El jueves a las 20.00 en el espacio Contraluz (Juan D Jackson 865) se presentará Un árbol opaco imita a la intemperie, primer libro de Andrés León Miche (Montevideo, 1985), junto a Rivothriller, de Zaría Abreu (Ciudad de México, 1973). Ambos poemarios fueron publicados por Pez en el Hielo, una editorial independiente creada en 2016 por los escritores Gonza Baz y Dani Olivar, que en su haber ya tiene ocho títulos, incluyendo autores nacionales e internacionales, poemarios, antologías narrativas y hasta una coedición junto con el colectivo Asamblea Instituyente que trabaja con personas psiquiatrizadas. El recorrido de este proyecto se enmarca en un verdadero renacimiento de las editoriales artesanales o autogestionadas en Montevideo, que se vio cristalizado en 2017 con la conformación de Sancocho, colectivo que aglutina a varias de ellas (La Coqueta, Salvadora, Factor 30, La Propia Cartonera, Astromulo, Pez en el Hielo y Dios Dorado, entre otras) y que desde entonces organiza ferias del libro en distintas partes de Montevideo. El propio Andrés León no es ajeno a esta modalidad de edición, ya que forma parte del colectivo La Propia Cartonera y el sello musical Estampita Records, con el que editó Después está el río (2017), un disco de canciones en formato cantautor con una lírica muy similar a la de Un árbol opaco imita a la intemperie.
Creador de mundos
Tradicionalmente, la poesía lírica ha sido caracterizada como la expresión de sentimientos de un yo, asociado de manera más o menos feliz al autor y sus peripecias. Que el simbolismo y las vanguardias hayan problematizado la posibilidad de ubicar a la subjetividad del emisor en el texto, hace ya más de 100 años, quizá sea una de las razones por las que al público suele costarle la lectura de poesía. Es que desde el “Non serviam” (1914) de Vicente Huidobro la palabra poética se ha decidido por la creación de sus propios mundos, lo que bien implica la ausencia del yo, o su colocación en un plano más demiúrgico. Este es el caso de Un árbol opaco imita a la intemperie, de Andrés León, poemario estructurado en tres secciones –“Réplicas”, “Deriva y mala caligrafía” y “La vida pequeña”–, en el que no sólo se despliega un cosmos original, con sus propias reglas y objetos, sino que también se reubica al yo frente al acto y el producto creativo, en una verdadera epopeya de la emergencia de todos ellos.
En este contexto, la apuesta fuerte de estos poemas es el mecanismo de generación de imágenes, que mediante un tono narrativo –y en complicidad con el excelente diseño serigráfico de tapa de Dani Olivar y las sugerentes fotografías de Guillermo Wood, que funcionan a manera de interludio entre las secciones– oscila de manera arbitraria entre una urbanidad cotidiana y extrañada, y una naturaleza con aires oníricos –las dunas, el río, la nieve–. Este mecanismo constituye toda una physica en la que la convivencia del presente y el pasado –“nosotros somos el tiempo”– permite a los objetos aparecer, superponerse, transmutar o desaparecer en la bruma sin ningún aviso: “un árbol opaco imita a la intemperie / el sonido de unas manos que preñadas del aire desaparecen”. El mundo, siempre inabarcable –“quién se oculta detrás del lenguaje: los edificios”–, es moldeado constantemente por fuerzas anteriores al sujeto. La actividad artística no difiere de esas fuerzas; también incide en el mundo, le da sentido, lo hace su materia –“hay o había / un lápiz / una página / un árbol // una voz recortando una nube / una serie de edificios / una tierra imprecisa trabajando los cuerpos”–, invirtiendo de este modo el orden romántico: si hay sujeto y subjetividad, sólo es posible por la necesidad arcaica de ser y entender el mundo, de crear.
En los poemas de León –y también en canciones como “Las grúas” (presente en el compilado Todo prensado fue mejor, 2019)– la emergencia del yo se encuentra ligada al insistente recurso de acortar la distancia entre el objeto creado –el contenido del propio texto– y su proceso de creación, haciendo de este último el tema central del poemario. Durante todo el poema extenso que compone la sección “Réplicas” se puede ver explícito el mecanismo: “uno escribe pequeñas réplicas / modificándolas / [...] / allí se confunden el mapa y el territorio”. Parafraseando el refrán, aquí no se pone el ojo –en tanto subjetividad– en el objeto sobre el que caerá la bala, sino que el ojo mismo –transmutado en agente primario de ordenamiento del mundo– se encuentra en la bala y su trayectoria hacia el objeto: “la mirada parece seguir un hilo / o hacer pie sobre él, dispersándose”. Es entonces la mirada creadora la que permite entrever al yo como demiurgo, dios hacedor inmerso en la misma cosmogonía que intenta recortar.
A partir del poema extenso que compone la segunda sección –“Deriva y mala caligrafía”– se hace más fuerte la presencia de un yo difuso –a veces en la primera persona del singular, a veces en la del plural–, lo que puede relacionarse con la intertextualidad explícita y constante que el poema –y en buena medida todo el libro– tiene con el cine –Tinto Brass, Clint Eastwood–, la literatura –Marguerite Duras, Goethe, Flaubert– y hasta la televisión. La emergencia de la ficción del yo, enunciada en el poema “Una mujer baja a las dunas” mediante la pregunta “¿pero qué cosa sería el otro extremo / de algo amargo y laborioso, un diario, una fotografía, / una cinta atada a un árbol?”, está íntimamente relacionada con la apropiación de otras ficciones, y con una intervención de la sensibilidad ya despegada del cosmos en el que está inmersa.
El mundo se ha vuelto insoportable, y el gesto creador (incluyendo la lectura), un gesto de resistencia ociosa paradójicamente asentado en la lengua de los otros –“trabajo copiando palabras”–. Finalmente, el anhelo romántico de objetivación de ese yo y su historia mediante la obra también se vuelve imposible, lo que termina por redundar en un sujeto fantasma, una “mala caligrafía” sin fuerza para imponerse en lo real. Una vez más el ojo se coloca en el trayecto de la bala, y si la literatura no redime, su ejercicio –y no su producto– parece ser el único modo en que el yo, y su correspondiente lector, presentado en uno de los poemas de la última sección como un sospechoso alejándose de la escena del crimen, pueden existir.
Un árbol opaco imita la intemperie. Andrés León. Montevideo, Pez en el Hielo. 56 páginas.