BPS (Colonia 1921, Montevideo). Agosto de 2003.
La cola era demasiado larga, así que me senté. El trámite podía llevar más de una hora, aunque aquello no era un problema. En una ecuación costo-beneficio, cuanto más tarde volviera a la oficina menos tareas quedarían para hacer.
Estaba pensando en todo eso y en otras cosas de desigual importancia cuando la vi. Reconocí su rostro enseguida, pero me costó algo ubicarlo. De la época del liceo, seguro. ¿Cuarto o sexto? Seguro que no era de quinto porque ese había sido un año muy difícil. Fue ella misma quien despejó mis dudas cuando, apenas me vio, gritó:
–Víctor. Víctor Pizoña. Querido, ¿qué hacés por acá? Qué alegría verte. Tantísimo tiempo.
Fue la voz lo que me la reveló. Vero. Alta. Morocha. Buena (cuando digo “buena”, quiero decir buena). Como en la época de sexto año, allá en el Miranda, su sonrisa seguía siendo llamativa y sus pechos también.
–Opa, opa, Verito. Qué bueno encontrarte acá.
Se acercó, me besó en la mejilla y tomó mi mano.
–Estás igualito, Víctor.
Solían decirme eso. No era un elogio.
–Sí, acá, trabajando, ¿viste? Le damos pa delante. La última vez que nos vimos yo era empleado municipal, pero las cosas salieron mal. Igual me la rebusco.
–Che, qué bueno. Es tan lindo ver a la gente en positivo. De verdad. En una buena te lo digo. Yo siempre estoy en esa de ir para delante y tirar buena onda. Siempre, vos lo sabés. Es algo natural en mí. Me lo decían en el liceo. Vos te acordás. Bueno, vos eras algo raro, ¿no? No hablábamos mucho nosotros, pero vos sabés que me caías bien.
Cierto que no hablábamos mucho. En realidad, no me dabas la más mínima bola. Una noche, al final de un candombaile en el Neptuno, estabas tan borracha de medio y medio1 que te pusiste a chuponear conmigo. Yo cometí el error de creérmelo. Después de que vomitaste adentro de un parlante, todo terminó. Cuando te vino a buscar tu hermano en un Chevette, yo me fui a tomar el dos.
Asentí.
–¿Cómo está...? ¿Cómo era? ¿Clara?
–Carmen –dije–. Carmen.
–Cierto, Carmen.
–Seguro debe estar bien, porque hace años que no me ve.
Esas palabras la hicieron reír a carcajadas.
–¿Viste? De eso te hablaba –dijo al fin, cuando se apagó la risa–. Positivo, loco. Vos fijate: Carmen y vos no están juntos, pero están juntos. Hay algo que los une, mucho más allá de la distancia... física. Algo trascendental. Un ciclo de posibilidades. Me entendés, ¿no?
No le entendía un sorete, pero su mano tibia seguía oprimiendo la mía.
A todo esto, la cola avanzaba. Ahora yo estaba en segundo lugar. Delante de mí había un tipo enorme del que emanaba un intenso olor a transpiración. Mientras tanto, Vero hablaba. Parecía la misión para la que había sido parida. Cuando gritaron mi número, me abalancé sobre el mostrador.
–Señor, este documento no es para acá. Vaya a Cálculo Actuarial. Piso 3, ventanilla 38. Creo que todavía está Margarita ahí –dijo la tipa y, acto seguido, se recostó en la silla y le gritó a la pared–: Che, Nelson... ¿Margarita está todavía en Actuarial?
Volví sobre mis pasos y escapé, pero de nuevo me alcanzó la voz.
–Víctor, ya terminé lo mío. ¿Tas apurado? Porque si no, podemos tomarnos algo en el bar de enfrente.
No pude resistirme, aunque evalué la situación. Pros. Uno solo: oportunidad de sexo. Contras. Muchos: a título de ejemplo, un enorme, exorbitante, interminable rollo.
–Dale. Tengo un ratito.
***
La sólida costra de grasa hacía que los vasos resbalaran sobre la vieja madera de la mesa. Mientras se sentaba, Vero puso cara de asco. Pedimos y enseguida volvió a lo único que le interesaba: ella misma.
