro color. La mente del lector, entonces, siempre está trabajando. Tiene que hacer un acto de imaginación, tiene que hacer actos de memoria, tiene que estar enlazando estos indicios que no están completamente dichos. De algún modo, es como ir al gimnasio: lo que para el cuerpo es el gimnasio, para la mente es la lectura. Y te deja además un bagaje de palabras para conversar contigo mismo, para imaginar, para razonar. A la gente que suele leer libros se le nota hasta en la expresión: yo a veces detengo a alguien en la calle y le digo “a usted le gusta leer, ¿verdad?”, y responde “sí, ¿pero usted cómo sabe eso?”. Y yo no sabría muy bien decirlo, pero uno nota cuando va pasando una persona cultivada y otra que no lo es, o que no lo es tanto. No sé, creo que transforma la mirada de alguna forma. Y esto la pantalla de cine no te lo da. En cambio, conversar sobre cine con alguien que lee muchos libros sí es interesante, o sobre fútbol. Entonces, si toda la experiencia cotidiana –de cine, de trabajo, de cualquier cosa– la filtramos a través de la lectura, la enriquecemos a través de la lectura, ahí sí cualquier tema es bueno.

¿No se dijo también de las novelas eso de que idiotizan? Madame Bovary, sin ir más lejos, tenía la imaginación trastornada por el tipo de novelas que leía. Lo mismo se ha dicho de las novelas “de supermercado”. Así que no es necesariamente el soporte el que afecta o masifica el gusto, el que enriquece o empobrece, el que tiene esa virtud. ¿Sería más bien lo que leer le exige al lector?

A veces me preguntan si me gusta la lectura. Y bueno, depende: también es uno de los actos más aburridos que a veces realizo. Si tienes que leer algo que no te gusta, ahí sí es más fácil ver un partido de fútbol, aunque no te guste. Es más fácil ver una película mala que leer un libro malo. Pero por lo mismo: aun la literatura mala te exige un esfuerzo. Y cuando ocurre lo contrario, bueno, es fascinante. Releer un buen libro, saber que la carga de la historia no está en lo que va a pasar sino en cómo está construida, en las palabras que están ahí, y saber que la mente no puede retener una novela. El Quijote yo lo puedo leer, no sé si ya lo he leído unas diez veces, y mi memoria no da para recordarlo. Muchas veces es como estarlo leyendo por primera vez, y muchas veces es también como una canción que te gusta, que la escuchas una y otra vez y encuentras el placer de la repetición. Entonces, leer es un acto muy bello, pero releer lo es más.

Bueno, es lo que decía Borges: que había más placer en la relectura.

Y con la edad empezamos a releer más y a leer menos, porque cuando sientes que el tiempo te sobra, es como el dinero, lo empiezas a gastar. Y de pronto, cuando ya la cartera está vacía, entonces cuentas cada peso. Entonces, ahora que cuento el tiempo, ya no estoy en plan de descubrir la nueva literatura: espero que alguien la descubra y me diga “oye, tienes que leer esta novela, este joven escritor vale la pena”, y entonces ya lo intento. Pero esa idea de ir a pescar a ver qué pica ya la perdí un poco. Entonces, releo mucho y leo menos.

¿Qué releés, por ejemplo?

Este año estoy releyendo prácticamente todo de la literatura rusa, y de vez en cuando me encuentro algo que no había leído. Estoy releyendo a Dostoievski, a Tolstoi, a Gogol, a Chéjov. Y de Chéjov sí me encuentro de pronto cuentos que no había leído, porque ahora lo estoy leyendo más sistemáticamente.

Y porque se han reunido los cuentos en español.

Salió por fin en español la primera antología que dice que ya los tiene todos, y son cinco tomos. Y claro, muchos de ellos ya los conocía, muchos ya los había releído, pero algunos me aparecen como una novedad completa.

He visto en varios lugares que te sentías influido por Onetti. ¿Es así?

