Margarita es una mujer chilena de 56 años que vive en Nueva York con Jorge, su marido, un académico exiliado que trabaja en la Universidad de Columbia. Margarita se encuentra en plena crisis conyugal y existencial. Jorge se ha ido volviendo cada vez más indiferente hacia su esposa, convirtiéndose en el clásico estereotipo de académico brillante que tiene romances con sus alumnas.
A su vez, otras mujeres comienzan a llamar la atención de Margarita, no tanto en un sentido vincular, ni amistoso ni romántico, sino en relación a sus misterios, a los pedazos de su vida que permanecen ocultos. Una de ellas es Anne, la portera de su edificio, típico personaje de portera obesa, huraña y malhumorada. En un momento se la declara desaparecida y como es natural en una persona tan solitaria, a nadie parece llamarle la atención. Sólo el espíritu curioso de Margarita retiene el detalle de que poco antes de su desaparición la muchacha leía un libro llamado Cómo desaparecer sin dejar rastros en los Estados Unidos. Al encontrarse con la madre de Anne, Margarita le revela este dato y será el punto de partida para intentar resolver el misterio.
Otra es una misteriosa mujer que un día le regaló una carta a su amiga Juliana, una humilde pastelera neoyorkina entrada en años, cuando esta era niña. Allí Margarita encuentra otro misterio que resolver, puesto que sospecha que puede ser su compatriota, Gabriela Mistral, dado que la fecha coincide con una famosa conferencia que dictó en el Barnard College poco después de recibir el Nobel. Este hecho nimio ya amerita la introducción del personaje de Doris Dana, escritora estadounidense a quien se atribuye haber sido pareja de Mistral, aunque, obviamente, este vínculo nunca fue admitido por ninguna de las dos, y que también tuvo un rol muy importante en la difusión y conservación de su obra. A través de ella, sus recuerdos y sus cartas, la poeta chilena también se convierte en otra de las mujeres que asomarían en este florecimiento primaveral.
Y, finalmente, aparecen las cartas de una muchacha, Elizabeth, que fue encontrada muerta por Juliana cuando era niña, el mismo día de su encuentro con quien suponemos que es Gabriela Mistral. Elizabeth, en cierto modo, funciona como una especie de espejo invertido de Margarita. Está enamorada de Leonard, un académico maduro, casado y tan aficionado a las aventuras románticas con alumnas jóvenes como Jorge. Casi se podría decir que Jorge y Leonard son el mismo personaje, una especie de encarnación del varón brillante y exitoso pero emocionalmente inmaduro y displicente, y mientras Margarita se relaciona con él como la esposa olvidada y desatendida, Elizabeth es la otra, la jovencita seducida y abandonada por capricho.
En general, La estación de las mujeres ha recibido muy buenas críticas, y el elogio del premio Nobel sudafricano JM Coetzee. No obstante, hay que decir que a veces los puntos de unión de la trama resultan débiles, los conflictos planteados no parecen resolverse demasiado, y la narración en su conjunto puede resultar desordenada y confusa. Cuando presentó la novela en la Feria del Libro de Guadalajara, la escritora Carmen Boullosa decía que “la forma de esta novela es femenina, porque no recurre a un camino racional varonil [sic], lógico, sino que está guiada por las emociones y también por esa razón tan filosa, tan aguda que tenemos las mujeres”. La idea de que lo “racional, varonil” correspondería a una forma de organización del lenguaje, por decirlo de alguna manera, más “ordenada”, más “clásica”, y lo “femenino” vendría a resquebrajar ese orden, proponiendo una desjerarquización de las secuencias narrativas e incluso una reconversión total del orden lingüístico desde sus más pequeñas partículas. Esta idea, sostenida desde su primera radicalidad por el concepto de “habla-mujer” desarrollado por Julia Kristeva, ha tenido, desde su lejano y academicista nacimiento, alguna que otra implicancia en nuestra vida cotidiana, como la aparición de cierto número de hablantes que utilizan, en ciertos casos, una partícula de género neutro hasta ahora existente en nuestro idioma, que conocemos como “lenguaje inclusivo”.
Este concepto de que es posible asignar una suerte de “identidad de género” al texto y no ya a su autor o autora, o al yo narrativo que desarrolla, ostenta no pocas problemáticas que ahora se han intensificado, en tanto la crítica de género se va orientando más hacia la crítica al binarismo que a la definición de lo “femenino”. En cuanto a la estrategia de desarticulación de la narrativa “femenina”, hace décadas que se han dado experimentos más radicales y afortunados, como los de una famosa compatriota de Guelfebein, Diamela Eltit. Pero Boulloso no parecía referirse tanto a la materialidad del lenguaje sino a cierta forma de estructurar la realidad desde la experiencia femenina más ligada a la “emocionalidad”, que, al parecer, incidiría en la forma de la narración, lo cual empeora un poco las cosas, ya que la afirmación parece partir de un esencialismo de género que no se diferencia tanto de un estereotipo machista, y que debería encontrarse claramente perimido, en cuanto ya hay suficiente producción de autoras mujeres que dominan la “racionalidad viril” a la hora de escribir.
Tampoco se puede leer esa “feminidad” desde cierta tradición confesional, de la que es emblemática la narrativa de Sylvia Plath, y en la cual la identidad-mujer está ligada al rol doméstico. La imposibilidad de escribir una novela construida en forma “clásica” se vincula con la imposibilidad, socialmente impuesta, de aspirar a metas trascendentes, lo que en la narrativa genera episodios intercambiables, desjerarquizados y en un punto nimios (la uruguaya Inés Bortagaray, en un ejercicio metanarrativo, expresa este conflicto por medio del personaje de Cuántas aventuras nos aguardan y un diálogo que mantiene con su tallerista literario sobre diversos y fallidos intentos de empezar una novela). Sin embargo, en este tipo de narraciones entramos en un universo minimalista, íntimo y cotidiano, mientras que en La estación de las mujeres siempre nos encontramos con la sensación de que “algo va a pasar”, de resolver un misterio, de que la vida de alguno de los personajes dará un giro crucial, aunque la mayor parte de las veces no pase mucha cosa. Tampoco vemos exploraciones muy osadas en la construcción de los personajes, y algunos hasta se encuentran muy cerca del estereotipo. Con lo cual cabe preguntarse si esta aparente experimentación narrativa “femenina” no es, simplemente, un intento fallido de construir una novela sólida a la manera clásica y “varonil”. Dejamos al lector o lectora el beneficio de la duda.
La estación de las mujeres. De Carla Guelfenbein. Barcelona, Alfaguara. 2019. 152 páginas.