–Sí, dejé en el verano con mi última pareja, pero desde hace poquito estoy con un pintor, Álvaro. ¿Sabés? El otro día lo acompañé a dejar un cuadro a Castells & Castells. Pobre, le dijeron que no son galería de arte, pero que igual se lo tomaban a consignación. Como si fuera un mueble. No podés creer. Eso lo deprimió por días y días. Pobrecito, necesita mucho mimo y le doy mucho mimo. Por suerte yo soy cariñosa por naturaleza. Vos entendés.
Sí que entendía. Las posibilidades de sexo se esfumaban a pasos agigantados y el rollo venía con agravantes: a la previsible idiotez adobada con filosofía barata había que agregarle las tribulaciones del tarado que se la ponía.
–¿Sabés en qué pienso cuando lo veo pintar?
Negué con la cabeza. Podía haberle dicho en qué pensaba yo: en irme a la mierda, en levantarme e irme sin pagar, en escapar, en volver a la oficina y sumergirme en un mar de expedientes. Pero terminé preguntando:
–¿En qué pensás?
–Pienso en Dios, Víctor. En Dios. Es algo muy fuerte, ¿sabés? Eso nos une tanto que creo que encontré con él mi lugar en el mundo. ¿Me entendés? ¿Cómo te lo explico? A ver. Él agarra el pincel, mira un ratito al vacío y pinta una mancha azul. Después, muy concentrado, estudia esa mancha. Medita. A veces pasan horas y horas. Entonces, vuelve a tomar el pincel y pinta, dentro de la mancha azul, otra mancha azul. Es el mismo pincel, con el mismo azul, pero ahora es un azul diferente. Y así lo veo luchando con la tela, azul sobre azul, sufriendo por su obra, dejando la vida en ella, construyendo cadenas de significados etéreos, sólo usando matices. Así me lo explicó. Me vas siguiendo, ¿no?
Asentí, aunque si hubiera negado habría sido lo mismo. Ella siguió:
–Dios está siempre ahí. Y esas manchas, loco, son tan intensas que me traspasan toda. Me alimento de ellas. Las siento palpitar acá –dijo mientras tomaba mi mano derecha y colocaba la palma bien abierta sobre su pecho–. ¿Sentís mi corazón, Víctor? Dios está acá adentro. Y está también en tu mano.
Yo no sentía nada, salvo el zumbido del ventilador de techo, la tibieza del capuchino y un aburrimiento mortal.
–Con Álvaro estamos pensando en casarnos. Él no cree mucho en los papeles. Bueno, no tiene cédula, por ejemplo. Es chileno y nadie sabe que está acá. Pero es tanto lo que me da, y él sabe muy bien que yo lo entiendo como nadie. Nunca, por ejemplo, lo presioné para que buscara trabajo, porque eso habría sido la muerte de su creatividad. Es un artista, Víctor. ¿Entendés?
Miré de reojo el televisor. El contundente rostro de Máximo Goñi ocupaba por completo la muda pantalla. Mi paciencia se agotaba.
–Che, pero ya son la una menos cuarto –dijo de pronto Vero poniéndose de pie–. Álvaro me espera para almorzar. Debe tener hambre, pobrecito, peluchito. Voy a llamarlo desde ese monedero para avisarle que demoro un rato y nos quedamos charlando unos minutos más, ¿te parece bien?
No esperó respuesta.
***
Yo hablé con Dios una vez.
Fue durante la época en que trabajaba para el escribano prestamista. Había viajado a Durazno en la mañana para hacer una inscripción registral. El trámite se me hizo cuesta arriba y tuve que permanecer en la ciudad hasta entrada la tarde. Cuando por fin hube arribado a la burocrática meta, constaté que el siguiente ómnibus hacia Montevideo saldría en dos horas, así que opté por caminar un rato por la ciudad hasta que, de pronto, me encontré en las afueras. Había andado un buen rato, cuando me detuve a descansar en el Parque de la Hispanidad.