Sí. A Onetti todavía lo recuerdo mucho cuando escribo, aunque con el tiempo uno va cambiando el peso de los escritores que lo influyen. Onetti me influyó mucho en un principio, y fue incluso decisivo con un cuento que leo y releo de él, que se llama “Bienvenido, Bob”. Este cuento, de algún modo, me cambió la vida, me hizo ver las cosas de manera distinta y me hizo comenzar a escribir este libro, Historias del Lontananza. Por eso el primer cuento se llama “Bienvenido a casa”. La anécdota es diferente, pero tiene este espíritu de encontrar el festejo en la desgracia, que es lo que le pasa al protagonista [de Onetti] cuando odia a este Bob –que después se vuelve un Roberto y lo recibe el maloliente mundo de los adultos– y dice “no sé si alguna vez amé tanto a Inés como ahora amo la desgracia de este Bob que ahora es Roberto”, y entonces encuentra en este sórdido mundo, en este fracaso, el modo de celebrar algo. Y bueno, con ese espíritu, aunque con otra anécdota, escribí este cuento. Luego me di cuenta de que este mundo de la cantina podía dar un poco más, luego le añadí otro, luego otro, y ya se formó el libro. Pero lo dije: viene de Onetti. Y, sobre todo, lo que me gusta mucho de Onetti son sus ambientes. No creo que mi prosa se parezca a la suya, son muy distintas. Pero este mundo de hombres que no tienen escapatoria, que sueñan con algo pero se tienen que conformar con la realidad, ese es el mundo de Onetti que siempre me gustó y que me sigue influyendo. Luego es difícil encontrarlo, porque es una influencia espiritual. Y me van a decir: “Pero tus textos tienen humor y los de Onetti no lo tienen, la prosa es diferente, los ambientes son diferentes”; sí, pero es nada más esta cosa de sentirte que la vida te pone una trampa de la que no puedes salir.

¿Y ahora con qué estás entre manos? ¿La última fue Olegaroy?

Sí. Olegaroy, escrita a la distancia, sin estar en Monterrey, es una novela que ocurre en Monterrey. Ahora estoy viendo si me resulta una novela –te decía que estoy releyendo a los rusos– con mucha influencia de la literatura rusa. Pero estoy en la etapa de laboratorio: todavía no sé si me va a salir un monstruo o una cosa que valga la pena.

Hay una pregunta que no puedo evitar: ¿qué pasó con McOndo? ¿Por qué te bajaste de aquel manifiesto anti boom?

Me invitaron a participar en esa antología, pero lo cierto es que entré por una amistad que tenía con [Alberto] Fuguet. Y muy pronto nos dimos cuenta de cuál era la intención de esta antología y de que yo no era parte de esta visión supuestamente novedosa de la literatura, que recibía mucha influencia de lo estadounidense, se usaban muchas palabras en inglés, se les daba la espalda a ciertas tradiciones latinoamericanas. Y yo estaba muy contento de encontrarme en la antología cuando me invitaron, pero cuando leí el prólogo me di cuenta (un prólogo que parecía más bien un manifiesto) de que como manifiesto, si me hubieran pedido firmarlo, no lo firmaba. Y para cuando hicieron una siguiente antología, ya sabían que yo no era parte de ese grupo. Ya no estuve, por razones ideológicas, creo. Y porque ya venía publicando otras cosas y nos dábamos cuenta de que yo sí seguía una tradición latinoamericana con la que no quería romper. No era parte del realismo mágico, pero sí era parte de algo más latinoamericano. No me quería divorciar ni negar a mis padres.

Por otro lado, es verdad que la literatura latinoamericana después del boom se museizó un poco. En eso el mercado es implacable, y la academia no siempre es muy distinta del mercado.

Sí, pero yo creo que está muy bien: los críticos deben tener una visión amplia de las cosas. Los escritores, creo, somos bastante más estrechos, tenemos un punto de vista sobre cómo debe ser la creación literaria, qué debemos decir. Yo desconfío de los escritores que hablan bien de todo. El crítico tiene más derecho de estudiar un poquito todo, de tener un panorama muy amplio, pero el creador debe ser un poco más estrecho, porque al final estás vaciando algo personal, y quieres que lo personal se haga universal. Pero no partes de lo universal: partes de lo personal.

