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(archivo, junio de 2018)

Foto: Pablo Vignali

Una amistad laboriosa: con Pablo Casacuberta, que vuelve a la novela con “La mediana edad”

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Tan corpulento como hipocondríaco, Tobías Badembauer, “el alemán”, depende emocionalmente de su madre y de un descreído médico homeópata. En una de sus consultas de emergencia, Tobías comprenderá, de manera indirecta y paulatina, cuál es su verdadero lugar en el mundo. Historia de autorreconocimiento, La mediana edad es la primera novela, en una década, del cineasta y artista visual Pablo Casacuberta. El autor confiesa que la escritura ocupa un lugar menor en su rutina, aunque los títulos que acumula desde 1995, cuando apareció Esta máquina roja, ya rondan la decena.

Me pareció que esta es tu novela con más humor, por lo menos explícito. Quizás sea el tono, al estar siempre narrada por el protagonista, que es un personaje bastante excéntrico.

Sí, mis novelas tienen una trama tragicómica. Casi sin excepción se trata de personajes que viven con aspavientos dramáticos circunstancias bastante anodinas, en torno a las cuales generan un discurso arborescente e involuntariamente humorístico. A pesar de que el personaje, en primera persona, hace un denodado esfuerzo para presentar su caso como el resultado de la injerencia de fuerzas malignas y exógenas, siempre el lector termina por descubrir que el presunto daño es autoinfligido y que el sufrimiento del protagonista nace en realidad de una construcción ideológica que genera para eximirse de toda responsabilidad. No se trata de un “proyecto literario” deliberado, sino de una especie de hábito. Tarde o temprano, exhibir la dificultad que tienen los personajes para conocer sus limitaciones personales, y arribar por fin a una mayor claridad sobre los porqués de su conducta, termina por convertirse en el argumento central de todos mis libros. Tal vez por eso, a menudo se las señala como “novelas de iniciación”, incluso cuando el protagonista tiene, como en este caso, 50 años. Todos tenemos cierta incapacidad para concebir la estupidez propia como un elemento determinante de nuestra peripecia. Y esa dificultad involucra a la vez una dosis de negación y de candor, de culpabilidad y de extrema inocencia. Ese desconocimiento de la naturaleza personal, de alguna manera, me enternece. Una vez, cuando era un adolescente, en una biografía de [Luigi] Pirandello me encontré una frase que decía algo así como “el tema central de su obra es la imposibilidad que enfrentan las personas para conocerse a sí mismas”. Recuerdo la perplejidad que esa frase me produjo. Hasta ese momento, siempre había creído que tener el sistema perceptivo arraigado en nuestro cuerpo de alguna forma nos proveía de un mirador, de una plataforma privilegiada desde la que podíamos contemplar y entender hacia adentro nuestra propia psicología. Me llevó años de lecturas, con especial atención puesta en la neurofisiología, asumir que la conciencia de sí es un recién llegado a nuestro pobre paquete de herramientas, y que la mera reflexión introspectiva nos acerca tanto a la realidad de nuestros procesos mentales como el acto de pensar sobre el asunto con los ojos cerrados nos iluminaría sobre el funcionamiento del páncreas o del bazo. Casi todos los conflictos humanos guardan alguna relación con esa dificultad, y tal vez por eso es el tema que termino por abordar siempre, de un modo u otro.

El lenguaje resulta anacrónico y, a la vez, atractivo.

Tal vez lo haga sonar anacrónico el hecho de que ha sido concebido sin mayor intención “naturalista”. Hay una idea muy extendida, que en general encuentro sospechosa, según la cual una novela debe buscar lo que en el cine norteamericano llaman “suspension of disbelief”, la noción según la cual una película es tanto más inmersiva y eficiente cuanto más logra que el espectador olvide que está enfrentando una ficción. Para eso a menudo se echa mano de recursos seudodocumentales y se aboga por un lenguaje coloquial, lo más “realista” posible, siempre bajo el sobreentendido de que lo cotidiano y lo elaborado deberían considerarse antónimos. No quiero sugerir que deberíamos despreciar ese abordaje. De hecho, comprendo la disposición a adoptar esos criterios en el caso del cine, siendo que se trata de una construcción costosa de realizar, cuya experiencia resultante dura apenas un par de horas y que, por lo tanto, invita a poner cuanto antes toda la carne en el asador. Pero también existen otras tradiciones cinematográficas, que establecen complicidad con el espectador mediante cierto distanciamiento brechtiano, y que le presentan justamente como uno de los motivos centrales de regocijo el hecho de que se trata de una construcción y que, por lo tanto, lo comprometen a tomar contacto con las ideas, con el proceso y con la dimensión artística de lo que ve. Yo me formé leyendo libros que hacen más bien eso, que no destinan el más mínimo esfuerzo a proponer que estamos frente a diálogos o situaciones reales. Kafka no se siente tentado a aportar ninguna razón valedera para que comprendamos por qué Gregorio Samsa se convierte en un insecto. No le importa que logremos concebir a un sujeto real en un mundo real, sino que invita a ingresar con él a un mundo que toma lugar dentro de un libro, y que tiene su propia lógica.

