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Claudio Invernizzi

Foto: Federico Gutiérrez

Entusiasmo sublime: con el escritor y publicista Claudio Invernizzi

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Editar

En 1997, en el prólogo a la tercera edición de La pulseada (1989), Heber Raviolo anunciaba que su autor estaba terminando una nueva novela llamada Historias de un tren y de sesenta hombres y mujeres de almas fuertes. 30 años después, Claudio Invernizzi publicó La memoria obstinada de Puerto Vírgenes, primer volumen de una futura trilogía que, en resonancia con clásicos uruguayos como Estado de gracia (1983, Mario Delgado Aparaín), un western de frontera en el que se cruzan ingleses, negras lavanderas y ferrocarriles, Invernizzi traza su propia operación de rescate: en un pueblo entre los cerros se encuentran un periodista injuriado y la nieta de un enigmático inglés que decide investigar el asesinato de su abuelo, a mediados de los años 50. Este hombre que viajó a Uruguay para escribir la historia de los trenes británicos se convierte en la excusa para bucear entre los vaivenes políticos de una época, historias y leyendas motivadas por la memoria colectiva y la tradición oral. Entre viejos comunistas, espías británicos y soviéticos, nazis encubiertos, titiriteros y víctimas desprevenidas, La memoria obstinada de Puerto Vírgenes configura un mapa emocional de epopeyas y mundos en fuga. El conocimiento de los hechos, la construcción de un pasado propio y la búsqueda de la verdad dan paso a múltiples reflexiones sobre la memoria, el fracaso y la muerte, que no pueden dejar de leerse como una indagación sobre el presente. Porque, más que una aventura del lenguaje, Puerto Vírgenes... es una historia de supervivencia, que tantea entre los recovecos del recuerdo y elude los clichés, explorando las múltiples variaciones de la memoria, siempre dispuesta a narrar su versión de los hechos. O, si no, inventarla: “La memoria es una superposición de hechos que se invaden unos a otros y van desanimando la realidad [...], hasta resultar extraña”. Ya que, a veces, no hay desconsuelos, sino simples pérdidas.

Invernizzi fue basquetbolista, cronista de Jaque, e ingresó a la publicidad a principios de los 80 (entre varios reconocimientos, la revista Gatopardo lo eligió entre los mejores creativos de América Latina, y su agencia ganó dos leones en el Festival Internacional de Creatividad de Cannes). En paralelo, fue director de Televisión Nacional de Uruguay (TNU, entre 2009-2010) y asesor de comunicación de la campaña de Tabaré Vázquez, en 2014, y de Daniel Martínez, en su actual candidatura a la presidencia. En este encuentro con la diaria, Invernizzi vuelve sobre sus relatos de Esta empecinada flor (1985), en el que registra su experiencia en la cárcel –estuvo cuatro años detenido por la dictadura militar–, las historias que rodean Puerto Vírgenes, y la memoria, o sus formas quiméricas e inconstantes.

Años después, ¿dirías que pensaste Esta empecinada flor en clave de denuncia de la dictadura y su relato de encubridor?

En ese momento había una publicación de [el semanario] Las Bases, que dirigía Jorge Pasculli, y después de una conversación me puse a escribirlos. No sé si estaban hechos en modo de denuncia. Creo que, de alguna manera, lo que buscaban era testimoniar, cumplir un rol individual de exorcismo y, en lo colectivo, incluir momentos de humor. No es una larga tragedia. Hay cosas que ni siquiera se podían decir, pero tampoco hay regodeo en la tortura. También hay un reconocimiento a los compañeros con los que estuve, que tenían entre 18 y 20 años. Y el formato respondía a los recursos que tenía para sobrevivir a eso. Testimoniaba desde un lugar que no era el del sacrificio...

Ni el de la militancia.

