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El mundo es un molinillo: Un lugar llamado Antaño, de Olga Tokarczuk

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En la primera escena de la película argentina Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (Gastón Duprat y Mariano Cohn, 2011) aparecen unas cabras que comen frutos subidas a unos árboles en algún lugar de Marruecos. La voz del narrador, el escritor Alberto Laiseca, dice entonces: “Miren: las cabritas están subidas a los árboles. ¿El director se volvió loco y las levantó con un guinche? No. Es todo verdad. En Marruecos esos bichos se trepan a las copas de los árboles para comer frutitos. Ahí la realidad y el mundo fantástico no están separados. Cualquier cosa imposible puede pasar en Marruecos”. Y un poco más adelante agrega: “La historia que vamos a contar se supone que es ficción, pero no. Nunca hubo diferencia entre ficción y realidad, porque este es un mundo mágico y no se puede imaginar lo que no existe”.

La nueva novela de la escritora polaca Olga Tokarczuk (“nueva” es un decir, pues fue publicada originalmente en 1996, aunque ¿quién puede hablar de “nuevo” o “viejo” en los tembladerales de la literatura?), Un lugar llamado Antaño, hace del elemento mágico un componente central de la existencia de sus personajes, desmontando el aspecto de extrañamiento en fenómenos que se incorporan sin fisuras a la más pedestre realidad. La magia en la historia de Tokarczuk no es un chisporroteo aniñado a lo Disney ni una serie de trucos exhibidos para encantar al que los contempla, sino una faceta más de lo real, como si el resabio de mitos y leyendas que sobrevive en una civilización encastrara de la manera más normal en la cotidianidad. En tal sentido, las múltiples historias que atraviesan el libro invitan a descifrar esa entelequia llamada vida con los ojos desbordados de asombro, pues si aceptamos, con los mecanismos de la razón, que el hombre nace, padece, goza y muere, de igual forma podemos aceptar la presencia de un ángel contemplando el nacimiento de un niño o la afiebrada pasión de una planta por una mujer.

En guerra

Durante varias décadas del siglo XX, con más detalle entre el inicio de la Gran Guerra y los estertores de la Segunda, Un lugar llamado Antaño sigue los derroteros de varios personajes en un lugar llamado Antaño, un sitio ubicado en el corazón mismo de Polonia rodeado por un par de ríos, en cuya confluencia se alza un molino. Hay bosques, caminos, montañas, pasos traicioneros y diversos accidentes geográficos; hay una iglesia, un granero y una casa señorial ocupada por un ejército; están el cura, el ricachón, la promiscua y el idiota del pueblo; por momentos hay esplendor y en otros miseria, de a ratos llueven las balas y luego se establece una calma chicha tanto o más peligrosa que las agotadas balaceras. Antaño no se diferencia demasiado de otros pueblos polacos, centroeuropeos o europeos a secas durante el fragor del combate de las guerras mundiales: enclaves arrasados por los ejércitos invasores, que dejaban a su paso fincas destrozadas, terrenos incendiados y jóvenes violadas, y que luego de ser liberados por los ejércitos salvadores veían caer las fincas que habían quedado en pie, arder los terrenos que antes se habían salvado y violar a las mismas jóvenes.

Un mundo

De las variadas tramas que pueblan Un lugar llamado Antaño, hilvanadas de forma magistral por la autora, que no descarta en ocasiones una cuidada arborescencia narrativa y, en otras, una parquedad casi monosilábica, quiero detenerme, a efectos de graficar el poderío del arte de Tokarczuk, en la historia de un molinillo de café que aparece y reaparece a lo largo de la evolución de algunos personajes y, por ende, del libro. Objeto construido con porcelana, madera y latón, un día es arrancado de su escenario doméstico para acompañar a un soldado en la guerra; entreverado entre los bártulos del combatiente, conoce de trincheras, ametrallamientos y arrastradas por el barro; en épocas de paz regresa al apacible marco de una cocina, donde sigue moliendo café para sucesivas generaciones de habitantes. La magia de la que hablaba antes, como una fuerza integrada a la efímera vida de los hombres, dota al molinillo de la historia no sólo de un valor atemporal sino también inmaterial, al tiempo que refleja, como en un espectacular espejo, pese a su carácter anodino, al propio mundo. Y entonces escribe Tokarczuk: “Las cosas son entes inmersos en otra realidad, donde no hay tiempo ni movimiento. Sólo se ve su superficie. El resto, oculto en otro lugar, determina el significado y el sentido de cada objeto material. Por ejemplo, el del molinillo de café”. Y agrega: “Los molinillos muelen y por eso existen. Pero nadie sabe qué significa realmente un molinillo. Nadie sabe realmente qué significa nada. Tal vez, un molinillo sea tan sólo un vestigio de una ley fundamental de la transformación, absoluta y básica, una ley sin la cual este mundo no podría existir o sería totalmente distinto. Tal vez, los molinillos de café sean el eje de la realidad en torno a cual todo gira y evoluciona; tal vez, sean más importantes para el universo que los propios hombres”.

El premio Nobel, que la autora polaca recibió el año pasado junto con Peter Handke, vino a subrayar la fuerza de una obra sólida e importante, que merecía llegar a más lectores. Unos meses antes de la aparición de Un lugar llamado Antaño, la editorial Anagrama se había apresurado a publicar la novela Los errantes (2019), y otros textos suyos ya habían sido vertidos a nuestro idioma –Sobre los huesos de los muertos (2009) y El alma perdida (2017)– aunque, creo entender, ni su nombre ni su obra habían sonado con especial fuerza por estas tolderías. Ojalá que el mediático galardón entregado en Estocolmo propicie la traducción de otros libros de Olga Tokarczuk.

Un lugar llamado Antaño, de Olga Tokarczuk. Traducción de Ester Rabasco Macías y Bogumila Wyrzykowska. Barcelona, Anagrama, 2020. 262 páginas.

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