Una tarde, en el boliche de Carlos Lenzi, en el paraje Quinta de Illa, allá por 1988 o 1989, vi cómo un parroquiano contaba una historia delante de un nutrido y atento auditorio. El hombre desgranaba un oscuro suceso, ocurrido mucho tiempo atrás en su pago natal, un ignoto pueblito de Rivera, cuando por las noches de luna llena un lobizón se le aparecía a una familia en un humilde rancho entre los cerros. Cada vez que alguien entraba al boliche y mandaba la vuelta, el narrador agradecía con un movimiento de cabeza y le propinaba un nuevo giro a la historia, como si la grapa alumbrara los recovecos ocultos del relato y, en su líquido desplazamiento interno, encendiera las luces de la memoria. Así, la historia de aquel lobizón, que claramente se trataba de un paisano vestido con unas bolsas de arpillera y una falsa cabeza peluda con orejas de cartón, se convirtió en la crónica de una saga de hijos malditos y seres bestiales, por entre la que se cruzaban comisarios, contrabandistas y paes de santo, estirándose hasta bien entrada la noche, cuando el propio bolichero, mientras apagaba las luces, empezó a decir que al otro día había que madrugar.
La unión de la bebida con la literatura ha cimentado una mitología propia, al punto de que en esa entelequia llamada imaginario hay escritores que sólo se visualizan con una botella al lado, escribiendo en medio de una nube etílica y propensos a padecer eventuales crisis de abstinencia. A los canónicos nombres de William Faulkner, Ernest Hemingway y Malcolm Lowry, por mantenernos dentro de la literatura del siglo XX y nombrar sólo a tres grandes escritores que destilaron en vida y obra ingentes cantidades de alcohol, hay que sumar al texano James Crumley (1939-2008), que se tomaba una botella de whisky por día y que hizo del arte de mandar la vuelta una marca indeleble de su literatura. La novela El último beso, recientemente editada por Salamandra en su colección Black, es una muestra holgada de ello.
Pesquisas
En El último beso se bebe y se conversa mucho, y cuando los personajes más beben, más conversan, con eventuales paradas para vomitar, dormir despatarrados en algún sillón, conducir hasta el drugstore más cercano a por un nuevo paquete de latas de cerveza o una virginal botella de bourbon. El diálogo, motor incansable de la acción, encuentra su óptimo combustible en la bebida, alimentando los vaivenes de la trama y hermanando a los personajes bajo el sino ineludible de la derrota: desoladora marca de esta desoladora novela policial.
Ambientada en los estertores de la década del 70 y narrada en primera persona por CW Sughrue, detective privado inescrupuloso y desencantado, que no dudó en eliminar a una familia entera de civiles durante su efímero y poco glorioso paso por la guerra de Vietnam, la novela tiene su epicentro en Meriwether, Montana, aunque se desparrama por una serie de sitios cochambrosos de varias ciudades del oeste estadounidense, a saber, bares, moteles, casillas en medio de la montaña, residenciales y ominosas fincas mal iluminadas, donde variados peligros acechan al protagonista. Si bien la historia arranca con Sughrue tras la pista de Abraham Trahaerne, un escritor de best sellers que se mandó a mudar del domicilio para conmoción de su esposa, su ex esposa y su madre, el autor le impone un inesperado giro a la trama cuando el detective y el novelista se encuentran y ambos se embarcan en la búsqueda de una joven algo promiscua, desaparecida diez años atrás, cuyas pistas los conducen hacia una variante chapucera de la industria del cine porno. Las pesquisas que emprenden Sughrue y Trahaerne a través de varios miles de kilómetros, moviéndose en autos alquilados y dejando sus buenos dólares en numerosos bares y moteles, pautan esta novela que es puro movimiento y que se lee con la misma fluidez con la que un buen barman, que los hay, hace llorar la botella de whisky al servir una medida doble.
La sin hueso
Entre las variadas marcas del estilo de Raymond Chandler hay que anotar su destreza para escribir diálogos, un elemento central en la conformación de las novelas, que en ocasiones distrae lo rebuscado de la trama para que fluya la acción en la voz de los personajes, desplegándose en dobles sentidos, observaciones agudas y un humor sardónico. Pero el padre del detective Philip Marlowe no es el único escritor de policiales que descuella en ese terreno, ya que son muchos los autores que han evidenciado un finísimo dominio para el arte de la conversación en la ficción. Novelas como Viernes 13 (1954), de David Goodis, El martillo azul (1976), de Ross Macdonald, y La educación de Patrick Silver (1976), de Jerome Charyn, tan diferentes entre sí y verdaderos pesos pesados en la carrera de cada autor, sostienen su poderío sobre el plano conversacional, revelando que sus hacedores también fueron diestros ejecutantes en la materia. A ese grupo de destacados libros del género negro debe sumarse El último beso, con la particularidad de que los personajes siempre hablan mientras beben. Y, como anoté antes, hablan y beben mucho.
Con esta novela, James Crumley no sólo puso en escena al detective CW Sughrue, que volvería a las andadas en tres libros posteriores: The Mexican Tree Duck (1993, publicada en español en 2013, por RBA, bajo el título El pato mexicano), Bordersnakes (1996) y The Right Madness (2005), sino que, además, concretó en su estilo particular la finísima virtud de disponer en palabras el arte de mandar la vuelta. Por la persistencia, entonces, de la buena literatura, brindemos.
El último beso. De James Crumley. Traducción de Enrique de Hériz. Barcelona, Salamandra, 2020. 230 páginas.