El lugar me agradó bastante por lo solitario, y acaso porque me recordaba a alguna de mis infancias. Me encontraba recostado a la sombra de un eucalipto comiendo unos alfajores San Cono y calculando la relación entre los honorarios que recibiría –o ya había recibido– el escribano prestamista y el viático miserable que me había asignado, cuando fui vencido por un repentino sopor. No dormí, sino que estuve en un estado de modorra del que me sacó Dios. Sí, dije Dios. Bajo la forma de un tatú mulita. Me miraba fijamente y negaba con la cabeza. Intenté incorporarme, pero no pude. Veía mi situación como ajena. Ese momento era el de alguien más.
–Estás muy solo, Víctor –dijo Dios-tatú mulita mientras se acercaba muy despacio y estudiaba mi rostro con serenidad. Por eso supe que era Dios.
–Sí. No suelo pensarlo, no suelo decirlo. Trato de evitarme. Si no existieran los espejos...
El tatú mulita sonrió a la manera en que sonríen los tatús mulita: poca expresión, mucha actitud.
–No tiene por qué ser así, Víctor. Podrías abrir tu corazón y así, quizás, algunas cosas cobrarían sentido.
Su voz adquirió de pronto una tonalidad superior. Lo que decía me sonaba tan cercano que parecía estar hablando por un altavoz. Olfateó el aire con el hocico.
–Creo que deberías ir partiendo, porque pronto va a llover. No te olvides de que me preocupo por vos: podés estar tranquilo. Aun cuando te creas desconectado, náufrago, asilado en tus heridas, siempre estoy presente.
Asentí y volví a asentir. Nunca había estado tan lúcido. Me marcharía de allí con un genuino alivio en el alma, agradecido y en paz.
Me puse de pie y ya estaba pronto para partir cuando Él volvió a hablar.
–Víctor, esperá. ¿Podés hacer algo por mí?
–Todo lo que esté a mi alcance.
–Fijate: a mi lado hay una colilla de Nevada. Ponémela en la boca.
Agarré el pucho. Mientras lo hacía descubrí que, de alguna forma, se había encendido. Me temblaba la mano, al punto de que me dificultaba cumplir la tarea. El tatú mulita, con infinita calma, esperaba.
–Es una forma de culminar la encarnación el pucho. No olvides nunca que lo tuyo fue una ofrenda y lo mío un sacrificio.
Puse la colilla en su hocico. Dios pegó una pitada y cerró los ojos. Exhaló el humo con profundidad y, entonces, ante mis ojos, explotó. Voló por los aires en mil pedazos. Perdí la conciencia.
Cuando desperté, ya estaba avanzada la mañana del día siguiente. Un grupo de escolares jugaba a la prisionera con un caparazón.
A las doce y treinta tomé el ómnibus de regreso.
***
–Compañero, ¿firmó por ANCAP? Es el último esfuerzo, compañero. Compañero, ya estamos por llegar.
Miré al “compañero” con detenimiento. Más bien me topé con él. El encuentro con Vero me había dejado como secuela una suerte de sonambulismo. Aunque la maestra Yolanda enseñaba que no hay que juzgar a las personas por su apariencia, aquel sujeto liberaba en mí tormentas de irritación: calva terminal rematada con media cola de caballo, vaqueros viejos y sucios y una remera que preguntaba: “Which’s your favorite sitcom?”.
Ante mi silencio, insistió:
–Compañero, mire que también puede colaborar con la campaña. Tenemos bonos de cincuenta, cien y doscientos pesos, pero antes que nada la firma, compañero. ¿Firmó, compañero?
Me acerqué mientras le clavaba la mirada en los ojos como un Ginsu 2000.
