Al tiempo que los vendedores de pirotecnia sacan a la calle sus mesas, empiezan a aparecer en la prensa y las redes sociales las listas de lo mejor del año. Ambos intentos resultan igualmente inútiles. No se puede espantar a los demonios del año anterior por más ruido de colores iluminados que se lance a la medianoche. Y tampoco se puede establecer ningún criterio universal y permanente para ordenar libros, obras de teatro, exposiciones o películas de mejor a peor. Lo sabemos todos los que alguna vez hemos estado condenados a escribir esos artículos (lo hacemos a regañadientes aunque, en verdad, cada diciembre nos lanzamos felices contra el látigo de la dominatrix). Lo sabemos también como espectadores. Basta caminar siete cuadras después de haber salido del cine convencidos de que hemos visto la historia que nos removerá por el resto del calendario, o despertar al día siguiente, para que ese impacto empiece a erosionarse, de a poco, a medida que recordamos aquella otra que vimos unos meses atrás.
La perspectiva de un primer semestre tan similar a este 2020 en términos pandémicos hace que luzca, con más luz, la insensatez de las exclamaciones pirotécnicas que simbolizan el final de todo lo malo que trajo el año anterior. Este fracaso de la pólvora permite asumir, con resignación, el fracaso equivalente de las listas de mejores.
Quizá resulte más productivo poner en discusión, en el capítulo libros, todo lo que hay disponible para leer, y no sólo lo editado en 2020. El eje no está en lo que se edita, sino en lo que cada uno lee. Tendremos de este modo tres millones y medio de listas de los mejores. Será más caótico, pero también más real. E igual de imposible y artificial. A fin de cuentas es la vieja pulseada de los clásicos contra la novedad. Una lucha en la que suelen quedar, aplastados por las nubes de polvo de los depósitos del olvido, kilómetros lineales de estanterías de buenos libros que no son ni una cosa ni la otra.
La relectura también vale. Así, en mi tarjeta individual de ese fichero colectivo de lo que hemos leído en este 2020, el regreso a La vida breve, (1950) de Juan Carlos Onetti, encabeza la grilla. Setenta años y todavía imbatible. Le sigue, orgulloso de su medalla de plata, Carlos Martínez Moreno, ese autor con el que casi todos tenemos la deuda de la lectura profunda. La voy pagando a plazos; de las tres cuotas que pude honrar en 2020, El paredón (1963) refulge como una maravilla.
El podio lo completa otro retraso: Las cenizas del cóndor (2015) de Fernando Butazzoni. Comprado en una edición cubana ‒cuya portada es la que mejor refleja el tono de su contenido‒ el hecho de que tenga un defecto de impresión que obliga, después de 300 páginas, a poner el ejemplar cabeza abajo para poder leer una docena de páginas mal encuadernadas por los guajiros materializa su impacto en el lector. Así nos deja por momentos.
Al igual que la pirotecnia no puede exorcizar más que nuestra incapacidad de sostener las derivas vitales sin cuadricularlas en engañosos finales y comienzos, la lista de novedades apenas resulta un salvavidas inflable (y pinchado de antemano) en el mar inabarcable de la literatura.