Tampoco. Y la verdad es que ahora, cuando los leo, no me siento muy feliz. Me siento un poco desnudo, un poco incómodo. Si se salva algo es la naturalidad con la que fueron escritos, porque tenía un poco más de urgencia periodística, de conversación. Y en esa línea, cumplió su cometido. Ahora, cuando los volví a buscar, no me provocaron ese escándalo que me provoca la memoria.

Hay una escena en la que tu padre [Tola Invernizzi], estando preso, te desafía a una pulseada en medio del cuartel, como un conjuro contra el dolor.

En ese momento yo tenía 16 años, y el viejo mantenía un vínculo muy especial con la potencia física; era un juguetón con la fuerza. Creo que lo que él quiso decirme fue: “Nos tocó bailar, hay que ser fuertes”. Esa fue la pulseada. Quiso decirme que estaba bien y que estaba fuerte.

Vos también tenés un vínculo con la fuerza, sobre todo si pensás en tus tres títulos.

Es que todos somos sobrevivientes. Creo que la fuerza es un todo, pero no como una conjura: la vida, con sus episodios maravillosos de goces y satisfacción infinitos, también te golpea. Ahí es cuando aparecen los actos de sobrevivencia, y, en algunos casos, esas exigencias son un poco mayores y demandan sucesivas pulseadas. Mi vínculo con la fuerza seguramente tenga que ver con eso. La fuerza de mi viejo era más en serio, porque era muy fuerte. Yo soy un poco más jodido, aunque es un tema que me preocupa, incluso desde la perspectiva física. Pero esa fuerza es más a lo [Juan] Goytisolo, o el Peter Gabriel de “Don’t Give Up”.

¿Cómo surgió La pulseada?

Tuvo que ver con la piedad, y se inspiró en un cruce de situaciones. Vos nombrás un caso, pero la pulseada siempre fue algo presente en mi vida, y supongo que tiene que ver con la inspiración paterna. Hay un gringo real que estuvo en Piriápolis y era un ex combatiente de Vietnam. Claro que no era el hijo de puta que yo describo en la novela, que me tiene que despertar la piedad; era alguien que convocaba y tenía sus raptos violentos. Hice convivir esto con una pulseada que mi hermano tuvo en el boliche Rivadavia con otro personaje, al que me di cuenta de que le estaba perdonando la vida. Crucé estas dos historias con una frase de Maneco Flores Mora (“La piedad, como el coraje y el dinero, cuando se comienzan a gastar hay que gastarlas del todo”). Así nace La pulseada, y creo que, íntimamente, yo la estaba necesitando.

¿“La invención siempre es magia y la realidad una revelación desnuda y fría”, como se plantea al comienzo de Puerto Vírgenes?

Sí, es así. La invención, en verdad, es un conjunto de realidades acumuladas. Creo que ahí radica la magia; en qué forma eso se compone para que surja algo nuevo. Esto, en definitiva, es el aporte de la subjetividad. Y tal vez esto también sea una rebelión contra lo testimonial.

Lito Souza es el único personaje que alardea de esa memoria obstinada.

De alguna forma, la memoria termina siendo una acumulación de vacíos. Ahí hay un juego, en el que ellos [Sergio y Amanda, los protagonistas] van a buscar testimonios de contemporáneos, y todos reconocen la posibilidad de invención de la memoria.

Que en la novela siempre se presenta como un extrañamiento de la realidad, una disfonía.

Sí, totalmente. Pero no me acuerdo si él, realmente, hace un alarde...

Cuando recuerda la anécdota en la que se quedó con plata...