En el caso de mis libros, y salvando las abismales distancias, la intención es también hacerle saber al lector que no se le impondrá la penosa tarea de reconciliar el libro con el mundo contemporáneo, que alcanza con que acepte el reto de internarse en la ficción y en el lenguaje que se le presenta como un viajero acepta recorrer un país extranjero sin reclamarle todo el tiempo que se parezca al propio. Al mismo tiempo, abundo en datos y modelos obsoletos como para recordarle al lector que ese fárrago actual y pretendidamente urgente, que se nos presenta como relevantísimo, es igual de precario y está tan destinado a un cajón con naftalina como el flogisto o el elán vital. Un día recordaremos la posmodernidad o la teoría literaria actual con la misma enternecida conmiseración con que hoy contemplamos la frenología.

Dentro del mundo espiritual y extraño de Tobías Badembauer entran la teosofía, la novela del siglo XIX, las enciclopedias. Hay, además, una tradición literaria en torno a la hipocondría. ¿Tuviste que investigar especialmente para darle esa densidad? ¿Cuánto te llevó la escritura?

La escritura no ocupa casi ningún lugar en mi horario cotidiano. No hay un momento del día, la semana o el mes en que mis hijos digan “no entremos al cuarto porque papá está escribiendo”. Como puedo, voy agregando alguna línea por aquí y otra por allí en salas de espera, cafeterías, ómnibus interdepartamentales u hoteles según se presente la oportunidad, y ese abordaje supone abrir un espacio en medio de una rutina dedicada siempre a otra cosa. No estoy avergonzado ni orgulloso de esa extrema discontinuidad. Simplemente es así. Mis libros se desarrollan de un modo residual, más parecido al avance de una mancha de humedad sobre un muro que a un proceso programático. Conforme su escritura se diluye a lo largo de meses y años, dejo que se impregnen de mis preocupaciones del momento.

Siempre me ha interesado el mecanismo por el cual la gente abraza modelos y explicaciones absurdas acerca de cómo funciona el mundo, particularmente las vinculadas a la fe. Me llama la atención no sólo en el plano epistemológico, sino también en el aspecto cognitivo. El procedimiento mental mediante el cual un sujeto puede alzar la vista, mirar la Vía Láctea, oír que se originó a partir de un chorro de leche nacido del seno de Galatea y decir: “OK, esa explicación me parece plausible”. Últimamente se ha popularizado una lectura a la vez académica y condescendiente de esos procesos, que pone el énfasis en el carácter metafórico, ritual, identitario y creador de estos modelos resultantes, y que hace todos los esfuerzos y desvíos posibles por pasar por alto el hecho de que la mayoría de los creyentes en supercherías lo hacen de un modo absolutamente literal, carente de todo retintín junguiano o posmoderno. La gente no cree en el ascenso de las almas al cielo como una construcción simbólica, llena de resonancias culturales y asociaciones profundas. Lo cree punto por punto. Casi nadie está dispuesto a señalar públicamente ese hecho, so pena de pasar como un sujeto insensible a las sutilezas de la identidad y de la pertenencia. Y lo que se ha generado entonces, a partir de esa “carta blanca” identitaria, es un clima de extrema tolerancia a las pamplinas.

