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Río Tíber, Roma.

Foto: Tiziana Fabi, AFP

Crónicas del año del encierro: Cicatrices

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Leído por Lola Livchich
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Hace exactamente un año me encontraba en la ciudad de Tena, Ecuador. Agotada por tres días en la selva amazónica, en los que había trabajado en un reportaje sobre el tema de la explotación petrolífera, había llegado en Nochebuena a un viejo convento, una comunidad amazónica en la que mi hija, a quien no veía desde hacía un año, vivía (y trabajaba) junto con otros jóvenes. De aquel día de Navidad de 2019 recuerdo una caminata larga hasta una cascada, un puente tibetano, cientos de orquídeas, un aguacero que nos sorprendió mientras tomábamos fotos y el sol muy caliente que pronto secaría nuestra ropa. El coronavirus ya estaba con nosotros, nos dicen ahora los científicos; había comenzado a correr hacía unas semanas, nos estaba mirando y había comenzado a rodearnos.

El día de Navidad del año 2020 estoy en Roma, donde reina el silencio supremo, roto sólo por el sonido de las campanas que resuenan en los pasillos vacíos de las iglesias.

Frente a un nuevo resurgimiento del virus, tenemos que quedarnos en casa y lo estamos haciendo. Todo el país está sumergido, otra vez, en una zona roja, un cierre total que llega después de semanas muy difíciles en las que el número de muertes por día fue muy cercano al de la primera ola de marzo pasado. Y aunque las normas que nos rigen permiten, para los días de fiesta, pequeños desplazamientos en grupos de hasta dos personas para visitar a familiares, parece que muy pocos eligieron esta opción.

Salí, esta mañana, a pasear (actividad permitida también durante el cierre total) por los alrededores de mi casa. No había nadie. Calles desiertas. En una hora encontré a un chico con un perro, a un señor que salía de su casa y a una pareja con una bandeja de dulces. Detrás de los barbijos nos miramos sin hablar, ni un saludo ni un deseo, sólo la distancia. Incluso el habitual ruido de la vajilla a la hora del almuerzo parecía amortiguado tras las ventanas cerradas. Casi llegando a mi casa, una lluvia fría y pegajosa me golpeó.

En estos días extraños y extremos, que nos están poniendo a todos y todas frente a la prueba más dura, que nos obligan a seguir adelante, navegando en la niebla del día a día, parecen estar estallando silenciosamente todas las contradicciones del mundo que conocíamos. Y esta explosión, lejos de suavizar las desigualdades, las profundiza aún más. Es probable que los efectos sociales y económicos negativos de esta pandemia sean tan graves como los efectos sobre la salud. La covid ha enfrentado unos contra otros a viejos y jóvenes, trabajadores del sector de la salud y trabajadores autónomos, jubilados y activos, mujeres con su papel aún predominante en el apoyo a las familias y hombres. De esta manera se profundizan las fracturas en la sociedad, los que están bien pueden no pensar en los que están enfermos, y muchos se consideran abandonados por el Estado y otros grupos sociales.

En nuestras casas nuestro tiempo coincide con el tiempo del trabajo: los que afortunadamente tienen todavía una ocupación, y pueden trabajar desde casa sin exponerse al riesgo del contagio, no hacen, de hecho, más que clavarse todo el día frente a la pantalla del ordenador. Es evidente que no es posible hacer otra cosa en este momento, pero este ritmo incesante contribuye a anestesiarnos, a encerrarnos en nuestras burbujas de cristal personales. Nos esforzamos por hacer funcionar nuestro mundo: nos organizamos para que nuestra casa esté limpia, nuestra despensa llena, nuestra ropa limpia; seguimos plantando flores, carentes de belleza, esperando así huir de la caída, salvarnos nosotros y a nuestros seres queridos.

En esta extraña Navidad, impasible entre el miedo y la esperanza (la campaña de vacunación contra la covid-19 comienza el 27 de diciembre), entre las ganas de encontrar abrazos y la necesidad de parar un poco más para reflexionar sobre lo que nos pasó, los balcones de la ciudad brillan con luces de una esencialidad conmovedora.

A lo mejor ese silencio, esa afonía es una reacción al trauma, una manera de sanar las cicatrices. Es nuestro cuerpo que nos obliga a recordar que somos frágiles y grandiosos. Y entonces lloramos, reímos, cantamos, bailamos, corremos, meditamos, rezamos, amamos. Reaccionamos lo mejor que podemos ante lo que estamos pasando.

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