Eso es genial, porque se la había gastado en grapa. Ese es el capítulo que más disfruto de la novela, que incluye muchos guiños en títulos, usos de sustantivos y adjetivos. Jacobo Stein, por ejemplo, es un personaje inspirado en Julio Stein [amigo de Brausen en La vida breve, y para el que Juan Carlos Onetti se inspiró en Julio Adín. Casualmente, Adín y Onetti se conocieron por Tola Invernizzi, en 1943]. Y, a su vez, el que motivó a Julio Stein fue Julio Adín, un judío maravilloso que vivió hasta los 90 años. El caso de Souza está inspirado en un maestro titiritero que tenía esos muñecos, y a los que yo miraba de chico. En esa escena de la ventana, la muñeca es de Los amores de Don Perlimplín con Belisa en su jardín [1933], de [Federico García] Lorca, y hay un diálogo de Amanda con la muñeca, que también es una cita de esta obra. Es un capítulo que me gusta porque termino escribiendo una obra de títeres, con varias inclusiones y juegos, como La familia, de Ettore Scola [1987]. La memoria es esto, un azar, una fotografía, un instante. ¿Por qué se selecciona de ese modo? ¿Por qué este tipo se acuerda de que se quedó con plata para gastársela en grapa? Porque lo vivió con culpa.

¿A qué apunta esa persistencia a la que hace referencia el título?

En realidad, la lectura del asunto es cómo ha sobrevivido ese muerto en las rocas. Es interesante cómo se hace la selección para que esos sucesos perseveren y atraviesen el tiempo hasta ser parte de la mitología de un lugar. Esa es una curiosidad y, sea como sea, detrás hay una obstinación. Y, además, la memoria se empecina, se obstina en recordar. Eso sucede desde la perspectiva individual. Y también está eso de que la memoria pasa a ser, a su vez, una nueva memoria. Esta multitud de personajes y sucesos, que son mi deleite personal, forman parte de lo obstinado.

“Pequeños trozos de pan para el futuro que, imagino, es la forma que encontramos los grandes ocultos de la historia de marcar la tierra”. ¿Así vivís el acto de escritura?

Uno se pregunta por qué escribe, y hay distintas lecturas. Siempre recuerdo que, para [Mario] Levrero, era por necesidad. Un poeta argentino, que era amigo del viejo, Guillermo Boido, que fue el que escribió “la poesía no se vende porque la poesía no se vende”, decía que lo hacía por incompletud. Yo creo que escribo porque fue la única forma que encontré, de chico, de que mis amigos me quisieran más. Claro que siempre hay algo de lo vano de la trascendencia, pero cuando escribo es más simple que todo esto. La pulseada fue un debate permanente, y acá el único desafío que tuve fue el de escribir bien, de ser consciente de mis limitaciones, de ir por donde me gustaba. No me interesa la escritura despojada, porque tengo la sensación de que ya hay muy buenos escritores, con muy buenas ideas, que escriben diálogos increíbles, como si estuvieran haciendo el guion de una serie. Yo prefiero perderme en los meandros de la reflexión; quedarme con el tacto, describir los aromas, los sonidos. Y escribir como si estuviera pensando, pero tal vez sea una forma de esconder mis deficiencias. Aunque me exigí mucho con las palabras; tratando, por momentos, de encontrar una lírica especial. Y estoy hablando de la intención, no del logro. Pero estoy contento con lo que hice, y siento que esto va por ahí.

En Puerto Vírgenes hay muchos personajes idealistas y una mínima esperanza, siempre latente, de salvar a la comunidad. ¿Esa es la única estrategia de supervivencia?

Sí, estoy convencido. Hay una frase muy buena de Jack London, y dice algo así como que mientras que el idealismo o el romanticismo no moleste mucho, la burguesía premia con el prestigio. Esa pelea por el prestigio también se da por ese idealismo al que te referís. Siempre les tuve cierta tirria a los malditos, y también está aquello de que todo se ha leído como un acto inteligente, y la inteligencia parece ser más fértil en un mundo opaco que en uno luminoso. Pero, cuando se logra en el luminoso, termina superando al resto.

“Joven pintor murió de viejo sin llegar a madurar” (obituario con el que Tola bromeaba en vida).

Si no, probablemente hubiera muerto de joven.

¿Y si tuvieras que elegir el tuyo?

Por ahora no hay despedida. Sin embargo, hay un epitafio: “Anoche soñé que vivía”.