En el caso específico de “la mediana edad” me interesaba explorar un personaje que resultara querible y humano a pesar de que todo, absolutamente todo aquello en lo que cree resulte ser falso. Al margen de que en su discurso hace alusión, como señalás, a algunas referencias decimonónicas, la mayor parte de lo que dice incurre en tópicos y juicios que podrían oírse de pasada en cualquier boliche de Occidente, enunciados por gente contemporánea que suele esgrimir esos argumentos como manifestaciones de la libertad. Siempre recuerdo la frase de Spinoza “Los hombres luchan por su esclavitud como si se tratara de su libertad”. Por eso soy crítico y vigilante de mi propio ejercicio de esas presuntas libertades.

Como en Escipión, está el tema del padre ausente. ¿Es algo que te interesa especialmente?

Me interesa la tensión que hay entre lo que los personajes sienten que se espera de ellos y lo que realmente son. Incurro mucho en figuras paternas o maternas porque son los roles desde los cuales más activamente se nos manifiesta, queriéndolo o no, lo que se desearía que fuésemos. Es un gaje inevitable del oficio parental, por más que en esas fantasías prime el amor.

Mis padres han sido figuras muy influyentes en mi vida, ambos dotados de personalidades bastante imponentes y de un discurso abigarrado, florido, que ha dejado trazas en el habla de todos sus hijos. Hoy en día, cuando parece haberse instalado en la sociedad la idea de que el rol ideal de los padres es simplemente ser testigos de los procesos de los hijos, unos meros veedores que no deben permitirse jamás vulnerar la supuestamente fragilísima trama de sus subjetividades con sugerencias o indicaciones, me figuro que el tipo de crianza que los Casacuberta recibimos de nuestros padres se consideraría extremadamente intervencionista.

También la experiencia de ser padre me ha permitido recapitular cuán larga y compleja es la construcción de lo que Clemente Estable llamaba “lo que podríamos ser”. Y a la vez me ha dado innumerables oportunidades para reconocer el carácter mayormente innato de la personalidad. El tema me interesa no sólo desde la órbita de lo personal o lo familiar. Es evidente que la clase de sociedad que tendremos depende de la forma en que elaboremos nuestras nociones de crianza y de educación. Ambas están atravesando, desde siempre pero últimamente en forma más vertiginosa y aguda, un proceso de profundo barbecho. E intento que ese proceso no me pase simplemente por un costado.

Cuando leí la novela sabía que había sido editada en Francia, y ese dato, más el sonido de algunos nombres y la falta de evidencias contrarias, me llevaron a entender que está ambientada en París. Es, en todo caso, una historia bastante “cosmopolita”, ubicable en cualquier parte de Occidente. ¿Buscás ese arraigo difuso?

Todas mis novelas, salvo una muy juvenil que escribí a los 22 años, ocurren en un territorio incierto. Tal vez sea resultado de una especie de reacción cutánea ante los cantos de sirena de la “identidad” en su aspecto más demagógico y populista. Pero también tengo claro que la historia de la literatura está llena de casos en que efectivamente un autor “pinta su aldea para pintar el mundo”. No sabría decirte si he evitado ese modelo de libro porque no me interesa o porque no lo sé hacer. Hay una expresión inglesa que oí un par de veces y que me gusta mucho: “hard-earned friendship”. Una amistad laboriosa, que ofrece resistencia. Me gusta poder establecer una relación de amistad con un lector sin haber echado mano para ello de ningún elemento compartido previo, ninguna marca cultural que nos una, ningún giro común en el lenguaje que nos coloque dentro de un mismo renglón generacional o un mismo grupo. Presentarle la pura condición humana a partir de un personaje aislado, solo, desvinculado de su tiempo, pero que termine resultando, de un modo tan arduo como personal, una especie de compañero de ruta. Procuro escribir el libro que me gustaría leer y asumo, sin conocerlas ni imaginarlas, que en el camino encontraré personas a las que les guste, por razones parecidas o distintas, el mismo libro. No pretendo que esa sea la mejor manera de escribir. Es la que me sale.

En cuanto al hecho de que este haya sido mi tercera novela publicada en francés, se trata al mismo tiempo de una bendición y de un misterio. Varios lectores franceses me han comentado que algún libro mío, particularmente Escipión, les resulta “muy francés”. No tengo forma de saber a qué se refieren, y siempre he sospechado que el traductor, que es uno de los más reconocidos en esa lengua, aprovecha el encargo para mejorar los libros muy sustancialmente. Ojalá que lo siga haciendo.

La mediana edad. Pablo Casacuberta. Montevideo, Estuario, 2019. 274 páginas.

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