Aunque, empecinadamente, la prensa y las solapas de sus libros insisten en ubicar a Ida Vitale en la Generación del 45 (también proclamada por algunos como Generación Crítica), la poeta y ensayista intenta liberarse de la etiqueta cada vez que puede, ya sea relativizando la idea de “grupo”, derivando la charla a historias sobre Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti, dos narradores mayores (en edad y en todo el resto), o poniendo en cuestión la costumbre (para nosotros, de origen español) de pensar la literatura en generaciones. En varios ensayos recogidos en su último libro de prosa, Resurrecciones y rescates (publicado en una edición excelente por el Fondo de Cultura Económica como parte de su colección de ganadores del premio Cervantes), en consecuencia, la poeta critica esa concepción, pero además, en la selección de sus textos, resulta evidente que su alejamiento con respecto a sus contemporáneos no sólo es una forma de hablar.
Así, si en uno de los textos dice “los críticos que suelen encapricharse con la pertenencia o no a una generación de quienes son objeto de su estudio nunca comprenderán el acierto mayor de quienes congregan a los escritores por afinidades menos perecederas”, y tampoco faltan sus cuestionamientos a la exigencia de una poesía “comprometida”, ni sutiles golpes a algunos de sus colegas (también mayores), golpes que por momentos son disimulados (aunque no por eso menos letales) y a veces, cubiertos de leve humor, muy directos.
Un ejemplo evidente de la primera modulación que toman estos comentarios se puede ver en un fragmento en el que la crítica hace referencia a la “agudeza psicológica” de Felisberto Hernández y, tras afirmar que esta “puede ser considerada distorsionadora o fantástica”, agrega que “para algunos críticos sañudos esto ha pesado bastante para desprestigiar su obra entera”. En efecto, ¿es posible no leer entre líneas una reprimenda a Emir Rodríguez Monegal, a Carlos Martínez Moreno o aun a Ruben Cotelo, que lo llamó un escritor de élites? Pero Vitale también se luce en su ironía devastadora, que es casi una versión de lo que Borges llamó “arte de la injuria”, sobre el que la poeta escribe en un fragmento y anota ejemplos tomados de Alberto Savinio. En su caso, por ejemplo, esto se ve con claridad en un comentario casi al pasar (pero repetido con variaciones en dos textos distintos, ambos sobre José Bergamín) en torno a la escritora Sarah Bollo, de la que dice que era “poeta mística, según propia proclamación”.
Sin embargo, pensar en este libro únicamente como un intento de separación de sus contemporáneos no sólo sería sesgado, sino también injusto. Esa es solamente una de las lecturas posibles de este conjunto de textos, que su autora reunió por primera vez en un libro, que no es sino una selección de sus muchísimos ensayos y artículos periodísticos (sobre esto, basta leer el artículo “A la crítica por la poesía”, en el que Pablo Rocca traza un mapa extenso de esta faceta de la obra de Vitale, publicado en Ida Vitale, palabras que me cantan: homenaje al Premio Cervantes). De carácter marcadamente heterogéneo, el libro incluye textos de varias épocas y fuentes (aunque no anteriores a los años 60) y va desde homenajes imbuidos de recuerdos hasta puntuales reseñas, desde panoramas sobre la obra de un autor específico hasta reflexiones generales sobre el arte de traducir, por ejemplo, y desde obituarios a una colección de fragmentos que abarcan varios años de producción.
Lecturas y conexiones impensadas
Ese es el caso de los textos reunidos bajo el título general “La ley de Heisenberg”, que son probablemente lo mejor del libro, en los que Vitale da muestras de su erudición y de su capacidad asombrosa de hacer extrañas conexiones, pero también de su característico sentido del humor, visible sobre todo en su prosa. Por su parte, a pesar de sus propios reparos frente a los resúmenes argumentales, sus comentarios sobre narradores a veces pierden su flujo precisamente por ese aspecto, aunque esas derivas sean comprensibles cuando, por ejemplo, está reseñando las obras casi desconocidas de Ivy Compton-Burnett o un conjunto de novelas de César Aira en un ensayo que aparece como pionero en su temprana publicación, en 1990. En él, además, Vitale compara la concepción del tiempo de Ema, la cautiva (1981) con dos novelas que serán muy cercanas, por motivos distintos, al autor argentino. La primera es El desierto de los tártaros (1940), de Dino Buzzati, que Aira tradujo, y la segunda El mar de las Sirtes (1951), de Julien Gracq, a la que Aira le dedicará comentarios muy negativos en Nouvelles Impressions du Petit Maroc (1991).
Sus mejores páginas, sin embargo, son las de la última sección, dedicada a poetas. Ahí se encuentran ensayos sobre Luis Cernuda, Octavio Paz (a quien la poeta conoció y con quien trabajó durante su exilio mexicano), Nicanor Parra (resulta muy interesante leer los tres artículos en relación a Parra en paralelo con el que le dedica Idea Vilariño y que fue publicado recientemente como parte de la colección De la poesía y los poetas), Olga Orozco o Alberto Girri. Pero además, Vitale escribe sobre algunos poetas uruguayos poco atendidos por la crítica reciente, como Enrique Casaravilla Lemos y Jules Supervielle.
Sobre el primero, hay que recordar que Vitale había escrito ya en el fascículo de Capítulo Oriental dedicado a “Los poetas del veinte” (1968) y había dicho que era “tal vez, el mayor poeta que su generación ha dado a nuestra literatura”; sobre el segundo, Vitale volvió muchas veces, aunque sobre todo como traductora –de una obra de teatro, la dramatización de El ladrón de niños, y de varios poemas y un fragmento de prosa, tanto para el periódico Jaque como para el volumen Amigos desconocidos (1994), para el que su ensayo sirve de prólogo–. El texto, que recorre con lucidez prácticamente toda la obra del franco-uruguayo, es seguramente lo mejor escrito en español sobre él.
Además de su caudal de lecturas y su capacidad de hacer conexiones, en varios de sus textos más atendibles Vitale conjuga con inteligencia la autobiografía y la crítica (de hecho, el artículo que dedica a Juan José Arreola y a Felisberto Hernández también forma parte de su libro de memorias mexicanas Shakespeare Palace) y logra, a través de comentarios sobre otros autores, proponer algunas ideas más generales sobre la literatura y, fundamentalmente, la poesía, como hace en los ensayos dedicados a Homero Aridjis o a Adam Zagajewski. En sus variadas reflexiones, la poeta se muestra como una crítica dueña de un criterio certero y, lo que es más, pone en funcionamiento una escritura que no sólo incita a leer en sus entusiastas descubrimientos, sino también a escribir, como un rasgo último de generosidad.
Resurrecciones y rescates, de Ida Vitale. Madrid, Fondo de Cultura Económica/Universidad de Alcalá, 2019. 334 páginas.