Desde adentro

¿Creés que hay un divorcio entre la izquierda y el mundo de la publicidad?
Si existiera, no sé cómo sigo casado.

Al asumir la campaña de Daniel Martínez, ¿cuánto pesó tu convicción política frenteamplista y cuánto el desafío profesional?
Yo soy un ser político, no un político. Sentí que poder trabajar para la campaña de Daniel, como haberlo hecho antes para la de Tabaré, era la oportunidad de hacer coincidir mi vocación profesional con mis convicciones sociales. Si puedo usar en esto las herramientas que conozco, es fantástico. También es el lugar en el que me río de la gente que condena a la publicidad. Y lo veo muy a menudo.

¿Qué cosas creés que están en juego en esta campaña?
Creo que en esta campaña no está en juego que pierda o gane el Frente Amplio [FA], sino qué va a pasar con el FA. Y esto también es lo que me determinó a ponerme a trabajar, más allá de mis preferencias. Porque más que preguntarse sobre qué es lo que viene después, o qué es lo que se puede llegar a hacer, es qué es lo que sucede con todo lo que se hizo hasta ahora. Después discutimos lo que estuvo mal, me refiero a lo que se hizo hasta hoy.

Personalmente, ¿cómo la vivís?
Lo vivo con una asombrosa naturalidad, porque estoy dentro de la lógica de los hechos. Para mí era lo esperable, lo que tenía que hacer. En términos individuales no lo pienso mucho, y cuando lo hago es porque estoy cansado.

En estos 15 años de gobierno, ¿cuánto se avanzó o se retrocedió en lo que tiene que ver con la comunicación política?
Es algo que ha cambiado absolutamente en todo el mundo. Podemos discutir si varió lo esencial en lo que refiere a los contenidos, pero estamos asistiendo a un cambio feroz que ha puesto en jaque a todos los sistemas conocidos de comunicación, ya sea a nivel periodístico como a nivel publicitario, institucional. El cambio fundamental se dio en la transversalización, el quiebre de la verticalidad, y la voz que puebla las redes y que obliga, sobre todo al periodismo, a una revisión de sí mismo, y a encontrarse en un espacio diferente, tal vez como un gran ordenador del caos. Esto, que se vive como problema, creo que es una enorme oportunidad que cambia la forma, el lugar desde el que se ejerce el periodismo, pero no deberían cambiar los contenidos.

En su momento, siendo director de TNU, planteaste que el canal era “un error histórico”, y reclamabas una política de Estado para el uso de los medios públicos.
Tengo una relación muy buena con la gente de TNU, y aprendí mucho ahí. Pero me preguntaba cuál era el sentido de tener un canal del Estado. En la medida en que se dieran las respuestas apropiadas, y que estuvieran entroncadas con la contemporaneidad, íbamos a poder descubrir que sí era necesario tener el canal público, pero no el marco de la concepción de TNU. Más allá de estas leyes que se han votado, creo que haya un esfuerzo en Antel, con Vera TV, con la producción de contenidos, y, por otro, en TNU, es un error, porque no hay optimización del trabajo realizado. Hay un canal donde se puede emitir, y un lugar donde se puede producir. Creo que TNU debería estar bajo un paraguas diferente y que, probablemente, fuera Antel.

¿Coincidís en que esto sigue siendo un gran pendiente del FA, con la Ley de Medios recién aprobada?
Cada vez confirmo más que es un gran asunto pendiente. También creo que la forma en que se eligen los directores debería ser revisado. Y que los medios públicos necesitan un pensamiento dirigido y específico sobre ellos, para ver hasta dónde se puede llegar. En un momento se hizo mucho, como fue el caso de Virginia [Martínez], y [Sergio] Saccomani en la radio del SODRE, y después siguió, porque han hecho una evolución interesante, junto a los intentos de trabajo del ICAU [Instituto del Cine y Audiovisual Nacional]. Lo que faltó es cómo acompañar ese proceso y cómo llevarlo hacia el lugar que exige la contemporaneidad.

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