–Mire, buen hombre, usted me pregunta si firmé. Sí, firmé por ANCAP. Su duda me ofende. Firmé incontables veces, firmé al derecho y al revés, con luz natural y bajo la avara claridad de una bombita. Sin embargo, me siento en la obligación de aclararle que no sólo he firmado por ANCAP: también lo hice por UTE, por OSE y, por supuesto, por Antel, incluyendo Adinet. Firmé por la difunta ILPE, con la que me había encariñado desde que era SOYP. –Hice una pausa para respirar hondo, mientras el individuo mostraba cierta inquietud que se manifestaba en un leve temblor de la tablilla que, debajo de su brazo derecho, atesoraba las firmas. Proseguí–. Usted quería saber si firmé. Lo hice, lo hago y lo haré. Firmé por cada una de las diecinueve intendencias y por algunas juntas locales. Firmé por todos los organismos públicos, con independencia del régimen jurídico que los regulara. Firmé por instituciones desaparecidas, como el Cabildo, la Junta de Mayo y la Pro Comisión de Vecinos para la Limpieza de Plazas y Jardines de Lezica. Mi espíritu signatural, sin embargo, no se agota en el Estado. Firmé por las unipersonales, por las ese erre eles, por las sociedades anónimas y por las sociedades en comandita simple; firmé por el deporte y por la religión; firmé por las banderas y contra diversas banderas; firmé por los derechos y por el derecho a reprimir los derechos, y además firmé por Codet, Copsa, Cot, Agencia Central, para resumirle, por toda la Anetra de mierda; firmé por la FEUU, por CIMA España, por Neptuno, por el antiguo Aliscafo, por el actual Buquebus; firmé por un mundo mejor y por un estar mejor sin el mundo, o sea, una vuelta a nuestras raíces solipsistas. –Llegado a este punto, advertí que el compañero comenzaba a sudar. Las manos le temblaban, su cara enrojecía y mostraba una abierta intención de huir. Pero yo tenía que seguir. No podía dejar que se diluyera ese auditorio miserable. Sin detenerme, lo agarré del antebrazo. No opuso resistencia. Había un miedo auténtico en sus ojos–. Vea, caballero, ¿puedo llamarlo Raúl? Raúl: si hay algo que engrandece a un hombre es su firma. Firmando se llega a un verdadero nirvana moral. Lo primero que aprendí, de niño, fue a firmar. Me cuentan, Raúl, que firmaba (dejaba mi huella en) mis batitas y mis peleles. Cuando en jardinera descubrí el poder del nombre sobre un papel, tuve la mayor sensación de júbilo de mi vida. Imagínese, Raúl, mi regocijo en las clases superiores: firmaba cada hoja de cada cuaderno y de cada bloc de notas; firmaba el pupitre y firmaba el pizarrón. Una vez firmé la túnica de la maestra, lo que me trajo aparejada una sanción. Me llevaron al despacho de la directora, a la que, aprovechando un descuido, le firmé la parca. En el liceo la cosa se intensificó. Fui al Miranda. ¿Te puedo tutear, Raúl? Te cuento: me gusta enfocarme en los buenos recuerdos. No guardo rencores, aunque muchas veces me trataron mal. Pero ese no es el punto ahora. La cuestión es que en el Miranda seguí firmando. Dedicaba horas enteras a perfeccionarme. Me convertí en un sibarita de la firma. Llegué a tener treinta y seis firmas diferentes. Las registré, Raúl. Acaso por eso estudié Notariado y dejé, después de más de dos años, porque los códigos me quitaban tiempo para practicar la firma. Desde entonces firmo todo el tiempo y por todas las cosas. Es decir, Raúl, tengo que trabajar para vivir y tengo que dormir algunas horas, pero el resto de mi tiempo está consagrado a firmar. Es más que una vocación, una especie de sacerdocio. Biromes, plumas de ganso, tinta líquida, tinta pastosa, tinta evanescente, tinta invisible, tintas chinas, tintas que no son chinas. He firmado hasta con mi sangre, firmé con convicción y con descreimiento, firmé por lo perpetuo y lo fugaz, firmé por lo necesario y lo azaroso, firmé con el alma y con la carne. Viví la firma como un triunfo y como un fracaso y siempre, siempre, Raúl, he respirado dignidad al firmar.
Tras un prolongado esfuerzo, el militante logró liberar su antebrazo y huyó gritando algo que no alcancé a entender. Miré por la ventana del bar y constaté que Vero seguía hablando por el monedero. Tenía en la mano decenas de monedas de uno y dos pesos, prontas para ingresar en la voraz ranura.
Otra jornada perdida.
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El autor aclara que se refiere a la “mezcla de caña y vermú, muy popular en los años ochenta”, y no a “esa bazofia para turistas que se sirve en el Mercado del Puerto”. ↩