Esa voz que te va a diferenciar.

Lo dijiste mejor: es una voz. Es el mundo personal, pero convertido en palabras, que tienen millones y millones y millones de formas de combinarse, entonces tratas de preparar un caldo con un sabor que nunca habías probado. Y entonces dices “esto me sabe diferente”, y al mismo tiempo dices “sí, pero los ingredientes habían estado siempre”. Y sí, pero le pusiste el toque personal, lo cociste como debías; no sé, podemos seguir explotando esta analogía, pero la cosa es que al final yo esperaría que, aunque todos conozcamos las cantinas y los cuentos de cantina y demás, uno pueda leer este libro [Historias del Lontananza] y encontrar una novedad, de la misma manera que te sientas con una persona que no conocías y no piensas “este tipo es igual que Fulanito”. Aunque puede ocurrir. En la literatura rusa se hablaba mucho de estas personas que no tenían mucho de individual y eran despreciables, porque hasta sus ideas se las aprendieron a otros. Entonces, poder andar con individualidad es importante para todo el mundo, pero sobre todo para un artista, para un escritor. Eso es lo que quiero aportar. En lo demás, creo que soy tradicional, que no tengo una voluntad de romper con una tradición. Incluso, antes de sumarme a una tradición de mi generación, es una tradición de mis padres y mis abuelos literarios. Y una tradición que no tiene que ser latinoamericana, Don Quijote me ha influido muchísimo, la literatura rusa, la literatura eslava en general, que es la que más me gusta leer...

Nunca mencionás la literatura francesa, cosa que me sorprende un poco...

No, casi siempre divido el mundo entre rusos y franceses, y los franceses me parecen un poco blandos para lo que a mí me gusta leer. Madame Bovary la he leído en varias etapas de mi vida, y no me seduce. Historias de una mujer infiel tengo en Anna Karenina; me parece explosivamente bella esa novela, pero nunca he conectado con Madame Bovary. He leído mucha literatura francesa, pero he releído muy poca. A Balzac no lo releí, a Maupassant no lo he releído. Stendhal sí: ese sí me gusta.

Te iba a decir eso: Julian Sorel sí que es un personaje.

Sí, ese sí tiene esa carga emocional y de locura, de todas estas cosas. Hasta parece de un escritor ruso.

Milan Kundera decía que a él le gustaban los escritores como Diderot y que no podía soportar a los rusos, porque son demasiado dramáticos. Pero esa es su gracia, ¿no?

Esa es la parte que me gusta. Descubrí este mundo que incluso a veces parece demasiado imaginario, pero que un ruso sabe que detrás hay realismo. Entonces, sin juzgar qué tanto se parece esto a la verdad, simplemente me atraen los mundos literarios de personajes, por ejemplo, como Oblomov, este hombre que ni siquiera se anima a salir de la cama, o ciertas novelas que no son muy conocidas, como La familia Golovliov [Mijaíl Saltykov-Shchedrín, 1876], una familia terrible. Comparo la decadencia de esa familia con Los Buddenbrook [Thomas Mann, 1901], y la de los Buddenbrook es una historia en la que, pese a que todo lo hacen bien, hay un desgaste, una decadencia. Y acá todo lo hacen mal: se suicida uno, se suicida otro, uno es alcohólico, el otro le roba al hermano todo lo que tiene, no sé, es un mundo...

No es existencial: es como de pasión en el sentido religioso. Los rusos son místicos.

Y viven las cosas con una intensidad que, por supuesto, se descarrila muchas veces. Y lo que es patético en el ser humano es sano en la literatura. A todos nos gusta tener una familia ordenada, que los hijos lleguen de la escuela con buenas calificaciones, que se sienten a la mesa cortésmente, que se converse civilizadamente, pero imagínate que te toque leer todo eso en una novela: tú dices “¿en qué momento va a sacar el cuchillo para matar a la mujer?”.

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