Aunque ya pasaron 103 años de la muerte de José Enrique Rodó, su imagen nos es tan elusiva como siempre. El autor del Ariel (1900), que encendió el pensamiento de diversos lectores a lo largo del continente, se muestra opaco en muchos de sus textos, acaso por eso menos leídos, sobre todo por sus admiradores más tradicionales.
En lo que Rodó llamó el “estado Glauco”, Emir Rodríguez Monegal señalaba la cara menos visible del creador de personajes como Próspero o Proteo, y veía los ecos del Friedrich Nietzsche de El nacimiento de la tragedia (1872): si Ariel se encontraba del lado de lo apolíneo (asociado a lo racional, al orden, a lo claro), Glauco era, por su parte, una derivación del espíritu dionisíaco, con su embriaguez característica, que el crítico vincula a los escritos de Charles Baudelaire sobre la búsqueda de “paraísos artificiales” a través del vino y el hachís. Así, en un pensamiento que tendía a lo múltiple, Rodó se sirve de Glauco como símbolo de una parte de su personalidad que se ve compelido a delimitar, aunque se muestre siempre elusiva.
Mientras Carlos Real de Azúa pensaba que el cambiante Proteo implica un “movimiento de fuga, de renuncia, de entrega a fuerzas latentes y hasta entonces dominadas”, en relación al inconsciente, el estado Glauco, que Rodó definió muchas veces en textos por momentos contradictorios, aparece ya como la forma suprema de esa entrega. Es que Glauco, como Proteo (que en algunas versiones del mito es su padre), es una deidad marina que tiene el don de la profecía y que, como señala Belén Morales Castro, estaba ya esbozado en las tempranas páginas de El que vendrá (1897), en las que se puede leer una caracterización bajo la idea de un “personaje interior” que condensa todas las “tendencias ocultas” del alma.
La recuperación del pasado Si para estas caracterizaciones la crítica se sirvió sobre todo del cuaderno inédito de Rodó llamado Azulejo, recientemente se ha hecho pública otra de las piezas del ciclo que rodea la publicación de Motivos de Proteo (1909), que los investigadores llamaron Cuaderno inicial, en el que el pensador vuelve sobre este personaje suyo casi secreto. Elena Romiti, encargada del equipo de colaboradores honorarios que trabaja con el Archivo Rodó (18.000 documentos donados a la Biblioteca Nacional por Julia, su hermana, en 1945), cuenta por ejemplo que, si bien Rodríguez Monegal tuvo acceso al archivo “entre 1948 y 1950, cuando su director, el profesor Roberto Ibáñez, estaba en Europa” y pudo revisar los cuadernos, “de la lectura atenta de su Introducción General a las Obras Completas [1957, 1967] se deduce que no vio el Cuaderno Gráfico-Poético[,] un cuaderno clave que tenía el código ideográfico creado por Rodó para organizar sus papeles preparatorios”, por lo que su interpretación de los textos inéditos debió ser limitada.
La publicación online del cuaderno es por eso un agregado invalorable al trabajo que viene haciendo la Biblioteca y se suma a los ya digitalizados cuadernos Gráfico-Poético y Cartelero, que forman parte de los once documentos “del Ciclo de Proteo”. La empresa, que como informa Romiti cuenta el apoyo del nuevo director, Valentín Trujillo, no es sin embargo sólo de digitalización, sino que incluye también la transcripción de los manuscritos y la preparación de informes y notas introductorias.
Lo múltiple en la unidad
El texto, un conjunto de observaciones y notas dispersas y variadas, como los otros cuadernos, presenta muchas ideas que luego serían desarrolladas y otras que quedarían sin profundizar, pero que dejan ver con impactante fuerza los procesos creativos de Rodó, famoso por su letra apurada, y por momentos casi febril.
Así, dos nociones hermanadas atraviesan este cuaderno: el de la transmigración de las almas y el de la pluralidad del espíritu humano. La primera, la metempsicosis, es además un tema común en muchos de los contemporáneos de Rodó, que lo postulan incluso en formas similares. En este sentido, es significativa la traducción que hace o copia de un fragmento de carta que el poeta Percy Bysshe Shelley le envía a John Gisborne en 1821, en la que sostiene “Some of us have, in a prior existence, been in love with an Antigone”, frase que Rodó cita “Yo he amado a Antígona en otra vida”. De la afirmación general del poeta, entonces, de esa Antígona abstracta, en la cita de Rodó se pasa a una Antígona concreta, con lo que crea una conexión con otras afirmaciones posteriores, como la que dice, “Yo he llorado por no haber conocido a Cleopatra...”, en una enumeración de lamentos parcialmente indescifrables que reclaman una lectura paralela de poemas como “Metempsicosis”, en el que Rubén Darío imagina la posibilidad de reencarnación y comienza, “Yo fui un soldado que durmió en el lecho / de Cleopatra la reina”.
Esta idea del pasaje de las almas a través de los cuerpos mantiene una relación estrecha con el carácter mutable de los personajes que Rodó crea, y sus distintas máscaras, con las que habla y a las que interpela en fragmentos aislados del cuaderno. Pero, además, esta multiplicación del yo implica una metamorfosis que es una superación de uno mismo, idea ya presente, como afirma Castro Morales en su artículo “Los motivos de Glauco: Rodó y el genio pagano en los paraísos artificiales”, en el muy citado Diario de Henri-Frédéric Amiel, de quien Rodó escribe: “Un alma que no se ha casado con un cuerpo, ni con una patria, ni con una vocación, ni con un sexo, ni con un género”.
En las ideas de palingenesia (el nacer de nuevo, tan característico del pensamiento de Arthur Schopenhauer) y de metamorfosis hay una manera de atacar al yo unitario, sólido, cartesiano: el alma, para Rodó, es una suerte de “tablado” en el que se presentan las distintas personas que nos habitan, porque “el hombre es múltiple, y esta idea, lejos de ser desordenadora, abre horizontes”. En este sentido, una página afirma (en consonancia con Arthur Rimbaud), “Dudan de su propia personalidad. Empiezan por decir: ‘Yo no soy yo’ y luego: ‘soy otro’”, pero ese “darse cuenta” no es sino el comienzo de una apertura a lo distinto, de aceptación de ese otro que nos habita intranquilo, esas “ruinas de almas del pasado” que traen la idea de “una armonía distinta y anterior”.
Glauco aparece así, a fines del siglo XIX y principios del XX, como una ráfaga de lo anterior, porque en Rodó el arte y la exaltación religiosa son los dos contrapuntos de ese “siglo positivista” en el que vive. Así, el estado de beatitud surge como un rasgo anacrónico que sobrevive en él y guarda la fórmula para acceder a lo otro: su alma es “el blanco de una flecha disparada por un arquero invisible desde lo hondo de los tiempos”.
El “maestro de América”, que en su primera época soñaba con el futuro resplandeciente, se repliega ahora sobre una nostalgia que siente heredada de tiempos desconocidos. En su estilo fuertemente visual, apunta, “Una vez vi un pájaro que herido por el cazador cayó en un charco de espeso barro; formaba un pequeño cuerpo alado en medio de un pelotón de arcilla sangrienta, que le trababa las alas. He aquí a Glauco en mi espíritu normal”. Este estado alterado lo seduce, y se pregunta, “¿Quisiera ser enteramente Glauco?”, a lo que contesta, “A veces me tiento a ello; pero pienso que en este barro en q[ue] está mezclado anda el amor [...] y bendigo ese barro adherido al mármol”. El sueño del griego latinizado (renacentista) de Rodó, que se maravilla de sus dioses, múltiples en la unidad, maneja siempre estas imágenes resplandecientes y se enfrenta a la moral cristiana, que aparece como un contrapeso: “la concepción moral del mundo, sancionada por el cristianismo, es hostil al arte [...] y [,] por tanto, a la vida, porque la vida descansa, según todas las apariencias, en el arte, la ilusión, la óptica, la necesidad de perspectiva y de error”.
Sin embargo, en la visión estética del mundo, Rodó ve un problema: “Uno de los defectos de Glauco (los griegos) es el aristocratismo intelectual”, es decir “la falta de interés por los humildes”, por lo que parece reclamar esa faceta “cristiana”, que ve indisoluble de la idea misma de la caridad, como es notorio en la discusión recogida en Liberalismo y Jacobinismo (1906). Así, el pensamiento se da entre contrarios, porque los “huéspedes íntimos” y las “alucinaciones interiores” son “subyugadas” y “reducidas al silencio” “por la personalidad efectiva”, pero por momentos se muestran y disienten, como hace Glauco con el yo “normal”, que está en la superficie.
Por lo tanto, la tarea sería quimérica, en esta suerte de disección de la personalidad, de educar al alma para “unificar o armonizar las tendencias”, de modo de no “matar a Glauco”, y en cambio “hacer sólo q[ue] aparezca cuando sea oportuno”. No obstante, lo cierto es que el espíritu marino se hace presente en momentos impensados, como cuando Rodó lee descripciones de Hippolyte Taine, y Glauco es como “un náufrago en el océano del tiempo, que se alza para asirse a mi alma y se sumerge otra vez”. Este carácter caprichoso, no educado, hará que Rodó pase incluso a nombrar a su estado “normal” como “no-Glauco” y a compararlo con “el sopor invernal de ciertos animales”. En este punto, este estado que se presenta a menudo como marginal, se convierte pronto en el predominante y parece, desde su oscuridad lejana, hacerse con todo.